EL CORAZÓN
DELATOR DE EDGAR ALLAN POE
Por Marco Aurelio
Rodríguez
No sé si el rito persiste. Pero el misterio sí. Durante
50 años consecutivos como una sombra inextricable, en el viejo
cementerio de Westminster en Baltimore, un personaje encapuchado de
furtivo abrigo negro (aparentemente una mujer), llevó tres
rosas rojas y una botella de fino coñac a medio beber a la tumba de Edgar
Allan Poe cada 19 de enero, fecha del natalicio del inventor del nevermore.
Hasta el día de hoy, 156 años desde la muerte de ese
desamparado ser cuyas últimas palabras fueron "...que
Dios ayude a mi pobre alma...", nadie sabe quién es
el personaje en cuestión. A veces creo que nosotros visitamos
sus palabras un poco embriagados de negrura infinita y con un par
de flores rojas robadas para él. Julio Cortázar fue
uno de aquellos que visitó su alma y recogió la leyenda,
la crónica de un ser de tristezas tan cotidianas que, finalmente,
intuyó un amor que era más que amor. Sabemos que él
y sus hermanos, tempranamente huérfanos, fueron regalados a
parientes o recogidos por la caridad ajena. Edgar, muy joven, buscaría
la enmienda afectiva en un par de amores imposibles e idealizados,
como aquella misteriosa "Helen" de sus primeros poemas,
que en realidad correspondía a la joven madre de un condiscípulo
suyo; su diosa lo llevaría a una pasión inextinguida
y trágica (como todas las materias de su vida): Mrs. Stanard
enfermó y la locura la consumió rápida y definitivamente.
Refieren que el desconsolado niño de 15 años que era
Edgar entonces, iba por las noches a visitar la tumba de su Helen querida. Muy cerca de allí, un par de años más
tarde, ocurriría un episodio similar. El muchacho no pudo resistir
frente a la tumba de Frances Allan, la mujer que lo crió y
a la que ni siquiera le fue dado ver ya muerta, y cayó desmayado
sobre el lecho de piedra. Siempre en el plano de los ensueños,
donde el espíritu del poeta busca el ideal femenino, tenemos
su matrimonio con su prima carnal, cuando la impúber de 14
años no alcanzaba todavía su pleno desarrollo mental.
El poeta tenía doce años más que ella, la que
nunca dejó
de ser niña. Con Virginia vivirá una de sus precarias
treguas de felicidad vital y de ansia creativa, entre 1838 y 1842.
En enero de ese año, mientras su cándida mujer entonaba
una nota aguda acompañada de un arpa, estalló una infame
canción de sangre tuberculosa de su delicada garganta. El episodio
más horrible en la vida siempre inestable de Edgar Allan Poe;
a partir de ahora sobre todo, se desconcierta en rasgos anormales.
"Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir
la bebida a la locura…". Las alucinaciones atroces del bebedor
ya no lo dejarán. Es la época de "El cuervo",
de la máxima efusión de Poe como escritor y de su posterior
y definitivo desplome, con la agonía de su mujer-niña,
quien moriría a fines de enero de 1847 y por quien, el desconsolado
amante, escribe "Annabel Lee", cuyos versos finales lamentan
"y así, durante toda la noche, permanezco tendido al lado/
de mi querida, mi querida, mi vida y mi novia,/ allá en el
sepulcro junto al mar/ en su tumba junto al mar sonoro". Poe
empezó a temerle a la oscuridad y no podía dormir. Recaía
en el opio y en el alcohol, y en la figura de otras vulgares musas
de carne y hueso. Su vida se vuelve fluctuante y equívoca.
Con escasos momentos de lucidez. Con un final miserable. En circunstancias
jamás aclaradas, sin alcanzar a embarcarse a otros mejores
asuntos, queda su vida ebria rezagada para siempre en Baltimore, allí
donde descansará por fin su cuerpo. Su espíritu y su
alma se mostrarán enmarañados en delirios terribles,
en alucinaciones claustrofóbicas: veía diablos azules
que sólo lo soltaron la madrugada de un domingo 7 de octubre,
en 1849, cuando los pétalos de las rosas aprendían a
rondar los jardines de Westminster y el viento -todavía reciente-
de Baltimore empujaba sombras de otras muchas almas, como si alguien
llorara sobre el corazón de las cosas.