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Presentación “Caja de Cambio” de Marcelo Arce
Por Alejandra Sofía González Celis
Valparaíso 18 de diciembre 2016
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Aprendí a manejar vieja. Alguna vez intenté manejar joven, hice un curso. En Santiago me tiraron a manejar a la rotonda Grecia, entré en pánico y solté el volante, el profe me increpó diciendo que nunca uno tenía que soltar el volante, no volví más a clases, nunca di la prueba. Unos 15 años después lo intenté de nuevo, otro lugar, otro profe. Lo logré.
Ahora logro manejar, no soy ningún as del volante, y lo logro fundamentalmente porque no uso caja de cambio. Una cirugía de rodilla me imposibilitó para siempre de poder hacer ese jueguito entre el embrague y el acelerador que permite que el auto despegue sin sobresaltos. El auto que conduzco es como un auto de juguete, un simulador, un auto automático, se prende, se avanza se frena. El tipo de auto que les gusta manejar a los gringos, donde usted no se da cuenta que el motor está encendido.
Caja de cambio, el libro de Marcelo Arce, no tiene nada que ver con ese acto de simulación que hago yo, de manejar, como si estuviera manejando.
Aquí hay que meter primera y luego pegarse un acelerazo importante para que este motor no se apague y podamos avanzar a la 2da, la 3era y con suerte a la 4ta, porque en este libro ahí no podemos llegar nunca. Aquí no hay cuarta. O la cuarta la puede hacer usted. Usted corre el riesgo.
Estamos continuamente al máximo, exigiéndole al motor a unos 40 kilómetros por hora. Porque este es un motor cuático, un motor de esos de las micros que antes había en Santiago y que las vinieron a botar todas para acá, donde el micrero sudado tiene que agarrar una tremenda palanca, que entierra para ir avanzando, donde todo suena horriblemente, pero se avanza.
Chile. Un país que avanza.
Un país largo como herida abierta. Marcelo nos muestra acá “la fractura, las llagas y la costra”.
Cada una de las tres partes del libro está anticipada por “Tres provinciales”: Yanko Gonzalez, Boris Calderón y Yuri Pérez. Como si la provincia fuera la voz de la verdad, esa voz tipo profeta, que no es otra de la que sabe lo horrible que va a suceder.
El libro entero anticipado por Pasolini.
Como no recordar esa escena del ciego Tiresias en la puerta de una iglesia italiana que no es capaz de percibir la Italia “moderna” en la que lo sitúa Pasolini.
Como no ver acá, en reversa esa misma escena pero con Arce atravesando la fauna chilena, con una grabadora en mano que solo capta retazos de un recorrido infernal por un Chile hecho pedazos. Un Chile donde en la primera él le pega un tremendo codazo al pasajero de al lado dormitando, pa’ decirle “Hijo del lumpenaje, te oprimen cadenas/y esa injusticia no puede seguir”
Un Chile que es como el mundo porque es todo el pacífico el que “rodó por el puente Bulnes”.
Donde en la segunda nos empuja a un Chile que supura “RABIA RESIGNACION DOLOR” donde parece que va a pasar algo, pero después no pasa nada o pasa una nada distinta o una nada que es como todo en realidad, porque “nos extrañamos como cervezas al obrero” y estamos todos ahí ocultos en una esquina de algún bar, mascullando para después salir al sol.
Un Chile hecho de plazas, “CHACABUCO BRASIL YUNGAY BOGOTA GUARELLO”
UN Chile hecho de ruidos que vaya uno a saber cómo se transforman en una profunda musicalidad:
“Recorrí arenales y estepas
golfos flacos y desgarbados
buscando el capricho de aquél perfil
solo conseguí repetición de vocales
las tomé lentamente enterrándolas en el desierto
para construir una nueva lengua
asomaron limbos pequeñitos
y un gesto raptó tu nombre”
Arce conoce Chile, Arce puede leer Chile y puede cantarlo haciendo que cada verso se nos quede impregnado en el cuerpo. No nos podemos deshacer de él.
No hay mejor música que esa que no se sabe que está sonando y que no podemos evitar.
Y en la tercera que es “Costra”, entonces que está ahí media roja, medio verde.
Una radio que suena, el amor de alguien, los perros quiltros, los cines antiguos y desaparecidos reconvertidos en iglesias evangélicas.
Los smiths, sonando en la misma radio que usó la abuelita mientras desgranaba porotos.
Hace un tiempo en una de las tantas conversaciones que he tenido con Mauricio Redolés él me decía que casi no iba al cine porque le parecía que muchas de las películas en realidad eran cuentos o novelas, buenas historias, que eran filmadas casi como para facilitarle la vida al lector. Una cosa medio floja. Que la gracia del buen cine era precisamente cuando lo que se contaba SOLO era posible de ser contado con imágenes, donde las palabras no bastaban.
Y si hay algo que he aprendido en estos años que llevo haciendo clases en la Universidad sobre el sinnúmero de fracturas que constituye a Chile, es que para comprenderlo y poder aportar a su transformación no hay que leer esos estúpidos diagnósticos estadísticos, o esos tratados sociologizantes soporíferos. Lo que hay que hacer es leer poesía. Porque ahí podemos encontrar todo aquello que no podría decirse de otra forma.
Yo no me acuerdo bien cuándo conocí a Marcelo Arce. Pero me siento profundamente emparentada con su palabra, pareciera que un hilo nos conecta en una vieja amistad, que va más allá incluso de nuestras propias intenciones.
Esa obstinación por un decir a un alguien a quien obligamos a escuchar. Llenando de mayúsculas, de rupturas, oye que en realidad esto que hay aquí es literatura en la dura, esto no es pa’ irse en la suave, no es pa’ andar leseando. Esto no puede ser captado por esa teoría penca que después intenta clavarle un alfiler y dejarla ahí, atrofiada su capacidad política.
Esta es poesía política, señores.
Donde un Arce en 43 páginas nos emparenta con los fundamentos de una patria que se desangra y cicatriza una y otra vez.
Porque pa’ saber qué es Chile, no solo hay que andar en micro como esos show que hacen los ministros de transporte recién asumido el cargo.
Hay que olerla, pegarse al de al lado, haber sido testigo de un cogoteo. Que se te duerma un pasajero al lado. Escuchar con las orejas grandes.
Terminar un libro con ese grito de “¡Corten!”
Porque si uno no la corta, la cosa sigue.
Porque siempre va a seguir.
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Marcelo Arce Garín
Fotografía de Emiliano Valenzuela