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        La poesía es un ojo, una herida, una perla
en la obra reunida de Marina Arrate
          
            Malú Urriola
              
             
        
          
        
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        Christine de  Pisan, filósofa, poeta, humanista y una de las primeras escritoras de Europa en  vivir del oficio de escribir, publica  La Epístola al Dios del amor, en contra del amor cortesano destinado a las mujeres en 1399.  Simone de Beauvouir escribe en El Segundo  Sexo, en 1949 “que es la  primera vez que se ve a una mujer tomar la pluma en defensa de su sexo”.
        Hago esta pequeña introducción histórica, para situar el  inmóvil lugar que desde hace siglos ocupa el cuerpo mujer que escribe, en la  historia porque si bien es inimaginable que a finales de la edad media, una  mujer católica, neoplatónica pudiese estudiar, pensar y más aún, al enviudar de  su marido, tomar la pluma como su pequeña empresa, alimentar a sus hijos con su  escritura y con la misma pluma defender el derecho de las mujeres a ser y a  pensar.
        Escribir es quizás uno de los tantos gestos inalienables y  trémulos, entre el yo y lo otro, el yo y la ajenidad, pero también es una  política, un mérito, un fundamento, un origen, un quiebre del imaginario del  deber ser y una libertad auto otorgada que afortunadamente se toman las mujeres  que escriben frente a una cultura de cientos de años de dominación.
        Desde 1399 y los primeros escritos de Pisan a  Este lujo de ser de la poeta Marina Arrate publicado en 1986,  pasaron 587 años. Las guerras y las pestes son otras y pero lo que no ha  cambiado es el lugar de las mujeres pensantes y no, que siguen chocando con los  mismos prejuicios, modelos y discursos que enfrentó de Pisan y que como  escribiera la filósofa y escritora española Victoria Sendón de León en su libro  Mujeres en la era global: contra un patriarcado neoliberal “estamos al final  de una civilización agotada que, al intentar perpetuarse, se devora a sí misma”.
        En la década de los años ochenta, en pleno apogeo y gloria  de la dictadura militar que convertía a Chile en la maqueta perfecta del éxito  capitalista para el resto de Latinoamérica y del mundo, y corrían como decía la  poeta Stella Díaz Varín, “los tiempos del asco” la poesía chilensis se dividía  como en toda guerra entre lo comprometido políticamente y adversario a un  sistema antidemocrático y la poesía escrita por mujeres.
        Recuerdo una revista literaria llamada “Piel de Leopardo”  donde los poetas (todos hombres) del comité editorial inventaron a una poeta,  rubia y guapa (creo que era), una poeta ficcionada, que no existía. Habían  conseguido una foto de una chica bella y escribían ellos por su voz. Y veían  ellos por sus ojos. Años después, hoy, pienso en Piñera en su fantasía de ver a  todas las mujeres “hacerse las muertas” que es la gran fantasía del capital, la  mujer desechable, la mujer vientre de alquiler, la mujer de elite, la mujer  asesinable y los hombres encima. Pienso en la muñeca inflable que Asexma le  regaló al ministro de Economía en presencia de muchas mujeres y de la que hasta  Guillé se rió. “Recuerda cuerpo, versa Cavafis”
        Vuelvo esa poeta ficcionada porque no existía  aparentemente en ése tiempo…(ésta es una lectura personal y puedo, claro está,  estar completamente errada) pero para mi tosco modo de entender era la cruel e  injusta metáfora de que no existía una mujer poeta digna de ser publicada en  aquella revista, que en todo otro marco teórico y poético era bastante buena,  pero no estaba exenta de ése pie cojo de la misoginia incapaz de repensarse  porque repensarse es replantearse un sistema otro, más democrático, que implica  la redistribución del trabajo y tras ello un efecto dominó que los  conservadores jamás permitirán liberar, pues liberarían a su mano de obra, cito  a Diamela Eltit y su libro Mano de obra.
        Esa invisibilidad que provenía del mismo brazo político,  que también luchaba contra la dictadura y en las protestas entonaban Somos mucho más que dos de Benedetti. La dictadura fue diestra y  devastadora en sus ejecuciones, torturas, signos y dictámenes, y además arrasó  con las mujeres de, esposas de, madres de, hijas de, y novias de los valientes  compañeros militantes. La pareja del cuerpo de resistencia, también moría, o  era interrogada, o torturada, o privada de libertad por ser pareja de.  El  viejo y reiterativo lugar secundario.
