Y HABÍA OTRO JUEGO MUY ANTIGUO QUE CONSISTÍA EN BAILAR Y DAR VUELTAS, Y ASÍ UNA PODÍA SACAR A UNA PERSONA DE SÍ MISMA Y ESCONDERLA TODO EL TIEMPO QUE UNA QUISIERA, Y SU CUERPO SEGUÍA ANDANDO COMPLETAMENTE VACÍO, DESPROVISTO DE TODO SENTIDO
Marco Aurelio Rodríguez
(De: El Árbol Parlante, octubre de 2008.)
Rimbaud
Si la imaginación fuera el albur de la palabra, bastaría con el oxímoron, la antanaclasis y la hipálage, y tenemos: aprensión falsa o juicio de algo que no hay en realidad o no tiene fundamento (2ª acepción, DRAE). Si, por el contrario, pensamos la imaginación como las imágenes mentales o estímulos de realidad de situaciones, personas y objetos en ausencia, llegamos a la verdad de algo ―como el griego afirma en el Cratilo―, sugestión y encantamiento de la palabra; facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales (1ª acepción, DRAE). La imaginación es un elemento mágico entre el pensamiento y el ser, se nutre de imágenes y constituye la forma y el sentido de lo real.
Literatura e imagen coinciden en la representación y la percepción de lo otro. Hay el momento de fugacidad sublime que inunda el dolor de ser. “El arte con su carácter irreal proyecta y descubre la realidad” (Mª del Carmen Rodríguez). Plotino menciona la secta de los Hermanos de la Pureza que defendían que el universo deriva de una unidad y que volverá a ella.
El lenguaje es fruto del poder fabulador del hombre para recrear el mundo y narrar, con originales modos, los acontecimientos sucedidos, concepto que remarca el carácter ilusorio del mundo. Quedan las imágenes (el arte) cuando la realidad desaparece. “Donde no hay imaginación [estupidez de edad de oro], no hay horror” (Arthur Conan Doyle). Desde el simbolismo a nuestros días la imaginación se ha entrometido en la realidad (concepto de obra abierta) creando, muchas veces, una tiranía de imágenes ciegas. Se ignora entonces la realeza de la literatura, tachándola de lenta, ensimismada y básica, en contraste con la imagen visual (y su mayor anatema, la televisión), pronosticándose “el fin de la lógica del pensamiento basada en la palabra, para dar paso a una nueva humanización independiente de las letras, en donde es importante la presencia permanente de la música en la vida de las nuevas generaciones y el dominio de lo visual”, como si la palabra no fuera música e imagen. Lo que está en juego junto con el concepto de imaginación es, pues, la eficacia literaria.
J. G. Frazer se apoya en las leyes mágicas de la semejanza y del contacto (imitación y afectación o, en palabras de Jean Baudrillard, simulación e imagen) para referirse a la seducción que debe librar el literato ante el lector “provocándole un sinnúmero de sensaciones y reflexiones a partir de las propias, independientemente de que su obra se parezca o no a la realidad, porque cada letra es producto humano y va dirigido a un igual. El sentido del escrito recrea la vida, actúa sin pudor en la conciencia del otro, en un momento prodigioso ese nudo de palabras se convierte en el otro, es el otro”.
Porque la literatura es eso. Je suis l'autre: yo soy el otro o yo es otro.
Artaud
Desde mucho antes que la Imprenta, cuando los textos iban modificándose por la intervención de copistas, traductores y editores, lectura y escritura se han avenido de manera huidiza y sibilina, como los espejos sobrepuestos de las aporías borgeanas, como los libros de profecías romanos. “El cuerpo sutil es un cuerpo de imaginación, una suerte de espejo donde se refleja el gran cosmos, el macrocosmos. La misión del hombre consiste en conocer y cuidar ese espejo para conocerse a sí mismo y al Todo” (Bernardo Nante).
Entendemos así la literatura como un corpus de múltiples voces y las lecturas como diversas entonaciones del mismo canto. La forma liberada de la imaginación sería el ensueño, borrador de realidades. “El mundo real es mucho más pequeño que el mundo de la imaginación” (Nietzsche). La imaginación, como un sol negro, aspira a ser la realidad y la rebasa; el arte borra la precariedad del yo en la disolución; nos apropiamos de aquello que no nos pertenece, intersubjetivos, transespaciales, transtemporales. La palabra nos hiere, la palabra nos da vida, nos convertimos en fábula.
“Lo eterno sólo es asequible a través de la intuición estética, que se aparta del curso histórico” (Juan Arana). La diferencia entre literatura e historia (“lugar donde desembocan todas las historias”) es que la literatura no trabaja con interpretaciones, sino con realidades. Cabe en el arte el eterno retorno pero no la redención. ¿Spengler sería, al hacer imaginación de la historia, acaso un conspirador?
