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Una lectura crítica de lo femenino en Humo hacia el sur de Marta Brunet

A critical female study about Humo hacia el sur by Marta Brunet

Por Berta López Morales
Universidad del Bío-Bío. Chillán, Chile
E-mail: blopez@ubiobio.cl

Acta Literaria Nº 35, 2007. II Sem. (91-109)



RESUMEN

Este artículo sobre la novela de Marta Brunet, Humo hacia el sur, analiza la contribución de la autora en la formación y fijación de la identidad femenina. Mediante la presentación de seres mutilados psicológica y espiritualmente, la novela se construye en un constante diálogo entre lo establecido por las normas sociales y las necesidades humanas, mostrando que las primeras pierden su sentido desde el momento en que se erigen como un obstáculo para la conquista de la plena humanidad.
Palabras claves: Identidad, normas sociales, ironía, mundo femenino, poder.


INTRODUCCION

En todo relato, cuyo objetivo final es construir la apariencia de realidad y capturar a su lector en este mundo, involucrándolo en su propio deseo de suprimir la injusticia, reivindicar al débil o simplemente de protestar por las faltas, excesos y errores de los personajes, en todos ellos, sin excepción, el lector, en tanto crítico, comentarista, lector virtual, ideal o previsto queda relegado a un simple papel empático. En efecto, el narrador de Humo hacia el sur[1] (Brunet, 1946) ha atado todos los cabos de un discurso casi geométrico, donde sólo la protagonista tiene el peso de la fábula y donde su desempeño determina desde ya la adhesión o el rechazo a los valores que encarna y si por casualidad algo queda abierto, es la sugerencia única de la transgresión o la muerte.

La novela realista con sus variantes de mundonovismo y criollismo en nuestra América Latina ha dado a luz seres portentosos, por la fuerza que irradian, por la visión de mundo que convocan y por el destino trágico que transitan. Sin embargo, en esa lista siempre se encuentra alguna ausencia, personajes de dimensiones casi míticas, que permanecen en la penumbra del anonimato. Las causas de su desconocimiento pueden ser: la emergencia de una nueva tendencia literaria que succiona o traslapa la aparición de la obra o que los personajes no guarden relación con las expectativas del lector real e incluso ambas. Esto es lo que ocurrió con doña Batilde, la protagonista de Humo hacia el sur y con sus demás personajes que aunque secundarios son tan vigorosos, interesantes y complejos como la heroína.

La recepción crítica[2] consideró la novela como una más del repertorio criollista, algo así como una exploración del alma campesina, pero no destacó las diferencias con las otras novelas de la autora. En efecto, los relatos y novelas anteriores construían una identidad de mujer que criticaba los arquetipos existentes, promoviendo la rebeldía femenina y mostrando la iniquidad del lugar que la sociedad le asignaba en el imaginario de la época; en tanto que la novela criollista tenía entre sus principios crear el sentimiento de la nacionalidad y, en esa perspectiva, lo femenino tenía el valor del territorio conquistado, del botín de guerra o del terreno fértil para la sobrevivencia del proyecto nacionalista (Franco, 1993). En el caso de la Brunet, sus heroínas eran mujeres marginadas de la sociedad por su pobreza, por su “caída” de los lugares predestinados a un comportamiento sexual políticamente correcto, condenadas a ser madres y esposas, insatisfechas e infelices por el maltrato y el abuso de maridos, amantes, hijos o hermanos; por eso, doña Batilde constituye lo opuesto. Hija de terratenientes, de ascendencia española, es la antítesis en lo social de esas mujeres despojadas y, a decir verdad, en la narrativa brunetiana faltaba mostrar cómo era la vida de esas otras mujeres, ¿estarían ellas postergadas, excluidas, desterradas de un proyecto personal, individual, sometidas a los deberes de la procreación y preservación de la especie?

Desde mi lectura, creo que esta novela no corresponde al paradigma del criollismo, dado que la naturaleza, el paisaje, el entorno no significa la lucha del hombre por dominarlos sino más bien una continuidad del estado anímico de los personajes. De este modo, la lluvia, la neblina y el humo repiten la confusión de las almas, difuminan el contorno de los caracteres, contribuyen al engaño, a las falsas apariencias, al equívoco. Los personajes de Humo hacia al sur y los de las otras novelas de Marta Brunet no constituyen la típica galería que retrata la idiosincrasia nacional; más aún, todos ellos traspasan las fronteras nacionales porque son seres con conflictos universales, con problemas de identidad que no se relacionan solamente con la chilenidad. Ni siquiera el lenguaje de los personajes traduce, como en las primeras novelas de Brunet, el idiolecto campesino que tanto irritara a más de alguno de los críticos de la época[3]. En este relato, el modo narrativo penetra en las honduras del alma con la fuerza de un lenguaje que, sin perder su belleza, puede hablar de temas escabrosos, difíciles y conflictivos.

