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Miguel Arteche. Destierros y Tinieblas
(Zig - Zag, 1963, 158 páginas)

Por Ricardo Latcham
Publicado en La Nación, 3 de mayo de 1964



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El nombre de Miguel Arteche se impone en la reciente poesía chilena con notable relieve. Desde La Invitación al Olvido (1947), ha mantenido una línea clara de superación y un tono cada vez mas firme y definido. En Destierros y Tinieblas reúne la producción lírica escrita entre 1952 y 1962. Descontando sus libertades para rimar y su abandono a imágenes y metáforas de la más tajante modernidad, en Arteche sorprende su conocimiento del idioma y su afinidad con el clasicismo hispánico, no a modo de subordinación estrecha, sino en los toques sutiles y certeros de su lenguaje. Sería superfluo indicar que en este poeta enriquecen su inquietud creadora dos elementos muy acusados: uno, de raíz castellana, inspirado en la muerte y en la caducidad del hombre, de pasible raíz barroca; y otro, derivado de sus lecturas modernas, a través de líricos anglosajones. No es posible aquí señalar tales reflejos, pero, en todo caso, la sensibilidad de Arteche se exhibe como el resultado de una conformación orgánica muy compleja de fondo y de ritmo.

En otra parte traté del acierto y del logro del poema inicial de esta serie, el titulado Quevedo habla de sus llagas, tan apretado y ceñido, y donde la deformación de la realidad posee gran fuerza.

El movimiento de las metáforas consiste en puras espirales de una fantasía desbridada y de un lenguaje perforante.


Ya no me queda nada. Mis espuelas
doradas yacen en las manos turbias
de algún ladrón: con ellas sujetaron
la atroz mortaja. No me queda nada.
Me profanaron todo: hasta la muerte
apenas si fue mía. Luego algunas
manos distribuyeron huesos húmeros,
difuntos de otras muertes, de otras vidas,
y en ellos revolvieron mi esqueleto
o la memoria de su cal deshecha.


La muerte y la caducidad son constantes de la poética de Arteche y se podría recoger un manojo de estrofas muy representativas de tan obsesivo tema. Muy aparte, por su intensidad, merecen señalarse las composiciones tituladas El anciano recuerda su juventud y Melancolías de un millonario, cuyos caracteres psicológicos se encadenan entre sí con soslayable lógica. En la primera, domina el contraste surgido por medio de un desfile de evocaciones frente al río oscuro del presente, antes de “hacer surgir la promesa de los muertos". En el segundo, se puede advertir una sugestión paralela, pero revestida de sarcástica intención.

En Arteche coexisten diversas intenciones que se entrecruzan en su pensamiento cristiano. En Ruina, vuelve a prevalecer el sentimiento de la miseria del hombre y el castigo de su soberbia al confrontarlo con la inevitable decadencia.

Detrás de tu vejez, un pozo helado.
Detrás de tus arrugas, un desierto.
Detrás de tus mejillas, cómo aúlla
la torva arena que te desmigaja.


No menos capital para ilustrar ciertas constantes de la obra de Arteche es el poema Restaurante, de muy curiosa estructura. Unos pocos elementos, de aguzada simpleza (mesa, silla, reloj) se entrometen para provocar un proceso que descompone la realidad y la altera. En Gallo, se encuentra una fórmula atrevida que hace que lo visible pierda su contenido. Este procedimiento no es nuevo y lo ha empleado entre otros, Guillén, lo que no resta el mérito de Arteche, en su búsqueda expresiva.

El gallo de las cinco o de las seís
plumas de trueno sobre el alba mueve.
Sábanas pisan de la sucia nieve sus dedos tres.

En Este minuto que ves, se encuentra otro punto de apoyo para demostrar el partido que saca Arteche de un tema clásico y preferido de los grandes líricos españoles; la frecuentación de la muerte. Este poema es rigurosamente formal, en apariencia, por lo menos. No obstante, se aparta de la motivación cristiana, por su descarnado lenguaje y su alejamiento de lo metafisico, más entrañado en el final del volumen.

Este minuto que ves
sobre mi almohada, me advierte
que está la muerte en mis pies
cuando a sus pies yo despierte.

Voy a caminar de viento.
Dejo en mi casa el tributo
de mi reloj, y el sustento
y la agonía del luto.


El papel de las cosas feas no puede ser más preciso en la mayoría de los versos de Arteche, pero sirve a sus finalidades intensivas y a un propósito artístico. Un notable comentarista de la lírica moderna, el aleman Hugo Friedrich, dice lo siguiente, que puede aplicarse al autor de los Destierros y Tinieblas: "Una poesía cuyos objetos, más que contenidos, son las relaciones supraobjetivas de tensión, necesita también lo feo porque al ofender éste el sentimiento natural de belleza, provoca aquel choque dramático que debe establecerse entre el texto y el lector”.

Más de un critico se asombró de la osadia del lenguaje de Arteche.

Existe mucha facilidad para encontrar feísmo en la literatura presente, pero pocos se preocupan de buscar sus raíces. Antes se trataba de hallar motivos de burla o de ruindad moral en la fealdad. En la poesía de nuestro tiempo, y sobre todo, después de Baudelaire, las motivaciones estéticas han padecido una transformación profunda.

El sarcasmo, el contraste, la alegoría, un determinado macabrismo, junto con intuiciones e iluminaciones, dan la pauta de un poeta como Arteche, tan vivo y tenso en su idioma. En Fotografía y El Ojo, reaparecen sus procedimientos con precisión y elocuencia. Siempre desfila lo mortal, recordando lo perecedero del ser.

Rostro que el homenaje de la muerte
volcó en la edad de la fotografía.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y a la noche los números de la muerte, y al muro
ya vienen los lamentos, y la casa vacila.


O bien, con distinta entonación, en Primavera:

Los muertos gritan, suben a la tierra,
y junto al árbol otra vez quemado
el sol levanta el enterrado hueso

¡Oh, ternura feroz: todo se cierra
sobre mi corazón, todo el pasado
me aúlla que se fue, que no hay regreso!


Me parece menos consistente la parte final del libro, o sea, la sección octava titulada Invocaciones a Nuestra Señora del Apocalipsis. Arteche vacila y se resbala, sin perder seguridad en el estilo, pero sin sobrepasar la visión coherente y patética de otros poemas. Ha llegado el momento de resumir, ya que este volumen daría pie a comparaciones y deducciones que no cahen en la presente crónica. En Destierros y Tinieblas, se encuentra un oficio poético y una ejecución que son raros entre los contemporáneos. De distinta formación espiritual, militante católico, sometido a una rígida ontologia y a una ortodoxia con matices personales inconfundibles, se le puede situar junto a Nicanor Parra, Enrique Lihn, Efraín Barquero, Gonzalo Rojas, Armando Uribe y unos cuantos más que redimen a la poesía chilena de toda rutina. Sus aciertos mayores suelen coincidir con una intensa sugerencia y un dislocamiento de la realidad que ostenta un variado registro, desde la melancolía entrañada, al sarcasmo y la distorsión del mundo objetivo. Con Destierros y Tinieblas cierra una etapa notable de su obra y abre una perspectiva diversa y fecundada por el aire de la época.

 

 


 

 




 

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(Zig - Zag, 1963, 158 páginas)
Por Ricardo Latcham
Publicado en La Nación, 3 de mayo de 1964