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(texto
escogido)
......... Aniceto no supo por qué este hombre vino a Chile, qué hizo en
Francia, en Lyon, su ciudad natal; supo sí que en cierta ocasión, unos
años atrás, cometió un robo: tal vez se cansó de ser obrero, de
contemplar, en la imaginación, años y años de escaleras, de pinceles,
tarros de pintura, de pintores que fallan todos los lunes -tampoco
supo si siempre había sido pintor o contratista de pintura o si sólo
tomó ese oficio en Chile-, decidió hacer algo que le proporcionara,
más rápidamente, dinero en buena cantidad, no ese salario que recibía
como obrero o la parte que le quedaba cuando era contratista; ¿qué
podía hacer?, odiaba a los comerciantes y a los industriales, o sea, a
los burgueses, y entonces llegó a la conclusión de que lo único que se
puede hacer si se quiere ganar dinero sin trabajar, es robar, estafar,
chantajear, pero debe ser un robo privado, secreto, que sea difícil de
descubrir, con algo de misterio además, pues era individuo de cierto
gusto y hubiese aborrecido ir a robar cebollas e incluso sombreros;
eso estaba bueno para los palomillas, no para un anarquista, mucho más
un anarquista francés: tenía que hacer honor a sus ideas y a su país,
y pensó, buscó, observó, hasta caer en la cuenta de que debería robar
un banco, era el sitio indicado, pero ¿cómo?, no tenía medios ni
experiencia, compañeros ni conocidos -los que tenía, fuera de los
obreros anarquistas o simplemente obreros, era toda gente decente,
importante alguna, que lo estimaban por ser francés, un francés culto,
cosa poco común en Chile, libros, filósofos, escritores, artistas,
conocidos que de ningún modo le ayudarían en nada que no fuera
honorable y entre esos conocidos había uno que otro que en verdad era
amigo suyo, el ingeniero Godoy, por ejemplo, que en su juventud había
sido simpatizante anarquista y a quien ayudó, en cierta ocasión, a
cuidar a su mujer, víctima de una epidemia de viruela, arriesgó
contagiarse y no le importó y Godoy quedó muy agradecido y se río
mucho, no porque le hubiese ayudado sino porque en la penúltima noche,
ya fuera de peligro su mujer, compró, para celebrar la mejoría, un
pedazo de queso suizo o francés de muy buena familia, y como el
francés dormía en un pequeño galpón y su sueño era pesado, las
cucarachas le comieron los bigotes-; cambió de dirección y se le
ocurrió robar en el museo, era lo más fácil, nadie queda allí de
noche, sólo un loco irá allí a robar algo y ¿qué haría con ello?, los
chilenos no tienen cultura, la mayoría por lo menos, y no saben qué
valor puede tener un cuadro, un buen cuadro; él era francés y lo
sabía; visitó el Palacio de Bellas Artes y buscó algo que fuese
valioso y que se pudiera robar y vender, no en Chile, por supuesto, sí
en la Argentina o en otro país, las obras de arte poseen eso de bueno:
tienen el mismo valor en todas partes, no para todo el mundo, sí para
los entendidos, y despues de mirar y remirar fijó su atención en un
cuadro pequeño, sombrío, de marco dorado, que representaba una figura;
la firma decía Velázquez y era auténtico, no una copia; durante
semanas y semanas espió el movimiento del edificio, quién sale, quién
entra, a qué hora se van, a qué hora llegan, con gran sorpresa
descubrió un cuidador, pero el cuidador de seguro, descuidaría la
vigilancia en ciertos días, los sábados, por ejemplo, o los domingos,
que parecen menos peligrosos; examinó cada ventana y cada puerta, las
entradas, había una bodega, una sala de refracciones, dos pisos;
eligió su ventana, ésa, pequeña, fácil de manejar, de abrir, y con un
formón y otras herramientas, entre ellas un pequeño diablito, , como
la pequeña ventana estaba detrás de unos arbustos bastante crecidos,
logró, en una hora de paciente trabajo, sacar casi por completo la
ventana, no sólo abrirla, se descolgó y antes de cinco minutos salió
con el cuadro envuelto ya en papeles: Velázquez. Lo llevó a su casa,
una casa pobrísima en un barrio más pobre aún y no supo dónde meterlo,
los hijos, pequeños aún, podían encontrarlo, ya que no existían
muebles ni nada que tuviese cajones seguros, y hacer con el Velázquez
quién sabe qué, mira este viejo con pera y bigote, ¿pintémosle unos
