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PIXELES PARA BRADBURY

Por Marco Aurelio Rodríguez
De El Árbol Parlante, Calíope Ediciones, 2008

Bradbury

Descubrir la obra de Ray Bradbury cuando adolescente me produjo una desazón que con el paso del tiempo he ido entendiendo muy a mi pesar. Ese señor que hablaba de los niños como provocadores de realidades monstruosas me ayudó a expurgar, de alguna manera, mi propia infancia y me hizo anhelar lo por venir, pero —más que en el plano de mi complacencia espiritual— en un sentido de provocación de realidades intelectuales puras. Me rescató de la crueldad. Me ayudó a soñar mundos perfectos y mudos, vidas inventadas, comedias de inconcebible cordura.

Años después supe de una videoconferencia que exhibió al escritor americano ante una sala planetaria. Un escritor chileno que participó del coloquio virtual, me contó que le hizo un par de preguntas y la pantalla respondió.

Cuando niño, y como una forma de barruntar inocencia, gustaba de los dibujos animados, pero me producía una especie de remordimiento saber que yo crecería y ellos no. Por las noches a veces lloraba por ellos, hasta que estos seres se convirtieron en sombra desolada, cenizas grotescas que trataban de deslucir mis días (los animales de los espejos de Borges invadiendo mi mente ignorante de Borges). Reemplacé entonces esos fantasmas por palabras. Comencé a leer y a crecer. Todo lo que cayera en mis manos era estrujado por mi deseo de ser otro; libros incompletos, Perry Mason, El hombre de la máscara de hierro, Los tres mosqueteros no tuvieron final, Ray Bradbury y William Faulkner se mostraban desapacibles, se rebelaban a un preludio.

Cuando releí a Bradbury lo encontré tramposo. Me parecía inadmisible que el que un día fuera considerado el mejor escritor americano de ficción, existiera. Entonces me propuse abolirlo de la mejor forma posible (apelando a Cervantes & Paul Auster CIA. Ltda.), escribiendo sobre él, reinventándolo.

Kohelét

Un “Kohelét”, para los griegos, era un “predicador” ante la Asamblea del Pueblo o Eklesía (rudimento de Iglesia), mismo lugar —recordemos— donde se apersonaban los sicofantes, “acusadores, delatores o soplones” que cumplían la función pública de culpar a cualquier ciudadano del Estado. La palabra “Eclesiastés”, asimismo, significa “predicador” o “presidente” de dicha asamblea religiosa.

El autor del “Eclesiastés” sería un gran sabio, representado éste por “Kohelét”, protagonista del libro que, con tono acusador, sombrío y pesimista —tras poner a prueba la razón humana en variados ámbitos—, llega a la convicción de la inutilidad de todas las cosas y la caducidad de la vida, produciéndose el consiguiente abatimiento espiritual. “¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! ¿Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?” (1. 2-3).

Este “Kohelét”, aun con trazos de sicofante, se convertirá en modelo del escritor y de la escritura; la razón humana crea sus propios laberintos. Se inaugura la Época del Individuo, donde cada hombre de ahora en adelante será un libro de una biblioteca inexacta (metáfora borgeana).

Montag, el personaje central predicado por Ray Bradbury en Fahrenheit 451, que conoce la depravación sensorial en una sociedad que se nutre de la imagen en desmedro de la palabra (el único nexo son las noticias y el entretenimiento es una gran pantalla de televisión en el muro de la sala que constantemente transmite para los miembros de la Familia), se asocia con un grupo de hombres y mujeres que rescatarán los libros del incendio provocado por bomberos, los delatores o soplones. Cada insurgente memoriza enteramente un libro, cada uno de ellos se convierte en un hombre-libro diferente que sobrevivirá a la catástrofe (¿cuál?).

Montag se une al grupo y plantea ser el Eclesiastés.

