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Poemas de Marosa di Giorgio
(Salto, 1932 – Montevideo, 2004)





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Marosa di Giorgio (Salto, 1932 – Montevideo, 2004). Reconocida poeta uruguaya de ascendencia italiana y vasca. Se radica en Montevideo a partir de 1978. Entre sus libros destacan: Historial de las violetas (1965), Clavel y tenebrario (1979), La liebre de marzo (1981), La falena (1989), Misales (1993, relatos eróticos), Diamelas a Clementina Médici (2000). Los papeles salvajes es el título que reúne la totalidad de su obra poética Por su trabajo literario obtuvo importantes reconocimientos. Figura en diversas antologías de poesía latinoamericana y ha sido traducida a varios idiomas.

Rafael Courtoisie la describe de manera notable: “La poeta nacida en Salto, Uruguay, Marosa di Giorgio, es un prodigio terrestre, vegetal, mineral, animal, que se hace post humano, sobre humano y angélico en un corpus textual donde la poesía comparece feérica y milagrosa, como el agua y ciertas hojas de hiedra en una pócima druida. Durante años fui amigo y confidente de Marosa. Me enseñó un conjuro infalible que empleo en situaciones de riesgo mortal. Gracias a ella, respiro todavía. Leer a Marosa es volar y echar raíces al mismo tiempo”. 

 

 

 

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la alcoba…

A veces, en el trecho de huerta que va desde el hogar a la alcoba, se me aparecían los ángeles.
Alguno, quedaba allí de pie, en el aire, como un gallo blanco -oh, su alarido-, como una llamarada de azucenas blancas como la nieve o color rosa.
A veces, por los senderos de la huerta, algún ángel me seguía casi rozándome; su sonrisa y su traje, cotidianos; se parecía a algún pariente, a algún vecino (pero, aquel plumaje gris, siniestro, cayéndole por la espalda  hasta los suelos...).
Otros eran como mariposas negras pintadas a la lámpara, a los techos, hasta que un día se daban vuelta y les ardía el envés del ala, el pelo, un número increíble.
Otros eran diminutos como moscas y violetas e iban todo el día de aquí para allá y ésos no nos infundían miedo, hasta les dejábamos un vasito de miel en el altar.

 

 

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio...

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,  la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.
Cada uno trae –y eso es lo terrible-- la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra.
Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.
Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.

 

 

Los leones rondaban la casa

Los leones rondaban la casa.
Los leones siempre rondaron.
Siempre se dijo que los leones rondaron siempre.
Parecían salir de los paraísos y el rosal.
Los leones eran sucios y dorados.
Ellos eran muy bellos.
Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho
entre aquel pelo áureo.
Los leones entraron a la casa.
Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa
                               Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la
                               colección de
estampillas. Y a traer los sudarios.
Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al
mismo tiempo, visibles e invisibles.
Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel
y la carne que cortaban.
Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una
guía de rositas alrededor del corazón.
Y la comieron fríamente. Como en un simulacro.
Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la
casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante
de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.

 

 

Así que ése era el jardín de mandrágoras

Así que ése era el jardín de mandrágoras. Estaba allí y no me había dado cuenta.
Ése es el jardín de los ahorcados. Tironeé una mata, y sí, vi la raíz en forma de hombre.
Corrí, loca de terror, al interior de las habitaciones, de donde por cierto, nunca me había movido.
Así que ése era el jardín de los ahorcados.
Por cada ahorcado, una mata. Pero, hurgué en mi memoria y no había señas.
Busqué papel y pluma, mas los parientes demoraban tres años en contestar.
Di un grito y fue inútil. Corrí hasta el fichero, el armario, y sólo había cajas de dulce y quesos de color rosa, o celestes, cada uno con un ratón en el interior.
¿Los periódicos? Nunca trajeron nada verdadero.
Entonces, llamé a las empleadas: —Aline. Todas se llamaban Aline y tenían un par de alas minúsculas cerca del hombro.
Les dije: —Díganme, ¿es verdad que los ahorcaron?
Ellas se cubrieron el rostro, volaban, se deslizaban, sigilosamente, a ras del suelo.

 

 

Había tres gatos...

Había tres gatos que no eran silvestres ni caseros.
Vivían en la bodega.
La bodega estaba lejos de la casa.

Yo iba hasta allá cuando las amas andaban cortando ajíes, que son de tul verde con el coágulo rojo dentro.
La amatista… brilla la pata de turquesa de que penden.