anteojos?, ya, y una barba, ¿cómo le andaría?, rebien, o lo usarían
para jugar al almacén o las visitas y el cuadro, que estaba avaluado
en muchos miles de pesos, quedaría irreconocible e invendible. Los
diarios publicaron grandes noticias del robo, era la primera vez que
en el país se robaban una obra de arte, un ladrón original, hasta aquí
sólo han robado gallinas y ahora, ¡dígame usted!, la ciudad subió de
categoría, un ladrón de buen gusto, de seguro extranjero, tal vez el
mismo que se robó o se quiso robar "La Gioconda", ¿qué hará ahora?,
pudo robarse un Valenzuela Llanos, un Rebolledo, nada, se robó un
Velázquez; la policía avisó a sus retenes de frontera y los gendarmes
cordilleranos no supieron exactamente de qué se trataba y supusieron
que el robado era un señor Velázquez o un hijo de él, ¿un cuadro?, las
aduanas deben revisar los equipajes que salen por mar o por tierra, se
avisó a la Argentina, a Perú, y René se sintió orgulloso: le quitó al
cuadro su marco dorado, con un oro viejo y mate, y lo enrolló y no
supo tampoco dón de guardarlo, enrollado era más susceptible, el
barníz se saltaría o la tela se quebraría y el hombre de pera y bigote
quedaría todo chueco, a pesar de ser un Velázquez; no podría venderlo
ni sacarlo del país ni tenerlo en su casa ni llevarlo en el bolsillo o
bajo el brazo, ¿qué hacer? Lo único que se podía hacer era destruirlo,
pero era un hombre culto y pensó que no se podía hacer eso con una
obra de arte, ¿cómo destruir, por gusto, algo que un artista creó con
tanta maestría y buen gusto? No quiso preguntar a ninguno de sus
conocidos, por ejemplo, al ingeniero, qué podría hacer con el robo, y
no quedándole otro camino decidió devolverlo: lo envolvió en un papel
Manila, le puso la dirección del Palacio y lo despachó por correo;
perdió, en toda la operación, algún dinero y bastante tiempo, pero
quedó satisfecho: era un robo casi elegante, de guantes blancos, así,
¿cómo podía mirar con simpatía el hecho de que sus camaradas robaran
lo que habían robado? "¿Vamos donde René?", propuso una noche Alberto,
después de beber unas copas de vino. Aniceto, más o menos alegre,
contestó: "¡Vamos!", y en seguida se sorpredió de su entusiasmo, se
arrepintió casi, y fueron: era un barrio sin pavimento, con hoyos y
montones de basura, perros y gatos muertos, miserablemente iluminado,
larga hilera de casitas de ladrillos con una pieza y un patio casi
peor que la calle; los niños habían abierto trincheras y construido
lagunas y amontonado una gran cantidad de ladrillos que se robaban en
todas partes : tenían el proyecto de construir una pieza para estar
solos, ya que sus padres peleaban a cada momento: "¡Rota mugrienta!
Deberías estar orgullosa de haberte casado conmigo. Acuérdate que te
saqué de un conventillo". "¿Y qué, pues? ¿Acaso vivo en un palacio?"
"¡Eres una imbécil! No entiendes nada ni sabes nada." "Lo más bien que
te has dado gusto conmigo: cuatro chiquillos me has hecho y sigues
haciéndole empeño." Los hijos no sabían bien de qué se trataba, pero
los gritos y los gestos los impelían hacia el patio, en donde peleaban
ellos. Al llegar a la calleja, más entusiasmados porque venían
cantando un himno revolucionario, Alberto disparó dos tiros al aire,
ladraron los perros, se cerraron o se abrieron algunas puertas y un
niño pequeño y flaco, según lo vieron después, abrió la puerta de la
casa de René y miró: no vio más que un bulto de hombres que avanzaban
saltando por los baches y gritó: "¡Papi! ¡Unos guaraqueros nos vienen
a asaltar!" El padre, que no tenía su Colt, no se inmutó: nadie
vendría a asaltar su casa, no existía allí nada que robar, ¿quién le
iba a robar un hijo o la mujer? Era baja, morena, siempre con la
cabeza revuelta, mal vestida, viva y sucia. Era raro, muy raro, ver a
este hombre, francés y culto, estar casado o tener una mujer
semejante, pero, al parecer, a pesar de ser francés, la quería: una
buena hembra, trabajadora, fiel, y si andaba mal vestida, si hablaba
como la más procaz de las chilenas, no se la podía culpar de que
hubiese elegido todo eso; simplemente, le había tocado, como le tocó
ese marido, y no podía sino resignarse. René debería haber pensado en