En esta perspectiva, Humo hacia el sur es una novela más bien superrealista que, a pesar del reconocimiento obtenido en el momento de su publicación, no alcanza la misma difusión que Montaña adentro, Bestia dañina o María Rosa, flor del Quillén y que, por lo mismo, no ha sido estudiada sino en forma tangencial, dejando en el olvido muchos seres de ficción, tan atractivos y magnéticos, que por sí solos bastarían para el renombre de Marta Brunet. En cuanto a doña Batilde, es un personaje divergente que se aparta de las mujeres-héroes creadas por la autora y aunque transgrede los códigos sociales de la sociedad representada en el texto, pareciera estar del lado de los opresores, reivindicando los privilegios de la clase y del sexo dominantes. Se recordará que los personajes femeninos de la novelista, entre otras características, son campesinas que siempre tratan de desnaturalizar el par mujer/sumisión o construir, junto con la identidad nacional, la propia: mujer del campo o madre. En este sentido, doña Batilde constituye una anomalía en relación con los otros personajes femeninos de la escritora, es una mujer que tiene características masculinas: deseo de poder, hambre de posesión, ya sea de riquezas o de tierras, pero que por esa suerte de incongruencia busca su lugar en el mundo de una manera depravada, cruel y perversa. Por otro lado, centrar el análisis de una obra sólo en un personaje dejaría en las sombras otros seres ficticios que le dan sentido a doña Batilde. Por ejemplo, don Juan Manuel de la Riestra, la Moraima, Pedro Molina, Paca Cueto, Ernesto Pérez, entre otros, enriquecen las relaciones intradiegéticas de la novela, subrayan las conexiones secretas de la sexualidad humana y las distintas formas en que éstos exorcizan sus demonios.

Finalmente, habría que referirse a la crítica más reciente, entre la que destacan Gabriela Mora (1984) y María Inés Lagos-Pope (1981). En ella se han privilegiado aquellos relatos magistrales, tales como “Soledad de la sangre”, “Aguas abajo”, “Piedra callada”, sin reparar en que Humo hacia el sur es un relato que acoge una problemática, tan compleja y original para la época, que sólo puede describirse en términos de culpa, confesión y redención. La novela de Marta Brunet, en lo que se puede llamar criollista, hizo un temprano y brillante análisis sobre la vida en los pequeños pueblos, con su maledicencia, sus secretos y sus confabulaciones; pero, en cuanto relato inscrito en el superrealismo, aborda de manera brillante los conflictos del deseo y sus manifestaciones entre el exceso y la carencia. Desde mi perspectiva, Humo hacia el sur se construye a partir de una lectura crítica de los mitos[4] del pecado original y de la sagrada familia.

1. LOS PERVERSOS: LA MADRE PERVERSA Y LA PERVERSION MASCULINA

En el contexto de una sociedad latifundista y patriarcal donde se inscribe la novela de Marta Brunet se encierran dos mundos que parecieran no tocarse jamás: el espacio de lo masculino y de lo femenino, siempre externos, contrarios, empeñados en la diferencia, como una imposibilidad metafísica que dependiera de signos ajenos y donde su aproximación o distanciamiento se jugara sobre un tapete caprichoso en el que muchas manos dibujaran, superpusieran, inscribieran sus propias reglas de combinación, sus exclusiones y prevalencias.

Afirma Michel Foucault, en su libro De lenguaje y literatura, que la obra literaria “en tanto que es una manipulación concertada de signos verbales (...) forma parte, como región, de una red horizontal, muda o charlatana (...), que forma, a cada momento, en la historia de una cultura, lo que se puede llamar el estado de signos. Y, por consiguiente, para saber cómo se significa la literatura habría que saber cómo es significada, dónde se sitúa en el mundo de los signos de una sociedad” (1996: 90). Reconstruir ese horizonte, establecer el estado de signos de un momento de la sociedad en que se crea la obra, resulta difícil y engorroso, pero sería fecundo para nuestro análisis suponer un estado de signos para Humo hacia el sur. Se trata de una sociedad agraria, preindustrial y, en consecuencia, tradicionalista y conservadora, donde los signos tienen el valor propio de una economía de trueque, lo que les otorga una necesariedad difícil de entender para los lectores de hoy, que, situados en el lado de los signos del consumismo, son devorados por el exceso y la prescindencia. Desde este punto de vista, mi lectura debe aparecer desfasada con aquella de los críticos que conformaron su horizonte de expectativas y consecuentemente el lugar desde donde ejerzo mi actividad crítica desnaturaliza aquellos elementos, instancias, segmentos narrativos neutros, inquiriendo sobre su sentido, construyendo el espacio de una lectura donde doña Batilde se me aparece como un signo de transgresión de lo establecido, no por rivalizar con los hombres en la obtención de dinero y poder sino por romper con la imagen de la bondad total, del bien absoluto y mostrar el fin de las representaciones humanas situadas en los polos del bien y del mal.