De esos gatos se dijo que comían mariposas y algo más absurdo se dijo… que comían moras.
Pero yo nunca lo comprobé.

Estos gatos eran llamados los indios.
Al verme, cada uno trepaba a un árbol y me miraba.
Así yo era observada desde tres lugares diversos.

Un día, uno de los gatos tuvo para mí intenciones sexuales y yo hui a través de los ajíes de encaje y él volaba y caía a mis pies y volvía a volar y a caer a mis pies.

Me siguió en la larga caminata demostrando a cada instante su poder supremo e inútil...

 

 

Para cazar insectos y aderezarlos…

Para cazar insectos y aderezarlos, mi abuela era especial, les mantenía la vida por mayor deleite y mayor asombro de los clientes o convidados.

A la noche íbamos a las mesitas del jardín con platitos y saleros, en torno estaban los rosales, las rosas únicas, inmóviles y nevadas.

Se oía el rum rum de los insectos debidamente atados y mareados, los clientes llegaban como escondiéndose, algunos pedían luciérnagas, que era lo más caro, ay! aquellas luces, otros mariposas gruesas color crema con una hoja de menta y un minúsculo caracolillo.

… Y recuerdo cuando servimos aquella gran mariposa negra, que parecía de terciopelo, que parecía una mujer.

 

 

Rossana, Rossana y Rossana volvían del baile…

Rossana, Rossana y Rossana volvían del baile en el aire oscuro de la noche de antes del alba.
El pelo suelto, las enaguas de raso hasta el suelo, cayeron unas agujas largas como espinas de grandes pescados.
El contorno de las peras era brillante, parecían  docenas de dibujos colgantes de las ramas.
Un pájaro gritó como si no estuviese acostumbrado a la enorme soledad.
Una oveja se levantó y se fue...
Los trabajadores nocturnos seguían ordeñando leche, aceite, y licor de las perennes vacas.
Las tres Rossanas llegaron a la casa...
Soltaron sus rizos, las peinetas con coral en las esquinas, las enaguas reñían por los novios, se durmieron con la cándida mano en la almohada.
En el corazón de los aparadores, las tacitas volaban quietas como vuelan los ángeles y una rata puso un huevo blanco, almendrado, celeste… que nadie vio.

 

 

Al atardecer la muchacha dejaba el alto bosque…

Al atardecer la muchacha dejaba el alto bosque, y a su paso las achiras con las
grandes flores rojas parecidas a sexo de arcángeles demasiado vaporosos y
libidinosos. Miraba de soslayo los enormes pétalos y se estremecía; y el camino
iba hacia abajo y ella, y desde el aire algún viejo santo caía revoloteando a
morírsele en las manos; y así lo apresaba, y eran el último temblor, el golpe de
las alas; y el camino iba hacia abajo y ella loca de miedo a través de toda la heredad,
la vieja arboleda, la puerta del antiguo hogar. Entonces llamaba a los criados, les
entregaba el muerto para que lo asasen durante media hora, lo aderezasen con
alguna hortaliza dulce, alguna cebolla fantástica.

 

 

Anoche llegaron murciélagos

Anoche llegaron murciélagos.

Si no los llamo, ellos, igual, vienen.

Venían con las alas negras y el racimo.

Cayeron adentro de mi vestido blanco. De todas las rosas y camelias que he reunido en estos años. Y en la canasta de claveles y de fresias. La Virgen María dio un grito y atravesó todas las salas; con el pelo hasta el suelo y las dalias.

Las perlas, almendras y pastillas, las frutas de cristal y almíbar, que vivían en fruteras y cajas de porcelana, quedaron negras, y volvieron a ser claras, pero como muertas.

Yo me erguí. Goteaban sangre mi pañuelo blanco y mi garganta.

 

 

Por esos años muchos fueron crucificados

Por esos años muchos fueron crucificados. En la tormenta se veían las cruces negras y delgadas. Llegaban aullidos en el viento; otros morían delicadamente. En casa me previnieron contra los crucificados, que después desgajaba el viento.
Al ir a la escuela yo sentía temor, miraba hacia todas partes y me detenía para ver hacia atrás. Los jardines de lechugas se encendieron sin pausa, y los de repollos, grises y celestes como el humo, y también rosas incendiantes, estrelitzias de oro. Y a lo lejos estaban los crucificados.
Al trabajar bajo la mirada de la maestra, mi corazón quedaba chico como el de un cordero y grande como el de papá.
En medio de números, letras, yo veía a través de las ventanas, el bosque remoto. Y el pálido horizonte con los crucificados.

