Para empezar, voy a estrangular el énfasis, como quería Ortega. Esta recomendación vale para cualquier escritor latinoamericano, donde por razones obvias me coloco. Agrego aquello de que, cuando abundan las palabras, abundan los disparates. Reduciré el número de palabras, y comenzaré con un lugar común: el libro es un medio, no un fin, por muy importante que sea el medio. El fin es la palabra, el libro, el medio. La palabra no tiene fin en un mundo donde se confunden los medios con los fines y donde cualquier cosa vale para conseguir el fin que se desea.

Miguel Arteche
Hace más o menos sesenta años, el libro chileno llegaba hasta San Francisco de California y se vendía en Lima o Bogotá. Después de la guerra civil española tuvimos la posibilidad de que se quedaran con nosotros algunas editoriales españolas, pero éstas derivaron a Buenos Aires, pues ciertos intereses creados impidieron que se instalaran en Chile. El problema, por supuesto, es, entre otras cosas, la dimensión pequeña de nuestro mercado y, además, las indiferencias. La Feria del Libro de La Serena, de alguna manera, rompe estas indiferencias.
El libro y la tv. El libro ante la tv y ésta contra el libro. Piensen en la imagen de un poema chino, escrito hace dos mil años. Lo escribió un emperador, el emperador Wu-ti, que reinó en el Celeste Imperio. Era un tiempo en que los emperadores y los generales escribían poemas, y no por eso se sentían cobardes. Los cuatro primeros versos del poema dicen: "El sonido de su camisa de seda se ha detenido./ Sobre el pavimento de mármol crece el polvo./ Fría y silenciosa está la habitación./ Las hojas caídas se amontonan contra
las puertas". El emperador siente nostalgia por la favorita que abandonó el palacio; el nombre de ella no aparece en el poema: en eso está parte importante de la sutileza. ¿Cómo puede darse la imagen del primer verso en una imagen televisiva? ¿Y las otras, tomando en cuenta que los cuatro versos no se mueven separados? Los innumerables sentidos y sonidos que ellos sugieren, ¿pueden surgir de la imagen televisiva? La televisión cumple una función distinta, pero no tiene la profundidad de la palabra ni la profundidad de la imagen de la palabra.
Y el libro, por otra parte, donde está encerrada la palabra; allí donde está encerrado el futuro poema como en la semilla está el árbol, no puede defenderse, por ejemplo, del fútbol, que es, según dicen los entendidos, el opio del pueblo, como se ve en esta república y en el mundo. El fútbol es un hermoso juego (cuando se lo juega bien), aunque se lo haya transformado en empresa, como logró hacerlo el Gran Mafioso de ojos grises y cadavéricos. "El juego reúne a los hombres" dice Heidegger, "pero cada uno se olvida de sí mismo. Al contrario, en la palabra de la poesía los hombres se reúnen sobre la base de su propia existencia". Para no hablar de la palabra del libro frente a la frivolidad tonta de la televisión, no a la frivolidad inteligente. O la palabra del libro frente a la violencia que se nos inyecta en los canales de televisión, donde se nos informa, además, y a grandes titulares, que un futbolista metió el pie, o la pata, en un hoyo y se lo fracturó; o se fracturó el dedo gordo del pie izquierdo, según aseguró un comentarista televisivo y deportivo. Pero la palabra del libro nace con el silencio, se nutre del silencio y en el silencio llega al lector.
Ante el libro están el escritor, el crítico y el profesor de literatura. "El escritor es aquel que sube a las montañas y regresa para contarnos lo que vio en ellas", observa el poeta norteamericano Archibald Macleish; "el crítico levanta un mapa de esas montañas", y el profesor de literatura explica el mapa que levantó el crítico, digo yo. Para no hablar de esos lectores que no saben lo que leen, y que son como las polillas, que roen, roen y roen, pero no saben lo que roen. El buen lector es la antipolilla.
La maestría del escritor, ese que está al otro lado del tablero de ajedrez, "sólo se alcanza cuando se trasciende la técnica y el arte
de escribir crece sin esfuerzo de las profundidades del inconsciente". Sin embargo, si no hay técnica no hay arte (o hay arte defectuoso). Pero se adquiere maestría cuando, habiéndose dominado la técnica, se la olvida en el acto de escribir. Dicho de otra manera, los chapuceros sólo viven de sus chapucerías y no de la literatura. Y menos en poesía, que siempre nos produce la capacidad de maravillarnos. Que es lo que encontré hace tres meses al leer los textos publicados en un taller literario dirigido por Teresa Lira y destinado a niños de 10 y 11 años. Cuando a una niña se le propone un plan de trabajo durante la semana, la chica contesta: "El lunes, cambiarle las escamas al pez colorado; el martes, llevar el león a la peluquería; el miércoles, mandar cartas anónimas a todo Santiago; el jueves, contar las moscas del techo de mi casa de campo; el viernes, ir a despertar a la luna cuando el sol se acuesta; el sábado y el domingo, lustrar los zapatos del ciempiés". Cuando a otra niña se le preguntó, por ejemplo, qué es una almohada, ella dijo: "es un ganso con pijama". Otra: "Si yo fuera zapato, me gustaría llevar el pie de Dios".
La niña y el niño son poetas, pero los adultos, a medida que los niños crecen, bloquean su imaginación, llevados por la mala pedagogía. Los niños, que han vivido del asombro, pierden la capacidad de maravillarse y terminan en eso que se llama "personas importantes"; y las personas importantes creen que este es el único mundo y que en él sólo existen el dinero, el poder y el éxito. Pero hay mundos paralelos al nuestro, según plantean algunos físicos de hoy, y uno de esos mundos es la palabra poesía.