Poeta Matías Ávalos: “Creer que uno dice lo que quiere, me parece una ingenuidad terrible” Por Francisco Marín Naritelli Publicado en El Mostrador, 19 de abril de 2019
Es argentino, pero lleva un par de años en Valparaíso, donde tiene su pareja y una pequeña hija. Trabaja escribiendo críticas en el Suplemento Grado Cero y el año pasado publicó el poemario “Todos juntos estamos solos”, editado por Hojas Rudas (2018), cuya propuesta es la confección artesanal de libros-objetos de variadas formas y diseños. "La soledad viene dada por la soledad del lenguaje, porque no hay comunicación, salvo en estos momentos en que no nos comunicamos pero estamos juntos", expresa en esta entrevista.
—¿Qué significó publicar en una editorial como Hojas Rudas? —Todo parte de una convocatoria y eso fue lo que me gustó, porque aunque el medio editorial lo niegue, este es endogámico, depende del algoritmo de las relaciones. Para mí la amistad es hermosa pero el amiguismo no. Ser parte de una convocatoria abierta de alguna forma me igualaba. Las editoras no pedían biografía, antecedentes o si tenía algún premio, sino que explicara cómo había llegado a escribir. Eso fue hermoso. Trabajamos mano a mano, entre uno y otro café. De manera relajada, pero con mucho respeto se fue armando el libro. Yo no sé si otras editoriales, a otras escalas y con otros tiempos de producción, pueden darse ese lujo.
—Borges decía que cada escritor crea a sus precursores. Aquí hablas de Casas, Perniola, Nancy, Hegel, Lacan, Bolaño. ¿Cuál es la influencia concreta de ellos en tu poesía? —Esos autores eran básicamente los que estaba leyendo o los que intentaba leer en el momento en que escribía el libro. Una fascinación que me ayudaba a entender por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo.
—Estudiaste filosofía, ¿cómo se articula ese background, esa formación disciplinaria desde lo poético, desde una experiencia estética? —Tal vez hay tantas menciones, porque era ingenuo respecto al verso. Estaba detrás de la tesis de que lo poético era algo que aparecía en alguna falla del lenguaje. Entonces intentaba atrapar esas fallas mediante los autores que leía, eran mis herramientas, como un cincel y un martillo. No quería representar a Hegel. De hecho, es imposible hacerlo. Hegel continúa siendo un problema para mi comprensión. Hoy ya no me importa tanto qué leí y mucho menos los nombres propios, sino que el verso ponga en acción una idea, si es que puedo.
—Versos como “estoy sujeto a una mano que me frena es la mía”, “duele mareo espasmo en el abdomen superior”, “en quechua no es ser o estar es estar siendo” o “el dolor en la cara confirma que existo”, reflejan cierta conciencia del cuerpo como una introspección de lo propio, el aquí y ahora de la carne. ¿Crees que eso implica una forma de resistencia a la alienación, a la deshumanización? —Aunque suene paradójico por todos estos autores que cito, no los entiendo. Como Borges decía que leía filosofía como si leyera literatura, yo hago lo mismo. Yo no me recibí de filosofía, dejé la carrera para escribir teatro. Hubo una pulsión ahí que fue más fuerte y tampoco pude con la universidad. Sin embargo, seguí estudiando, en mi casa leo, hace tres años leo a Kant, pero escribo con el cuerpo.
—¿Cómo eso? —Vengo de un lugar que es el conurbano bonaerense. Y por más que Borges y otros autores digan que somos la orilla, en verdad la orilla tiene un centro y esa es la ciudad de Buenos Aires. Y desde el centro opera siempre un maltrato teórico hacia las orillas. El prejuicio literario que en las orillas habitan los machos viriles porque somos morochos. Viviendo en la capital, me di cuenta que podía invertir eso a partir de la conciencia de mi propio cuerpo. Yo soy un cuerpo, tengo un cuerpo y este cuerpo produce pensamiento. Mi cuerpo es mi escritura fundamental. En cualquier verso, cualquier pasaje de cuento o novela, pienso cómo se mueve mi pierna, cómo se estira mi brazo, cómo acaricio a mi hija, qué parte de los dedos muevo. Y no digo pierna o pies, digo metatarso. Y no digo dedos sino flexor profundo. Realmente me concentro hacia mi cuerpo para concretizar lo que me desespera, lo que escribo.
—El título del libro Todos juntos estamos solos, ¿tiene que ver con el individualismo propio de las sociedades modernas donde lo comunitario ha sido desarticulado por el consumo y el lucro? —Aunque el título suene terrible, es un libro muy optimista. Y tiene que ver con lo anterior. Fue importante para mí poder invertir la relación con el cuerpo. Porque el cuerpo no es malo; no es malo que yo piense con el cuerpo. Las bailarinas piensan con los pies. De hecho y no menor, estamos leyendo más a Nietzsche que a los racionalistas. También es optimista por otro motivo: mantenerme junto a mi familia, mis amigos, lograr comunidad, a pesar del contexto que viví cuando escribí el libro: la pobreza, la desigualdad, la falta de diálogo, la elección de Macri en 2015.
Y la soledad viene dada por la soledad del lenguaje, porque no hay comunicación, salvo en estos momentos en que no nos comunicamos pero estamos juntos.
