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CUANDO LAS MASCOTAS SE PARECEN A SUS AMOS

Por Marco Aurelio Rodríguez

 

 

 

 

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Se cuentan historias exageradas del animal humano.

Hace poco tiempo atrás, en Alemania, la indolencia de unos padres dejó morir a su hija de siete años, cuyo cuerpo hambriento consumió incluso mechones de su propio cabello. La pareja, eso sí, se preocupaba de su gato; la mascota del hogar tenía un buen aspecto y —si contara con el don de la palabra humana— seguramente agradecería la preocupación de sus amos.

Claro, los perros son distintos. Metáfora de las sobras humanas, del amor más fiel que en el hombre muchas veces resulta una piltrafa, el perro —y principalmente la perra— representa las calles, sus sombras, los caminos por los cuales el hombre transita, se aventura y —como en los sueños de oscuridad— se extravía o desconcierta. Por eso la carga emotiva que Argos, el perro de Ulises, deja en la memoria del viajero lector, es prodigiosa; el fiel amigo del griego fue el primero que lo reconoció cuando regresó a su Ítaca esquiva, luego de veinte años de ausencia brutal; flaco por la senectud y los parásitos (purgas de los que en el reino de la princesa Penélope había, que pretendían su hogar, su intimidad, sus riquezas), Argos no puede amparar su corazón con la excesiva felicidad del reencuentro, y muere. Al final del viaje, Ulises recupera su sombra, eso es Argos. Y algo del antiguo Ulises se va definitivamente con la muerte de ese fiel compañero.

Se ha podido establecer que estos animalitos sufren las mismas penas de sus amos, llegando incluso a padecer, a modo de “transferencia emocional”, depresión y estrés. En Estados Unidos, de hecho, ya se está comercializando el primer fármaco antidepresivo para canes, que ha tenido notable éxito en sus primeras aplicaciones. Un estudio reciente, asimismo, concluyó que entre los amos y sus perros se produce una suerte de parentesco, incluso físico. Para probar esto se pidió a un grupo de personas, elegidas al azar, ordenar un conjunto de fotos de mascotas en relación con sus factibles amos, y los aciertos fueron irrebatibles.

Pero la mímesis más desconcertante es la producida entre animales difíciles de domesticar y sus respectivos dueños, también —muchas veces— difíciles de catalogar. No es extraño que Michael Jackson, el cantante que se esconde detrás de un rostro amorfo, sea dueño de un zoológico privado.

La palabra mascota es un término francés (mascotte), que se hace presente fundamentalmente en el ámbito deportivo: un equipo, antes de empezar el partido, a modo de amuleto soltaba su mascota convenientemente ataviada por el campo de juego, una cabra, una oveja, un perro. A veces, como complemento, usaban una figurilla que representaba (que reemplazaba) al animal, para dotar de buena suerte a su poseedor. Más atrás todavía, la palabra francesa hunde sus raíces en masco —emparentada a la palabra “máscara”—, que en provenzal significa hechicera. Es decir, el concepto de mascota nos remite a la brujería y a la magia. Lo que en un comienzo fue el tótem, la divinidad que daba protección y prosperidad (etapa animista de la humanidad, cuando se creía que todo en la naturaleza tenía alma, y por lo tanto, había que estar en buenas relaciones con los espíritus diversos), se convirtió (con el tiempo del desarrollo de la imaginación humana) en una baratija o máscara que representa al personaje o animal portador de la buena suerte.

Los animales de compañía, por lo tanto, llevan implícito el sentido de felicidad y de buena fortuna para las casas en que son acogidos. Y —en un rebuscamiento inaudito— tenemos su inocencia, similar a la de un bebé. Cuando vemos a un gato entrenado “para leer”, se produce un delicioso espectáculo. Un dato:

En 1880 se estrena en París la opereta “La Mascota”, que seguramente fue esencial para fijar el significado de la palabra. En esta obra, Bettina, una joven doncella criadora de pavos, marcada por una estrella bienhechora, dispensa buena suerte allí donde llega, a condición de permanecer virgen. Las vicisitudes de la obra giran en torno al resguardo de sus dos virtudes que hacen honor de su ventajosa compañía.

¿Cuál es la mejor mascota? ¿Es la oveja o es el lobo? “Quién dará sepultura al lobo/ cuando muera de viejo/ miope y lleno de piojos” (Manuel Silva Acevedo). Nosotros recordamos a Argos.

La única gran diferencia entre los animales y el ser humano al final, es la capacidad que tienen estos últimos de pensar y de comunicarse a través de las palabras. Aunque si las mascotas hablaran, seguramente el hombre recordaría la superstición china aludida por Borges, aquella de los animales escapados de los espejos.

Algo similar refiere La Biblia. Cuando el espíritu de Nabucodonosor se muestra indolente hacia Dios, su carne (la que lleva mínima luz de espíritu) es castigada en visiones: “fue echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves”. Hasta que se produce la separación de los espejos. “Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi razón me fue devuelta…”.

Jenófanes, el filósofo monoteísta que aborrecía las imágenes, ya en la Antigüedad se refería a la egolatría humana al decir que si los hombres tuviesen forma de caballos o de bueyes, dibujarían un dios a esa imagen y semejanza. “Los seres humanos se han creado dioses a su propia imagen”, sentenciaba.




 

 

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