 

 

Qué noche extraña cuando murió el abuelo

Qué noche extraña cuando murió el abuelo. Caían gotas, piedras blancas, de los limones y el rosal. Desde el aparador salían ratas; las tacitas en docena, siempre doce, las copitas, los licores de todos los colores, quedaron negros.

La tía Joseph dio un grito cerca del cadáver. Nosotras, las niñas, también gritábamos. De improviso, aparecieron tías más remotas, primas de primas, súbitamente, en un minuto, como si hubiesen viajado a caballo o en mariposa. Y vecinos de las más lejanas chacras, y hasta de las chacras de subtierra, vinieron en sus carros fúnebres, cargados de sandías.

Vi alguien, rarísimo, adentro del espejo, me fijé bien por si era un reflejo; pero no había nadie que correspondiera a él.

Mas, al amanecer, los extraños partieron. Todos. Y nos acostamos. Cada uno fue a su lecho. Y dormimos, algunas horas profundamente.

Y entre nosotros estaba el abuelo, muerto.

 

 

Mis padres resolvieron irse

Mis padres resolvieron irse.

Al volver de la escuela encontré una carta debajo de una piedra; decía: Nos vamos por mucho tiempo; arréglate sola.

Estuve un largo rato inmóvil; luego, penetré en la cocina desierta donde quedaban restos de las últimas palomas y ratas asadas, y un huevo de pavo, celeste como el cielo, que no me atrevía a quebrar y comer; y con él entre los dedos. ―Nos vamos por muchos años― me recosté en la pared como buscando una protección.

En todos los días y días y días siguientes, sólo di vueltas en torno a la casa.

Debajo de los malvones creció un pueblo de gente diminuta; las mujeres parecían hortensias, rosadas y lisas, y encajes en bucles.

Pero, eran pueblos nevadísimos como el azúcar. Alcancé a divisar funerales y bodas.

Siempre algunos de ellos me miraban con alegre sorpresa.

Pero, yo les retiré todo interés.

Sigo fija junto a la puerta. Y mis desolados ojos taladran el horizonte.

 

 

Recuerdo mi casamiento, realizado remotamente…

Recuerdo mi casamiento, realizado remotamente; allá en los albores del tiempo.
Mi madre y mis hermanas se iban por los corredores. Y los viejos murciélagos
–testigos de las nupcias de mis padres- salieron de entre las telarañas, a fumar,
descreídos, sus pipas.
Todo el día surgió humo de la casa; pero, no vino nadie; sólo al atardecer empezaron
a acudir animalejos e increíbles parientes, de las más profundas chacras;
muchos de los cuales sólo conocíamos de nombre; pero, que habían oído la
señal; algunos con todo el cuerpo cubierto de vello, no necesitaron vestirse, y,
caminaban a trechos en cuatro patas. Traían canastillas de hongos de colores:
verdes, rojos, dorados, plateados, de un luminoso amarillo, unos crudos; otros,
apenas asados o confitados.
El ceremonial exigía que todas las mujeres se velasen – sólo les asomaban los ojos,
y parecían iguales-; y que yo saliera desnuda, allá bajo las extrañas miradas.
Después, sobre nuestras cabezas, nuestros platos, empezaron a pasar carnes
chisporroteantes y loco vino. Pero, bajo tierra, la banda de tamboriles, de topos
ciegos, seguía sordamente.
A la medianoche, fui a la habitación principal.
Antes de subir al coche, me puse el mantón de las mujeres casadas. Los parientes
dormían, deliraban. Como no había novio me besé yo misma, mis propias
manos.
Y partí hacia el sur.

 

 

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios

Deja tu comarca entre las fieras y los lirios. Y ven a mí esta noche oh, mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo, de portal en portal, junto a la pared pálida como un hueso, todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y sólo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. ¡Oh, mi amor!— lo clamaba yo, de puerta en puerta, de muro en muro- perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Voy a matar los panales. Me has hecho imaginar inútilmente tus médulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora, reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo, abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible; pero, un rocío voraz, una lepra de flores, le terminaba el rostro. Y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacintos. Nos acercamos a la mesa. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombras y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo. Porque no digas mi amor a nadie—a entreabrirle los pétalos del pecho, a sacarle el corazón. Él se apoyó en mi brazo, le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar. Voy a matar los panales; voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalos y no podrán besarte, oh, mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos, reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.



 



 

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Poemas de Marosa di Giorgio.
(Salto, 1932 – Montevideo, 2004)