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Sacando viruta Cuento
..... Esa mañana esperaba tranquilo la jornada en
casa, al margen de las preocupaciones de la calle, dispuesto a
continuar la novela que, casi a diario, escribía sin apuro de forma
manuscrita. Una cuartilla al término de trabajo me dejaba satisfecho,
aunque la cantidad no era excesiva, lo cual distaba de preocuparme
pues más que nada me interesaba el proceso, la generación misma de
inventar. El brillo del verano todavía estaba presente tras la
ventana, pero si observaba el cielo con alguna detención, se advertía
para mi desánimo como empezaba, siendo aún mediados de marzo, a
formarse una densa niebla de esmog, cada vez más extensa, que
persistía durante meses. Recordaba que el contorno nunca me había
influido, ni siquiera cuando paraba en Buenos Aires en unas
melancólicas piezas de hotel cuyas vistas daban casi siempre a patios
interiores. No obstante hoy ese estado de ánimo era distinto debido
quizás a la edad. En cualquier caso, gozaba todavía esa mañana de la
posibilidad de contemplar los árboles de las casas vecinas, cargados
de unas hojas que, frente al próximo cambio de estación, resultaban
cada vez menos verdes y tiernas. Sin embargo, resplandecían bajo el
sol, translúcidas aún. Esos momentos antes de sentarme a trabajar me
provocaban cierta inquietud pues, a pesar de acmpañarme el deseo de
retomar la escritura, algo extraño, torvo, me susurraba que dentro de
un instante comprobaría que las palabras se habían secado en mí. No
tendría nada más que decir, echado a este lado estéril de la vida, si
es que alguna vez había poseído aquel don. El silencio que me rodeaba
solo era interrumpido apagadamente por el ruido que venía del edificio
en construcción a la vuelta de casa, en la cale Matilde Salamanca,
pues acostumbrado desde meses a escuchar esos golpes monocordes y
grises no hacía caso de ellos, como tampoco de la música populachera
de una radio que, más o menos a esa hora, sintonizaba alguien del
barrio. En fin. Empero respiraba satisfecho ese día a mitad de mañana,
libre de todo compromiso laboral, sin obigación de salir a aturdirme,
donde sentía cada vez con más fuerza el rechazo que me causaba
Santiago. Evitaba incluso los cafés que me resultaban familiares ya
que, aparte de considerarlos tediosos, de mal servicio al cliente, me
topaba con unos grupillos de la movida que prefería eludir pues, al
tanto de sus vidas, repetían las mismas monsergas. En consecuencia era
mejor seguir de largo a casa, donde nadie me provocaría la ansiedad de
preguntarme algo, de invadirme con su presencia inoportuna. El llamado
telefónico interrumpió el soliloquio en que estaba sumido frente a la
ventana y, a decir verdad, no solo representó cortarme el hilo de
aquel momento de introspección sino que condujo principalmente a
crearme un desordenado ovillo que, como se verá, no desenredé a través
de las semanas. Todo se debió a una ligereza mía motivada por el
imprevisto de ese llamado telefónico que nadie me obligaba a
contestar. El representante de la Editorial Alfaguara, un señor
Sandoval de quien no sabía nada, me expresó luego de las formalidades,
quizá con algo de timidez, el interés de que participara en una
antología literaria en preparación, dedicada por lo que entendí a
ilustrar diversas enfermedades mentales. Fue así como pensé en los
casos de Nietzsche, de Artaud, en un repaso a los mitos que admiraba.
Me habló de una fobia social que podía desarrollar, agregándome que,
para una mejor información acerca de esta, tomara contacto con el
doctor Patricio Olivos mientras yo decía cómo no, claro, sin atreverme
a dar una respuesta negativa, él me documentaría ampliamente en una
charla en su consultorio. En seguida se refirió cada vez más seguro de
sí mismo, a causa tal vez de mi retracción, luego de señalarme los
honorarios por derecho de autor, que debía entregar el cuento hacia el
30 del mes siguiente. Le queda tiempo me acotó la persona, de quien
conocía solo la voz, pero que, a través del diálogo, empezaba a
imaginar su persona. Cuando colgué el teléfono advertí que, aparte de
haber dicho que sí contra mi voluntad, deseoso de ponerle término a la
conversación, sentía en la boca una sequedad como si hubiera cruzado
el desierto. Había asumido un compromiso que podía llevar a un
desenlace humillante, a una página en blanco digamos, porque nunca
había escrito por encargo acerca de un tema determinado. Tranquilo
como estaba esa mañana de marzo, dispuesto a proseguir en la escritura
de la novela, de pronto había sido conducido a algo ajeno, distante,
que me exponía por el pedido a un juicio personal. Bajo el propósito
de superar la interrupción indeseada, abrí el cuaderno escolar de
líneas cuadriculadas donde pacientemente, aislado del mundo en un
pequeño departamento, pergueñaba de a poco el original titulado
Cartago de manera provisoria. Tras intentar engancharme en
este, después de consumir un segundo o tercer cigarrillo, advertí que
la molestia se colaba en mi inetrior y que, no obstante el propósito
de rechazarla, se adhería pegajosamente al recordarme el cometido a
efectuar. Siempre he sido un tanto obsesivo al grado de que, mientras
pensaba en dicha persona desconocida, empecé a construir un retrato de
esta, gravitante como ya se observará. Está demás que lo esboce en el
marco de una fotorafía pues, aparte del ceño entrejunto que imaginé en
el posible rostro de aquel señor Sandoval, semejante por su anonimato
al de cualquier mortal que divisara por la calle, exhibía un gesto