todo eso, ya que era un hombre culto, pero tenía muchas otras cosas en
que pensar: en su pistola, en lo que podía hacer con ella, en lo que
haría, en lo que pudo hacer y con eso y con trabajar para alimentar a
todos, tenía más que suficiente. Aniceto se asombró de la sordidez de
la casa y del ambiente, del aspecto de la mujer y de los niños:
andaban semidesnudos, sucios, desaliñados, y el que anunció que venían
asaltantes era una especie de lombriz vestida con una camisa y un
pantalón sujeto al hombro por una tira de género. Lucía una cara fina,
casi aguzada, como de ratón, ojillos vivaces, y los amigos rieron al
entrar y saber que había gritado que venían bandidos, ¿qué podían
robarle a él, quién se fijaría en él?, era una pulga, un gato de
suburbio; los observaba: el hecho de que dispararan un revólver les
daba, a los ojos del pequeño, un gran prestigio, ¿cuál de esos hombres
había sido?, examinaba a uno y otro y preguntó: "Papá, ¿quién tiró ese
balazo?" René señaló a Alberto: "Este hombre, Manuelito, nunca te
metas con él". Eran tres varones y una mujer, el mayor, alto,
proporcionado, ostentaba una gran diferencia de rasgos; era casi
hermoso, con el pelo dorado y rizado, cabeza redonda, piel blanca;
parecía estar sumido en un sueño, sin oír lo que se decía y sin
importarle quiénes estuviesen allí. Se llamaba también René, pero le
decían Totó, apodo extraordinario en Chile para un varón y en una casa
así, pero su padre era francés y él había heredado todo lo que de galo
podía tener su padre. Al lado del pequeño, que era como el receptor de
todo lo chileno que podía tener la madre, Totó parecía una imagen. No
había allí nada que beber, nada que servir, un café o un vaso de vino,
era tarde y los niños estaban con sueño: todos dormían en la misma
pieza. A los amigos se les había ya desvanecido el vino y, por otra
parte, no daban muchos deseos de estar allí. Era preferible la calle.
Además, sin su pistola, René casi no tenía de qué hablar, salvo del
tiempo o de la salud de los demás y suya; había olvidado a los
escritores franceses: sólo pensaba en su Colt. Llegaría el momento en
que empobrecería más, en que se desvanecería el hogar, y la pistola,
sin poderla rescatar, se perdería, tal como su juventud y su edad
madura, y no podría ya hacer otra cosa que detenerse en las vitrinas
de las armerías y mirar las armas, en tanto El Chambeco, por otros
lados, seguiría mirando las vitrinas de los restaurantes. Ninguno de
los dos habría hecho nada, no pudieron, no fueron capaces, querían
tenerlo todo para hacer algo, oh, no. ¿Y a cuántos les pasaría lo
mismo? El tiempo fluye, viene de todas partes y pasa hacia todas
partes; la ventolera es grande.
SOMBRAS
CONTRA EL MURO Manuel Rojas Empresa Editora Nacional
Quimantú. Primera Edición 1973
MANUEL ROJAS, erguido junto a los más grandes
valores literarios del Continente, aparece en "Sombras Contra
el Muro" desplegando una vez más en forma excepcional sus
dotes de gran narrador. Porque él es el hombre a quien le
seduce contar, en el sentido de comunicar, con palabras y con
gestos vivos, sus propias experiencias, los hechos que van
plasmando la vida de cada uno de nosotros. ..... "Sombras Contra el Muro" encierra
crueles estampas de la vida relajada junto a hermosos cuadros
de vida limpia, ambientes oscuros en que se debaten las más
bajas clases sociales, vidas en que fluye el idealismo, vidas
hambrientas de comidas y de amor. Subyugado por el flujo
espontáneo de tan vigorosa narrativa, el lector se incorpora a
ese extraño desfile en que el autor entrelaza grandes aspectos
e interesantes individualidades. Así Manuel Rojas relata en
parte de esta obra extraordinaria: ..... "Pasos suaves y pasos fuertes,
cautelosos o francos, en la sombra y a la luz de los focos del
alumbrado, rostros que quieren llamar la atención y rostros
que se ocultan, las prostitutas lo mismo que los ladrones y
los policías, los borrachos lo mismo que los insomnes y los
jugadores, los obreros al mismo tiempo que los vagos y los
desocupados, los asesinos al mismo tiempo que los tímidos y
los beatos, en la ciudad, todos juntos..."
de la
contratapa
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