        No puedo obliterar por eso mismo, la importancia del  Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, organizado en  1987 por las escritoras Carmen Berenguer, Diamela Eltit, Eugenia Brito, que fue  una de las compiladoras del texto Escribir en los Bordes, junto a Nelly  Richard, Raquel Olea y Eliana Ortega, Soledad Bianchi, Soledad Fariña, entre  muchas otras. Y que fue editado hace 30 años por Cuarto Propio.
        Dibujo éste paréntesis porque en los años ochenta las  escritoras y poetas no sólo existían en este país, sino que estaban trazando, escribiendo  y repensando uno de los periodos poéticos con más contenido y más importantes  (en poesía, narrativa y ensayo) y que nos protegió a las escritoras que vinimos  después de la foto grupal y la idea de la escritura femenina como pack, o sub  escritura subordinada al silencio aunque estuviese escrita.
        En 1986 Marina Arrate publica Este lujo de ser, que desde el primer poema se abre como el lente  de una cámara en primer plano sobre el ojo de una mujer, que a finales de  dictadura se maquilla frente a un espejo, inclinando su rostro hacia el  oriente, pienso en Oriente y en Bashö “son Lágrimas de los ojos de los peces”  pero el gesto también me remite al territorio del privilegio, el oriente de  Santiago, pienso en el pincel que delinea el ojo que se ve a sí mismo, que se  maquilla como si quisiese exaltarse el órgano más allá de su maravillosa  función de ver. Camuflar el ojo en trazo silencioso, es una entrada  cinematográfica, una primera escena deliberada y certera que trabaja con varios  elementos meta poéticos, ése ojo que aún arrancado, gusta de mirarse, el  reflejo y la pulsión de muerte, la visión y la ceguera tan vertebrales de la  escritura, el pincel, en la tinta en el mar de sus ojos, los que Arrate escribe  y que no puedo apartar de El perro Andaluz de Buñuel o Bataille y su Historia  del ojo. La escritura como espejo y como ojo.
        Máscara Negra,  publicado en 1990 pareciera una Ópera china y donde el personaje femenino, El  Dan, contiene o puede representar varios tipos de mujeres: la mayor, militar,  las mujeres virtuosas de elite y las mujeres sensuales. Y un híbrido que es la  combinación de las dos últimas. Pero esa Dan china o esa geisha japonesa, se va  fusionando también en la rock woman, en una voz espanglish que desea una  canción de amor tras una máscara negra.
        Tatuaje,  que se publica en 1992 también se inicia en el primer plano de la mirada sobre  una herida, esta vez auto infligida, el deseo de una marca, una inscripción  sobre la piel deseada y diseñada y las herramientas necesarias para su realización  que hacia el final del poema remata bellamente con la palabra “ascuas”: un  trozo incandescente que arde sin llamas.
         La palabra es dibujada  como un tatuaje. Palabra a palabra, escena a escena, Arrate nos introduce con  cada libro en un mundo que se está confeccionando y repensándose al mismo  tiempo que se escribe, si bien desde la herida y un poco más tarde en el  tiempo, la cicatriz, el rastro, la memoria del dolor como un queloide, la poeta  nos guía por el sendero de una multiplicidad de lecturas que porta encima como  un tesoro y que va retratando el agudo trazo de su escritura.
         Arrate nos lleva de la  opacidad a la brillantez del Satén, la suave manta que cubre la piel y oculta  la herida y La Sed de ya no ser la que se es y transformar el territorio y todo  a su paso, ese todo imposible, esa sed de autarquía, “libérrima”.
        Uranio,  publicado en 1999, hace un giro radical hacia la guerra como figura literaria,  la resistencia, la recompensa fútil e imprescindible de un nenúfar en medio de  los campos de la muerte, esqueletos que se integran como gárgolas sin piel. Y  en la voz de una mujer es puesto el canto de la muerte.
         Más adelante en El Hombre de los Lobos, Arrate muda la voz a un hablante masculino y  establece un símil entre la figura del hombre lobo, la cacería, el amor y la  oveja, esa voz testigo, que “clama aún después de muerta” y se interroga por la  sin razón de nombrar a una rosa, “como vértigo” que se piensa junto al error.  Un error además inmenso al que se vuelve como a un territorio amado, como a un  poema.