desdeñoso fácil también de encontrar frente a uno en la vida diaria,
debido a lo cual esos rasgos inventados me hacían identificarlo, pero,
a la vez, volver conjeturable su imagen, tornadiza en la otra punta de
la línea telefónica, como fue agregarle por momentos una tibia sonrisa
que veía amarilla. Ahora bien. Molesto conmigo mismo bajo el efecto de
la interrupción, la mañana transcurrió lentamente frente a la ventana,
prosiguiendo hasta donde podía con el original de la novela al
escurrirse lo que pretendía fijar, aunque esto no era una novedad. A
veces me sucedía en unos raros desplazamientos. El mal sabor del
imprevisto se diluyó durante el día hasta solo constituir algo así
como un hilo de tabaco en los labios que despedí sin darme cuenta. A
esa jornada en casa vino la siguiente, dedicada afuera a diversos
trajines algunos postergados, entre los cuales, si hago memoria, debía
asistir a última hora a un acto social ineludible organizado por una
sociedad de beneficiencia, lleno de gente el salón de fiesta del que
salí ahogado escapando a la primera. Dichas reuniones, formadas de
pequeños grupos, me hacen daño, pues aunque reconozca a algunos
invitados me siento intimidado, evitando acercarme. Fue así como quedó
atrás el llamado del señor Sandoval al olvidarme por completo de él,
arrinconándolo en la oscuridad a medida que pasaban los días, envuelto
en la preocupación de mis cosas cuyos altibajos me resultaban sabidos,
aun cuando a diferencia del lapso de la semana anterior, la vida
tendía ahora, no sé por qué, a transcurrir de un modo más fácil,
incluso más placentero, debido tal vez a la presencia de Mónica. Había
regresado a Chile hacía poco tiempo y, alojada en casa de una prima,
me juntaba con ella llevándola a visitar, gracias a las tardes aún
gratas, levemente tibias y rosadas, los viejos lugares de antaño tales
como el Parque Cousiño. La ciudad le resultaba casi desconocida al
volver después de treinta años y prefería, como me indicara, caminar
por donde latían los recuerdos de su adolescencia, pues el otro
Santiago, modificado o desarrollado durante esta ausencia, la hacía
sentirse extranjera. Mónica me agregaría que los años pasados en
Bélgica sin acontecimientos, en blanco de pronto, le parecían robados
de su vida. A esta altura de los hechos cabe destacar que cierta
noche, luego de ir a dejar a Mónica, tuve un sueño digamos más bien
ridículo, aunque a la vez inquietante, que, entre otros aspectos, me
trajo la posible imagen del señor Sandoval, quien estaba bajo el
dintel de una puerta que daba aparentemente a cierto patio de colegio,
custodiado desde arriba por unas garitas de vigilantes. Yo permanecía
en una larga cola a la espera de entrar a clases. Más que sorprenderme
la austera presencia de este, dedicado como inspector a controlar el
orden, me llamaba la atención aparecer confundido en medio del grupo
de escolares, a mi vuelta al colegio según deducía de la escena que
soñaba. Seguido por esa mirada acusadora a la que rehuía, avanzaba
paso a paso encadenado por la vergüenza, pues regresar a ese comienzo
de la vida significaba muchas cosas, entre otras la impostura
mantenida como adulto y no digamos como escritor. El patio desolado
cubierto de grava, semejante al que llamaban La Siberia en el
Internado Barros Arana, donde había sido alumno, se divisaba envuelto
en la niebla de un día de invierno, emanado al parecer de muchos años
atrás. Fue un alivio despertar de esa angustia, volver a mí mismo sin
el peso del fracaso, en que junto con sentirme un anciano irremediable
en esa fila de colegiales me sentía ridículo, casi obsceno, ya que no
podía contener cierto temblor que acusaban las manos. El aspecto que
la pesadilla dejaría como recuerdo era la intranquilidad de haber
asomado la figura de aquel señor Sandoval, a quien yo considerara
desterrado de mis preocupaciones. Ahora a la luz del día tenía
presente otra vez, sino la persistencia de su mirada en la helada
galería del patio, al menos la voz por el teléfono que, sin decir
mucho, había logrado comprometerme en algo que estaba lejos de los
propósitos que me guiaban. Él constituía el prójimo desconocido al que
no deseaba acercarme. Puestas así las cosas me di cuenta de que, si
algo debía escribir para sacarme de encima la molestia del encargo,
podía ser el relato de aquel sueño tenido hacía pocas noches a fin de
demostrar, de cara al tema del libro, que a mí también me zumbaba
algo. Redacté el texto con mayores o menores detalles y le puse como
título Sacando viruta, expresión acerca de quien arranca. Sobre
todo me preocupé de reseñar el secreto, obvio cuando desperté, entre
la mirada acusatoria del señor Sandoval y la confusión que me
embargaba, dispuesto a desaparecer de la fila que avanzaba de manera
irremediable hacia la puerta. Dudoso del resultado literario, abandoné
las cuartillas en un cajón del escritorio, dispuesto a olvidarme de
estas ya que, como además pensaba, solo eran cristalizaciones de un
mal sueño, residuos de una noche dejada a la zaga. Como advertía cada
mañana a través de la ventana, adonde dirigía mi mirada para constatar
el giro de la rueda de la vida, el otoño avanzaba en una progresiva
opacidad asomando los primeros grises de la extinción. Sin embargo, no
había podido hasta ese instante borrar de la mente a quien me llamara
por teléfono, preocupado de la incapacidad de zafarme de él, pastoso
como sentía su recuerdo a pesar de las semanas, pronto a cumplirse el
plazo que había determinado para que entregara el dichoso cuento.