Alejandro Jodorowsky postula, en “Técnicas de la imaginación”, principios bastante simples para imponer “la sugestión por sobre la memoria”. “La base de la imaginación tiene cuatro elementos, que son los elementos matemáticos: disminución, ampliación, división y multiplicación (…). Y luego, la mezcla”. Considera ejemplos como el incremento de la fuerza de los superhéroes hasta la dilatación de “un muerto que crece y crece, y ocupa toda la escena”.
Mª del Carmen Rodríguez sustenta en el doble la premura literaria. Cito in extenso la primera nota que deriva de su estudio Oxímoron e identidad en Borges: duplicidad y unidad de contrarios: “Desde una perspectiva más amplia, podríamos catalogar al doble por fisión, fusión o metamorfosis. La fusión comporta la unificación en un único ser, ya sea de modo gradual o repentino, de dos individuos originariamente diferentes como en los casos de ‘William Wilson’ de Poe, el Dorian Gray de Wilde y ‘Le Horla’ de Guy de Mauppassant. La fisión, ruptura o separación de un individuo en dos genera el procedimiento contrario, tal y como aparece en ‘La sombra’ de Andersen. La metamorfosis acarrea la transformación de un mismo y único personaje en otro distinto”.
Machen
Un día, ambos reinos, el especular y el humano, vivirán en paz, se entrará y saldrá por los espejos. El éxtasis liberará al pecado; la niña danzará y cantará en el jardín y el laberinto será su desnudez.
En El pueblo blanco un personaje sintió la atracción de los laberintos al sorprender a una pequeña dibujando, bailando sobre la arena; la niña, ante el beneplácito de la gente del campo, desaparece: y allí comienza la pretensión de fábula.
Frondosos bosques de resplandecientes espíritus, campiñas galesas de Gwent, inagotables recodos celtas, romanos, medievales, y la caudalosa sucesión de los ciclos, lunas de agua y soles de trigo, los misterios de Eleusis, El libro verde y las letras Aklo y el lenguaje Chian (o lengua de Chíos. Athanasius Kircher refiere en su obra La China que en la antigua torre de porcelana llamada de Xian se guardaban sutras de la India), el impecable lirismo de Arthur Machen. Los rituales secretos de las niñas, la intimidad erótica y sagrada enrevesada en los días y sus faunos.
De paseo en barco por el río Támesis, el 4 de julio de 1862, Alice Liddell (de diez años) y sus hermanas Lorina Charlotte (de trece) y Edith (de ocho), completan los ocho kilómetros hasta Godstow antes de volver a Christ Church, en Oxford, en compañía de Charles Lutwidge Dodgson y el reverendo Robinson Duckworth, excursión que utiliza el primero de ellos para dar vida a Las aventuras subterráneas de Alicia, convirtiéndose de esta manera en Lewis Carroll. Según la leyenda (o sea, la historia infeccionada), Lewis Carroll no sólo dirigía cartas de temática amorosa a la pequeña Alicia de once años, a quien incluso fotografió en todo el esplendor de su inocencia, sino que además se atrevió a pedir su mano.
Las obras de la segunda etapa literaria de Machen (alrededor de 1890), con influencias góticas y decadentistas, y a la que corresponde El libro verde, concluyen que apartar el velo de normalidad puede llevar a una conmoción de locura, sexo y muerte, “y el que lo intenta se convierte en demonio”. En todo caso, como elucubra el autor en el relato Sobre la naturaleza del mal, “nuestros sentidos superiores están tan embotados, estamos hasta tal punto saturados de materialismo, que seguramente no reconoceríamos el verdadero mal si nos tropezáramos con él”.
“Y pensé que de veras había alcanzado el fin del mundo, porque era como el fin de todas las cosas, como si no pudiese haber nada más allá, sino el reino de las Tinieblas, adonde va la luz cuando se apaga, y adonde va el agua cuando se la lleva el sol” (El libro verde es también un laberinto).
Si fuésemos seres naturales ―fabula Machen―, como los niños, algunas mujeres y los animales, sentiríamos el horror de los azogues, veríamos, allí, nuestra propia imagen. Pero la naturaleza ha muerto ―la caudalosa sucesión de los ciclos― y la civilización inventó la palabra redención, que ya no sirve al pobre muchacho que visitó el pueblo blanco para luego volver a su vida imaginaria: “Y se fue a su casa y vivió mucho tiempo; pero nunca besó a ninguna otra dama porque había besado a la reina de las hadas, y nunca bebió vino común, porque había bebido vino encantado”.