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LEPRA
Marco Aurelio Rodríguez
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La irrupción de una enfermedad nos hace vulnerables ante Dios, suspicaces frente a los hombres. A propósito de la lepra, por ejemplo, para ver qué hicimos mal, podemos inquirir prescripciones desde Jesús hasta Foucault.
Dios subsana cualquier pecado. Quien repone el cuerpo herido cual cadáver cuya carne esté medio destruida, es el tónico de la fe. El Levítico refiere a tal grado la impureza que el enfermo de lepra debe corregir que, luego de una sobreactuada ceremonia de expurgación sacerdotal, la persona termina arrojada a un campo para luego ser enviada a su tienda de campaña en el campamento donde debe completar una semana de separación, hasta que finalmente vuelve a ser aceptada por los suyos, previo desembolso de ofrenda por la culpa y expiación. En el Nuevo Testamento “los leprosos son limpiados por Jesús” por gracia, y eso es revolucionario en términos de misericordia y de autoridad, ya que rompe el rechazo moral de aquellos maltrechos seres que duermen en las laderas de los montes o en los cementerios, endemoniados, deshabitados de espíritu, en definitiva, rechazados por la vida.
Al igual que los sacerdotes de los tiempos bíblicos, las autoridades medievales europeas denunciaban a los posibles enfermos ante un tribunal marcadamente eclesiástico que diagnosticaba y actuaba en consecuencia.
A fines de la Edad Media ese trastorno de exclusión y lacra sacramental desaparece del mundo occidental. Y la mendicidad y la locura ocuparán el lugar físico y simbólico de los leprosarios.
Michel Foucault —a partir de su Historia de la locura en la época clásica, de 1961— distingue entre un “modelo lepra” y un “modelo peste” respecto de las formas de ejercicio del poder. El modelo lepra es modelo de la exclusión, e implica un apartamiento riguroso más allá de los límites de la ciudad, más allá de este mundo, donde la masa amorfa de contagiados es acompañada por un cortejo y ritos fúnebres y sus bienes son confiscados. Se incrementa la brecha entre sanos e insanos. El modelo de la lepra (modelo totalitario) sueña con una comunidad pura, de fondo casi mesiánico donde no exista el mal, una ecuación binaria de exasperante impugnación entre razón y sinrazón.
En el modelo de la peste también se confina, pero no en un territorio de indeterminación, sino en un espacio de inclusión, de reticulación y cuarentena propios del panóptico, esto es, “nombrando inspectores que deben controlar que cada uno de los habitantes esté en el lugar que le es propio (encerrado en su casa)”, se interviene, se lleva un exhaustivo y detallado informe de la situación del enfermo, se acopia, se registra y se desenvuelve el aparataje burocrático que esta maquinación aviva. Se inaugura —como sostiene Foucault— la era de “las tecnologías positivas de poder”, y que acusa las sociedades disciplinarias modernas a partir del siglo XVIII.
El modelo de la peste es la figuración de la localidad sitiada. La utopía de la ciudad perfectamente gobernada donde todo es visible y controlable, transparente y expuesto a la mirada, donde cada individuo es un código de barras, “donde se prescribe a cada cual su bien, cuál es el que a cada uno le corresponde, y cuál es el camino para conseguirlo”. La ciudad de la peste es el modelo de política inclusiva donde se acoge a la mayor cantidad de individuos, de modo que consuman hasta saciar la plaga de sí mismos.
Estos modelos, agrega el teórico francés, en la práctica no son incompatibles, sino todo lo contrario, son superponibles, combinables, y nos llevan a prever nuevos avatares, nuevas impurezas, nuevas purgaciones.