Seguro de que este tal cual quedara no llegaría a sus manos, decidí
escribir algo más amplio que por caso recogiera la vigilia existente
hasta ahí pues, aun cuando deseara hacerlo invisible, aquel señor
Sandoval proseguía siendo real y, en los próximos días, debería
conocerlo en persona en su oficina. No me sería fácil luego de todo lo
ocurrido.
Santiago, 27 de abril de 2001
Germán Marín nació en Chile en 1934.
Estudió en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Buenos Aires. De vuelta a su país, desarrollo actividades
editoriales al lado de Pablo Neruda, viajando más tarde a
China, donde permaneció un año. En 1973 publicó su primer
libro, Fuegos artificiales, edición que fue retirada de
circulación después del golpe militar. Exiliado durante
diecisiete años , editó a su regreso las novelas Círculo
vicioso (1994), premio del Consejo Nacional del Libro, y
Las cien águilas (1997), beca Fundación Andes, como
asimismo el libro de relatos El palacio de la risa
(1995), publicado también en Uruguay. Es autor, además, de
El circo en llamas (1997) edición prologada y anotada
de la obra crítica de Enrique Lihn, con quien dirigió la
revista literaria Cormorán. Su última obra
Conversaciones para solitarios (1999) ganó el premio
Municipal de Literatura y el premio del Consejo Nacional del
Libro.
Dr. Patricio Olivos es médico
psiquiatra formado en la clínica psiquiátrica de la
Universidad de Chile. Trabajó en el Servicio B del Instituto
Psiquiátrico Dr. José Howitz, como jefe del hospital diurno.
Fue subdirector médico y director de dicho instituto entre los
años 1983 y 1990. Actualmente, trabaja en su consulta privada
y es secretario del comité de psicoterapia de la Sociedad de
Neurología, Psiquiatría y Neurocirugía.
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La fobia social
..... La
característica esencial de la fobia social es el miedo intenso
y persistente a situaciones sociales o actuaciones en público
en las que el sujeto se ve expuesto a personas que no
pertenecen a su ámbito familiar o a la posible evaluación por
parte de los demás. Entre las situaciones temidas están: cmer,
hablar o escribir en público, hablar con superiores, ser
presentado o ser abordado por alguien, participar en
reuniones, compartir una sala de spera. El individuo en esas
circunstancias teme actuar de un modo que le resulte hmillante
o embarazoso, asi como mostrar ate los demás síntomas
evidentes de la ansiedad que la situación le provoca, y que
puede manifestrase exterormente en sonrojo, temblor,
tartamudez o paralogización. ..... El sujeto reconoce que este temor
es excesivo o irracional, pero no logra controlarlo, y el solo
anuncio o expectativa de una de estas situaciones sociales
temidas ya le despierta ansiedad, anticipando el fracaso, la
humillación posible o lo mal que lo pasará, lo que con
frecuencia lo mueve a evitarla. Puede optar por enfrentar la
situación, y soportarla, pero entonces la experimenta con
ansiedad, malestar o terror intensos. ..... Los comportamientos de evitación,
la anticipación ansiosa o el malestar que aparece en las
situaciones sociales temidas interfieren marcadamente con la
rutina normal de la persona afectada, así como con sus
relaciones sociales o laborales. Es así como los pacientes con
fobia social presentan con mayor frecuencia: ausencia de
pareja y aislamiento social, menor nivel educacional, abuso de
alcohol, intentos suicidas, inestabilidad laboral.
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en Historias de mentes
Editorial Alfaguara
agosto de
2001
Este libro buscó unir psiquiatría y literatura: dos
disciplinas regidas por la mente y el lenguaje. La psiquiatría fue el
dínamo que generó la energía creativa. La literatura, en tanto, tuvo
como misión crear una historia en torno a una patología designada
previamente. Así nacieron estas historias que se sumergen en lo más
profundo del cerebro humano, ficciones que están unidas a nuestro ser
como la razón y la locura.
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