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ARPILLERAS: RETAZOS DE INOCENCIA

Por Marco Aurelio Rodríguez
(En www.letralia.com, marzo de 2008)

El origen de las arpilleras tiene un probable nombre, Violeta Parra, quien —en 1959, cuando una hepatitis la dejó en cama por meses— habría rescatado figuras de “la desesperación de la inmovilidad” desde una ventana alta donde entraba la luz, en su casa de La Reina. Según su biógrafo Fernando Sáez, la folclorista habría quitado la cortina para conjurar dichos fantasmas.

Otra fuente más benefactora, refiere que sus telares fueron creados entre 1954 y 1965, en Santiago, Buenos Aires, París y Ginebra. Tiene el mérito de haberse convertido, en 1964, en la primera mujer que expone en forma individual en el Louvre.

En sus arpilleras, Violeta Parra representó estampas humanas, animales y ambientes diversos, ejecutados con una estética naïf, caracterizada por el uso expresivo del color, factura orgánica de las líneas y deformación emocional de la realidad. “Las arpilleras”, dirá la folclorista, “son como canciones que se pintan”.

Cercana a estas fechas, la señora Leonor Sobrino —casada entonces con un conocido galeno—, llega con la técnica del bordado a Isla Negra y organiza un taller donde un grupo de mujeres comienza a confeccionar arpilleras. La señora Purísima Ibarra, la representante más antigua del grupo que aún continúa realizando estos trabajos, recuerda el método básico de su instructora. “Dejaba que nosotras encontráramos los temas. Si nos quedaba mal un bordado, debíamos empezar todo de nuevo. Los diseños son originales de cada bordadora, son el resultado de su imaginación”.

En 1966 realizan la primera exposición en el Bellas Artes y venden todas las obras.

Entonces, Pablo Neruda se interesó por los trabajos de las bordadoras. Compró tres telares hechos por la señora Purísima, los que todavía exhibe la casa-museo de Isla Negra. Ya embajador en Francia, realiza una exposición donde se da a conocer esta particular labor en Europa y Estados Unidos. De hecho, en el país del norte hay una organización de bordadoras que funciona hasta nuestros días; la creación de las arpilleras es también una actividad de los niños en las escuelas americanas, donde este tipo de trabajo ha recibido el reconocimiento en el programa de arte de las escuelas, convirtiéndose en un símbolo cultural de América Latina.

Para la inauguración del edificio Diego Portales las bordadoras de Isla Negra confeccionaron un telar de 7 metros de largo y dos de ancho, una franja que representaba los minerales desde el Teniente hasta el Puerto de San Antonio. Esta obra se encuentra desaparecida.

La interpretación histórica de este estilo de arte (con sus bocetos de realidad) dice lo siguiente: el primer taller de arpilleras fue abierto durante la dictadura, en 1974, patrocinado por la Vicaría de la Solidaridad. Unas catorce mujeres, desesperadas por la desaparición de sus familiares, por el hambre de sus hijos y por el terror, llegaron al patio de la institución, donde se les ofreció despojos de tela y otros materiales con los que podrían ocuparse y ganar un poco de dinero, además de compartir con otras personas. Así pudieron representar sus sentimientos y sus pensamientos a pesar de la censura y de la fuerza del cuerpo militar. Espontáneamente comenzaron a trabajar esta nueva técnica, mostrando un fuerte contenido de denuncia de los crímenes contra derechos humanos en su país. El movimiento, de hecho, se extendió a otras ciudades y comenzó a llamar la atención del público internacional.

Las mujeres de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos suscitaron otros grupos. Sus creaciones hablan de un ambiente de silencio y miedo, narran historias a través de colores brillantes y formas vivas, describen eventos de la vida de la nación como historias de pérdidas, de la negación del futuro, de la ausencia de felicidad, del deseo de paz. Llaman la atención la gran inocencia y la fuerza de esos tapices, reflejo directo de las necesidades de tantos ciudadanos chilenos de entonces. En 1991 y con la vuelta de un sistema democrático al país, la mayoría de los talleres había cerrado.

Dos documentos hacen mención a este anecdotario histórico. Como alitas de chincol, de la cineasta chilena Vivienne Barry (“Tata Colores”, TVN), que fue galardonada en el 24º Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en 2003, se centra en las arpilleras que fabricaban las pobladoras en dictadura para describir el horror de la época. En el corto premiado cobran vida las historias que en los años 70 tejieron las mujeres pobladoras de Santiago en centenares de arpilleras. “Los temas que ellas bordaron”, dice la cineasta, “fueron los allanamientos, los desaparecidos, los comedores populares. En el bombardeo de La Moneda, por ejemplo, muestro los aviones volando, el fuego. Estoy moviendo lo que ellas plasmaron en algo que estaba detenido”.