—Hay cruces, juegos visuales, intertextualidades, referencias contingentes, hay también “coros”, polifonía de voces, como si se tratara de un texto dramático, ¿Qué buscabas? ¿Cuál es tu propuesta? —Yo empecé a escribir teatro y casualmente mi primera obra es un monólogo largo que se dice por una voz y en donde los protagonistas actúan pero no hablan. Entonces pensé que esas fallas del lenguaje me producían algo y eso era lo que la gente identificaba como poesía. Como algo que te hace dudar del mundo y, cuando uno vuelve, lo ve todo más claro. Pongo como ejemplo a William Carlos Williams quien se refiere a cosas muy cotidianas; y de repente uno lee un poema como Destrucción total y las pulgas dejan de ser pulgas, los gatos dejan de ser gatos y las familias dejan de ser familias y, cuando volvemos, siguen siendo lo mismo pero distinto. Se había introducido una diferencia en la realidad. A mí me parece que eso, que llamaba muy precaria y de manera generalista, era poesía, como una interrupción, como una burbuja de aire en la jeringa. Una de las primeras cosas que me hicieron pensar en eso fue un poema de Macedonio Fernández, en donde dice que su hijo corta un chorro de la manguera con una espada de juguete. Y él se queda pasmado con esa interrupción, está hablando de poesía.
—A veces alternas la prosa y el verso, combinas registros de habla distintos, ¿escribes con una idea clara de lo que quieres plantear? ¿Hay una ruta preestablecida? —En este libro trabajé mucho el collage, iba montando lo que iba a apareciendo, escribiendo, como una forma de atentar contra mi propia razón, mi propio fascismo del sentido. Me parece que una de las cosas más bonitas que pueden suceder en un poema, es cuando falla la voluntad del poeta, hacerlo vulnerable, permitiéndole al lector, a los lectores, entrar. La mejor forma que algo sea de uno es que deje de ser de uno.
—Hay un verso que dice que “el arte es éxtimo (lo íntimo hacia afuera)/ si es o no poema depende del que está afuera”. ¿Piensas que la poesía logra su cometido en el encuentro con el otro, el que está afuera? ¿Escribes para los lectores, para ti? —Si el poema es un sentido en tanto dirección y no significado, si se va a cruzar con el objeto, que el objeto sea el lector. Y ahí, cuando se cruza, va a tener que significar de una manera siempre distinta. Si yo digo “gato”, va a ser un gato tuyo y de mi mamá y de mi hermano y uno mío. Dependerá de la relación que cada uno tenga con un gato. Yo escribo porque no puedo hacer otra cosa. No podría explicar por qué lo hago. Sin embargo, creo al mismo tiempo que el mejor de los significados que puede tener un poema es el que adquiere en la relación con el cuerpo del lector.
—Hablas del “conurbano bonaerense”, de “morochos mal alimentados”, de “marcha de obreros”, ¿cuánto de la experiencia de la ciudad está presente en tu poesía? —Este libro lo escribí viviendo en el centro mismo de Buenos Aires, donde sentí realmente la diferencia con el conurbano, que queda solo a treinta kilómetros. En la capital tenía un trabajo de mil dólares al mes, con un lindo departamento, con amigos músicos, artistas, mientras que siete u ocho años atrás, tenía catorce y trabajaba en una fábrica maderera, en negro, todo el tiempo al borde de la muerte, porque las condiciones laborales eran horribles. Esa diferencia me lastimó. Yo estoy hablando con vos porque en lugar de nacer en la casa de la esquina, en la casa de mi primo que hoy está preso, nací dos casas más adelante. Fue casualidad pero eso todavía me desespera, está presente aunque trato de abordar otras cosas. Con alegría. Porque de por sí la realidad es un cuerpo roto tirado en el piso, y ya no quiero ir a patearlo, más bien lo quiero levantar, hacerle un cariñito.
—Heidegger decía que habitar es la forma de ser y estar del ser humano en el mundo, ¿crees que la poesía, en este sentido, en un contexto hiperdigital donde se han borrado las certezas y las fronteras de la realidad, nos ayuda a reconocernos, a resituarnos? —De hecho, Heidegger agrega que “ser con otros” es uno de los estados ideales del filósofo. De alguna manera cuando uno “es con otros” te hace mejor persona y el poema es un “ser ahí”, porque el poema habla por vos.
—Y de ahí la crítica a la literalidad o la pretensión del poeta como militante… —El poema es una instancia súper linda para correrse, porque uno es hablado por el lenguaje. La escritura que se concentra en la escritura, por ahí va. Además, ¿quién sos vos que vas a poder decir? Si entre el lenguaje y lo que podés hacer con él hay un abismo. Creer que uno dice lo que quiere decir, a mí me parece una ingenuidad terrible.
—Pienso en el siguiente verso “la vida hay que vivirla […] la literatura no vale nada”. ¿Qué significa hacer literatura en los tiempos que corren, más aún poesía, en Argentina, Chile, Sudamérica? —Es muy tonto pensar que por tener un discurso determinado uno va a trascender el tiempo, mejor confiar en el poema y me parece que ahí está la verdadera posibilidad del sentido, sobre todo en este momento y sobre todo en estos lugares. El poema es un objeto al cual es muy difícil aproximarse, de enfrentarse a él, a su opacidad. Hay poemas que son increíbles, que no quieren ser leídos. Trilce de Vallejo, por ejemplo, se te escapa, es resbaloso, pincha y sin embargo uno insiste, insiste y sigue insistiendo y Trilce es cada vez más joven. A otros poetas no les pasa lo mismo. Darío es cada vez más viejo. Algún Neruda es cada vez más viejo, salvo Residencia en la tierra. ¿Cómo sucede eso? Las lecturas políticas que hoy hacemos de Trilce son impensadas en su momento. El poema contiene tanto que nosotros podemos seguir tirando la ovilla y siguen saliendo cosas. Pero el discurso alrededor de Trilce a principios del siglo XX está viejo, viejísimo. Por eso el poema es más importante que un discurso político en particular.
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“Creer que uno dice lo que quiere, me parece una ingenuidad terrible”
Por Francisco Marín Naritelli
Publicado en El Mostrador, 19 de abril de 2019