Pixmen

Pavese, pese a que criticaba a los escritores formados a través de los libros, se autodefinía como un hombre-libro que “no ve más que con los libros, no sabe vivir más que por y con los libros, razona con los libros, siente con los libros, duerme, come, siempre con los libros”.

Elías Canetti, en su proyecto de Comedia humana de la locura, concibe a Kien (leña resinosa o tea), personaje principal de El encandilamiento (1931), que termina envuelto en las llamas en su biblioteca; “su relación con los libros era su único atributo por entonces: no tenía ningún otro”. “Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor —apunta el novelista alemán admirador de Kafka—; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración, era posible ofrecer de él alguna imagen verosímil” (1973).

La literatura es discursiva por fundamento. Sabemos o tratamos de entender cuáles son los actos de Don Quijote frente a una imaginaria asamblea de caballeros andantes (que resultamos ser nosotros mismos), qué predica Paul Auster cuando habla de Wakefield, del Quijote o de sí mismo, o qué pasó con Josef K. (Kohelét-Kafka) en El Proceso, verdadero Eclesiastés de vanidades bajo el sol de la razón.

Elías Canetti es explícito al delatar la falta de sustento existencial, al dar cuenta de la desintegración del hombre actual. Ray Bradbury, en cambio, zozobra entre la palabra y la imagen desde Fahrenheit 451 hasta El hombre ilustrado (pretexto de la película Memento). Transitamos desde el hombre-libro (desde la era Gutenberg) hasta el hombre-tele (Faraday)(1), y aquí ejemplifico con la imagen de esos estúpidos promotores que andan con un plasma de 15 pulgadas arriba de sus cabezas-repisas.

El hombre ilustrado (1951), que habla de un espantajo tatuado cuyas imágenes revelan historias monstruosas de futuro, es un libro hecho… de palabras. (¿Todavía la palabra fuego no se incendia a sí misma, como querría La Cábala?(2)) Fahrenheit 451 (1953) habla de la aniquilación de los libros en una asamblea futurista. Vemos en una gran pantalla de televisión en el muro de la sala familiar, la imagen de Ray Bradbury.

Montag, al unirse al grupo de hombres-libros, propone también las Revelaciones, texto bíblico de imágenes apocalípticas que recuerda haber leído alguna vez. Lógicamente, los “conspiradores” (Bradbury entre otros) no lo toman en cuenta. Lo ignoran soberanamente.

Es dable confundir un incendio con una puesta de sol.

* * *

NOTAS



(1) “En Mc Luhan se pueden distinguir dos momentos claves: la invención de la imprenta y el advenimiento del televisor. El primero de estos portentos imponía la letra impresa en culturas cuya fórmula para percibir el mundo era fundamentalmente oral hasta ese momento: un cambio cognitivo se produjo en lo que denominó la Galaxia Gutemberg. El segundo, del siglo vigésimo, implicó, según Mc Luhan, el pasaje a una nueva oralidad, a la que determinó como secundaria, ya que no podía darse de modo semejante a la previa” (Amir Hamed, “La citadela digital”, www.henciclopedia.org.uy). Desde la publicación de La Galaxia Gutenberg (1962), han aparecido nuevos medios de comunicación, siendo los más importantes los digitales, que crean vías interactivas, las que convierten el mensaje en un hecho táctil y a nuestro cuerpo en el fundamento activo del mensaje. La Galaxia Faraday (o esa oralidad secundaria que implicó el advenimiento de la electricidad y la llegada de la televisión) ha decantado en lo que Amir Hamed ha denominado Citadela Digital para referirse a la época actual con fuerte dependencia de Internet.

(2) La palabra Cábala procede de una forma intensiva del verbo kabo, de origen hebreo, que significa “recibir”. Es exactamente el sentido de la palabra “tradición” (del latín tradere, transmitir de mano a mano). K de Kohelét, predicador; todo escritor es cabalista: recibe y predica.

 

 

 

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