         Con Trapecio, publicado en el 2002, Marina Arrate recibe el Premio Municipal de  Poesía de Santiago en el año 2003. El libro se abre con el Título La Fatalidad,  y esta vez el hablante tiene nombre y apellido: “Ernesto Cifuentes, bautizado  por la Patronímica, el Acomodador” hijo de Laura la encantadora de serpientes y  enamorado Salomé, la hijastra deseada de Herodes, que encarna la figura de la  tentación incestuosa que aturde los sentidos del poder, cuyo deseo es sin fin  como el deseo insaciable del neoliberalismo y donde el circo es el espectáculo  que entretiene y corrompe al adversario, mientras la Patronímica (nombre que  designa filiación o linaje) es la que administra, cuentas las monedas del  espectáculo de la fatalidad donde se conjugan el deseo, la sed, los  sentimientos sinuosos y el negocio. Hasta que aparece el Ángel, el bello, el   rey de las alturas, del trapecio y de la soledad, el que reorganiza y  redistribuya las ganancias y a quien la Patronímica enseña a leer y cuando esto  sucede el Ángel, el bello, la llama Emperatriz.  En Trapecio, la herida  habla, y el feo Ernesto Cifuentes, que en otra tierra se llama Tiara se lanza  al espacio inconmensurable, donde no halla la muerte sino hasta después de que  -su amor por Salomé se convirtiera en odio- le suelta una pitón que le muerde  el corazón.
        El Libro del  componedor, publicado en el 2008, entra de lleno en  un escenario, un pueblo, con una hablante femenina que nos habla sobre otro, un  hombre, el componedor de formas. La escritora establece un doble recuerdo al  rememorar los versos de Cavafis: recuerda, cuerpo, recuerda. Arrate, nos  muestra la libertad del bosque y la cerca de los jardines, y el peligroso juego  de cambiar “su forma felina cebada” y el deber de “recordar su corazón de  cierva”, y lejos de optar, por primera vez interviene la poeta y las elije a  ambas y no negocia aunque el juego sea peligroso, ni teme a la desgracia que le  acarrea ese arrebato de valentía.
         En La Carta a Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, la hablante/ o poeta le hace ver una equivocación  al soldado y poeta autor de La Araucana, “en el sino de sus poemas imperiales”.  Arrate establece acá a la lengua como el espejo que renuncia a escribir el  nombre del conquistador en mapudungun, ni se escribe en mapudungun porque una  parte ya no está en el espejo castellano. El espejo castellano que arrasó como  arrasan las conquistas.
         Y por último El Tratado del Nadador, dedicado a Gonzalo Millán. Dónde un hablante  testigo nos introduce con una pregunta: “¿Quién es el que nada?” “El que ha  determinado que el agua es su precioso elemento” “Qué desea el hombre que nada y  qué desea la mujer que nada”, retoma una a una las preguntas que levanta.  “Quien se interna en el agua, en el amor se interna”. Escribe Arrate,  magnífica, movediza, recordando a Virginia Woolf sobre la escritura, que la  obra de arte no debe quedarse en la superficie de la pretensión de la belleza,  sino que debe sumergirse en algún tipo de profundidad reveladora y de este modo  convertirse en “algo dicho de una sola vez, declarado, terminado, y que esté  ahí, completo en la mente, aunque sea en el fondo”.
         Leer la obra reunida de Marina Arrate  de proa a popa, es un viaje no menor del vuelo poético que puede alcanzar una  poeta. Cada libro que va construyendo levanta mundos que son espejos de otros.  Un ojo frente a un espejo ya no es un ojo solo, la ficción de la repetición de  la imagen puede llegar hasta donde el ojo se pierda a si mismo de vista.   Mi lectura fue pausada y enardecida, Arrate es una poeta de una agudeza  fina, enorme, e insoslayable en la poesía chilena como una perla negra.
         Debo agradecerle a Marina  Arrate muchas cosas aparte de este voto de confianza de invitarme a releer su  poesía completa. Estuve semanas encerrada en mi casa leyéndola, gozando cada  libro, cada verso, y cada mundo construido con la experticia de quién bien  conoce el arduo trabajo del arte de la pesca de las palabras más encantadoras,  aquellas que ensamblan y demudan. Y del mismo modo como el Nadador ama el agua  que podría matarlo, la poeta ama las palabras que se encuentran bajo la  superficie. Conoce de perlas negras y de perlas blancas.
         Leer su magistral poesía reunida marca  un antes y un después. Y como pasa con los buenos libros leídos, una quisiese  volver a casa a escribir arrebatada, como arrebata la buena poesía, ésa que  devuelve el reflejo de una pulsión de vida, de existencia, resistencia e  insistencia poética del más alto vuelo.
        
              Miércoles 21 de junio de 2017