La obra Tres Marías y una Rosa muestra una textura especial. Creación colectiva, nace en una de las cuatro compañías teatrales disidentes a la ideología dictatorial imperante, el Teatro de Investigaciones Teatrales. Las otras compañías fueron el Ictus, el Teatro Imagen y el Teatro La Feria. Tenemos aquí parte importante de la cultura alternativa, de la contracultura. Su legado: las más significativas (pero a veces no las mejores) obras del llamado teatro de protesta social. Coinciden los críticos, precisamente, en que Tres Marías y una Rosa “es una de las grandes piezas del repertorio chileno de todos los tiempos”. Estrenada en julio de 1979, pone como tema central las arpilleras. Son compuestas por mujeres de escasos medios cuyos maridos, en muchas ocasiones, han desaparecido, han sido torturados y asesinados. Se cuenta una historia sencilla y directa. Sus personajes visibles son cuatro mujeres humildes —pasivas, resignadas— que conforman un taller de bordados, único espacio que les permitirá expresarse. Las arpilleras serán, entonces, más que una forma de curar el hambre, como remarcan muchas reseñas de la obra. Estos retazos de géneros reunidos en una danza visual, se consagrarán como una salvaguarda contra los abusos que sufren las mujeres. La ingenuidad de muchas de estas obras encierra una culpa inmemorial de cariz sexista.

Las obras de las bordadoras de Isla Negra nunca han tenido un contenido político. “Nunca nos involucramos con las motivaciones políticas de aquel entonces”, remarca la señora Purísima.

La verdad de las cosas es que este grupo de bordadoras son mujeres sencillas. Cada cual realiza labores ajenas al ámbito artístico (trabajan en casas particulares, vendiendo cosas del campo, o, por último, son dueñas de casa), y sólo se ocupan de las telas de vez en cuando, “como entretención o para ganarse unos pesitos extras”.

Muchas de estas mujeres son analfabetas y las arpilleras son la única forma de expresión que poseen. Lo mismo ocurre en otras asociaciones de tejedoras —que las hay— desparramadas por nuestro continente. En Pamplona Alta, San Juan de Miraflores, Lima, por ejemplo, se cuenta que la mayoría de estas señoras, analfabetas, para recibir su pago tenían que firmar, pero se resistían a aprender; se les enseñaba a firmar con sus iniciales, y si rehusaban, entonces se les retenían sus cuadros para fondos del grupo; se iban pero luego volvían y firmaban, así aprendieron a firmar y hasta, algunas, a escribir.

Actualmente funciona un Taller de Bordadoras de Isla Negra, reminiscencia del planteado por la señora Leonor Sobrino, galardonada con una de las treinta Medallas Presidenciales Centenario de Pablo Neruda. La encargada de reunir una vez a la semana en el Centro Las Coincidencias a 25 mujeres del litoral (desde El Quisco hasta San Antonio) es Ana Cristina Contreras, radicada en Isla Negra hace 8 años junto a su marido y sus dos hijos. Un local especialmente habilitado para la venta de sus productos, les facilita la tarea de aportar para sus ingresos familiares. “Nos ganamos el primer premio de nivel en proyectos para hacer 10 series de postales con nuestros bordados y 2.000 afiches que hemos colocado entre los turistas que llegan a este lugar. Se compite en originalidad y en creatividad”, recalca Ana Cristina. Consideradas entre los ocho mejores grupos artesanales de Chile, esta asociación de mujeres ha expuesto también en La Chascona y son conocidas internacionalmente. París, Londres, Sao Paulo, Miami, Ginebra, forman parte de su exitoso circuito, y aquí en Chile han llevado sus bordados a numerosos balnearios adyacentes a Isla Negra. Su preocupación fundamental es la de mantener en lo posible las formas, colores y diseños ingenuos, los supuestos de su imaginación.

Ana Cristina y la señora Purísima, de generaciones distintas, pertenecen a dos modos de entender el trabajo de los bordados. La primera hace una labor social de base política, no es arpillerista. La señora Purísima, en cambio, reclama una expresividad espontánea de parte de mujeres que van dejando un rastro de intimidad y de sueños personales. El lenguaje aquietado de las telas habla mejor que sus autoras.

 

 

 

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