(...)La noche fué colmada por el sentimiento de aproximación
entre ambas literaturas. Por ello no tuvo nada de extraño que dos
expositores argentinos, ambos escritores de mucho relieve, David Viñas y
Bernardo Kordon, hablaran sobre un chileno que nació en Buenos Aires o
un argentino que se sintió chileno de médula, Manuel Rojas. Del
novelista David Viñas, que no le saca el cuerpo a la dúrisima historia
de su país, había leído un retrato de Manuel Rojas en la revsita Casa de
las Américas. Conversando con él en La Habana, durante el Encuentro de
Intelectuales, comenté con Viñas eas páginas donde Manuel Rojas le habla
de la madera, de su textura, de sus venas, como quien está hablando de
un cuerpo humano querido y respetado. En aquel diálogo no se especulaba
grandiosamente sobre literatura. Se conversaba sobre el material que
trabaja el carpintero con su garlopa, sacándole viruta y dejando lisas
las superficies de los objetos como un goce del alma. Viñas contemplaba
las manos del hombre que hacía esa tarea, manos de un niño pobre nacido
en un barrio marginal de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, llevado
pronto por su madre chilena, con simpatías anarquistas, hacia un
suburbio santiaguino. En la literatura chilena y argentina nadie
sintetiza mejor que Manuel Rojas la fusión en un solo hombre de las
vertientes que caen y fluyen a ambos lados de la cordillera, como si
nacieran de una fuente común.
David
Viñas recuerda un paseo por Boedo, en 1954, con don Manuel. Así lo llama
en honor, más que a una diferencia generacional y a su físico de campeón
de peso máximo parecido a Miguel Angel Firpo, a la majestuosa lentitud
de su tranco largo y a la morosidad filosófica con que le salían las
palabras, que en esa ocasión trataban con cierta fruición los parecidos
y diferencias entre las dos literaturas: la ausencia del mar en las
letras argentinas, la abundancia del pseudónimo entre los escritores
chilenos.
También Bernardo Kordon,
casado con chilena, Marina, cuya obra tiene muchas páginas inspiradas en
nuestro país, vuelve la mirada al autor de Hijo de
Ladrón y Mejor que el vino. Para él la
relectura de su obra se le transforma en un "ejercicio de
fraternidad".
Me olvidaba decir que
Viñas recordó en aquella noche a un amigo de Manuel Rojas, con el cual
conversaba el año 69 en el barrio San Isidro de Lima, recordando al
padre de David, un viejo radical argentino de la localidad de Guevara.
ese interlocutor chileno de Viñas se llamaba Salvador Allende.
Evocándolo, David Viñas terminó con una despedida que era una invitación
al reencuentro: "Margarita, Volodia, nos veremos en la Alameda hacia
septiembre". Matilde Ladrón de Guevara habla de la obra que se escribe
por la libertad, corriendo todos los riesgos dentro de Chile. Mucha
gente ha quedado fuera de la Sala Ricardo Rojas. Se mojan a la
intemperie los escritores argentinos Héctor Yanover y Raúl Araos
Anzoategui. Tratan de escuchar bajo la lluvia fuerte. Me llega un recado
cuyas letras descifro semiborradas por el agua. "Los de afuera, los que
oyen bajo el aguacero, están de acuerdo con que los libros y los
escritores contribuyan a que en Chile se pueda escribir y leer
libremente, vivir sin temor".
Cuando
Josefina Delgado señala que ha llegado mi turno puntualizo que hoy día
padece en Chile la semilla de Manuel Rojas. Su nieta, Estela Ortiz Rojas
perdió a su padre, el historiador Fernando Ortiz, a manos de Pinochet.
Fue secuestrado, asesinado, vaciado su cuerpo para que no flotara y
arrojado al Pacífico. Y la semana pasada degollaron a su marido, José
Manuel Parada. Manuel Rojas vivió muchos dramas personales, pero ninguna
de estas tragedias de su familia. La suya es una figura que tengo
presente desde mi juventud más temprana. Lo veo como un adolescente
gigantesco, distante y tierno, silencioso, que avanza balanceándose como
un marinero en tierra firme por los patios embaldosados de rojo
brillante de la Casa Central de la Universidad de Chile, hace cincuenta
años, encaminándose a la Imprenta Universitaria, que él dirigía. Manuel
se había hecho obrero de imprenta en Argentina, linotipista en Córdoba o
en Rosario, porque así estaba más cerca de la letra impresa.
Lo evocamos a través de la rememoración de
una mujer de su edad, hermosa, vivaz, con la cual posiblemente
desarrolló -sospecho- un último coqueteo, la madre de Camilo Torres, que
lo encontró solitario en La Habana, entregado con pasión absorbente a
escribir un libro sobre su juventud anarquizante y ardiente, que titula
con un verso de José Martí: La oscura vida radiante. Tantas
reminiscencias. No caben en el breve espacio de un trozo de noche en que
chilenos y argentinos se aproximan, se dan la mano y están juntos para
algo más que hablar de libros y escritores.
Quiero decirle a David Viñas, quien unió en
la remembranza a Manuel Rojas y a Salvador Allende, que cuando el
primero murió fui con el Presidente de Chile a despedirlo a su casa.
Allende no sabía que seis meses más tarde él también iba a morir, para
entrar no en la historia de la literatura, sino en la historia
simplemente, razón por la cual su figura, su caso y su ejemplo proponen
un inagotable tema a los escritores. (...)
en ARAUCARIA DE CHILE Nº 31-
1985