El mundo masculino jerarquiza la realidad tanto como la sociedad que la primera modela; en su centro se erige el hombre que domina en su calidad de padre, marido, patrón de fundo, gobernante, etc., definiendo de ese modo las esferas en que ejerce su poder. El mundo femenino, por el contrario, es la instancia de la sumisión, de una complementariedad negativa, de un lugar secundario, donde el protagonismo es un sitio vetado, prohibido, clausurado. Nada nuevo bajo el sol y, sin embargo, Humo hacia el sur muestra que las conductas, los sentimientos, las relaciones entre hombres y mujeres no dependen de su voluntad sino de algo externo que los constriñe y los obliga a actuar de cierta manera.

En el momento de publicación de la novela, no llama la atención la figura de la mujer fundadora de un pueblo, que pregona en voz alta que “ser es tener y todo lo demás es humo, humo que se lleva el viento (...) ¿Cree usted que yo sería lo que soy, sin lo que tengo?” (Brunet, 1946: 10-11), construyendo, con inusitada lucidez y anticipación, la ecuación propia de la sociedad capitalista: dinero es igual poder: “No se trabaja para eso, sino para tener autoridad, para que nos respeten y hacer lo que nos dé la gana. El dinero no es nada sin una voluntad que disponga de él; pero con ella lo es todo” (10). El lector real de la época y el de hoy, aunque por distintas razones, pasan sin sobresaltos esta declaración, dado que para el primero los privilegios de clase y los económicos permiten algunas libertades y, para el segundo, porque en el actual neocapitalismo el poder surge de la acumulación de bienes, riquezas y dinero. Sin embargo, el narrador no está de acuerdo con los valores de doña Batilde, con esta concepción de mundo tan materialista y concreta, con una realidad que se construye desde afuera hacia adentro, modelado sobre los signos ambiguos de: posesión versus pertenencia, tener versus ser, acción versus pasión, por lo que el itinerario narrativo, aunque muestra una Batilde como el producto del estado de los signos de la sociedad que se representa en el texto, también introduce una fractura, un desequilibrio para señalar la incomodidad de la protagonista, su impotencia para construir una identidad que no esté sujeta al destino biológico o a la posición que el binarismo machista le asigna.

Es así como el mundo culpabilizado de lo femenino emerge en medio de una sociedad agraria y como una prolongación del mito adánico. Según éste sería Eva y, en consecuencia, el género femenino que, por siglos y siglos, debe cargar con la culpa por la falta de Adán. Racionalizaciones tardías[5], como señala Ricoeur (2004: 243), pero que en la primera mitad del siglo XX se siguen al pie de la letra para explicar y naturalizar el lugar desmedrado de la mujer[6]: parir los hijos con dolor y estar bajo la potestad del marido. Esta predestinación, legitimada en las leyes civiles[7] y jamás cuestionada por los movimientos liberales que perseguían la igualdad de todos los seres humanos, deja un lugar en blanco: ¿qué sucede con la mujer estéril o con la mujer a la que le está negado procrear? En el inicio del relato sólo existe la constatación del estado de un signo: el de la mujer yerma;

tiesa en el sillón, juntos los muslos, juntas las piernas, los pies unidos por los talones, volteadas las puntas de los botines de cuero basto. Sobre la exigua cintura, afinada y estéril, alzábase el busto con dureza de metales, anchos los hombros, apenas insinuada la leve comba del pecho, fuerte el cuello y la cabeza erguida de tan puro perfil que evocaba un camafeo, neta la nariz, hendiendo el aire la barbilla con firme curva. El pelo castaño, con ígneos matices de cobre, se peinaba simplemente sobre la coronilla, formando un moño del que mechitas rebeldes escapadas a su disciplina, desdibujaban pequeños ricillos sobre las sienes y la nuca. La piel era de tersa saludable elasticidad. Allí estaba, rígida e inmóvil, adivinándose bajo esa actitud una fuerza flexible, un dinamismo renovado (8; el destacado es mío).

Apenas una alusión a la condición estéril, asociada a la brevedad de la cintura en contraposición a la opulencia de la maternidad, cierta insinuación de rasgos viriles en la anchura de los hombros, tal vez en la disciplina del peinado; cabría esperar una mujer fea, tosca, virilizada, un retrato contrario de la mujer de aspecto angelical o virginal y, sin embargo, lo único que esta mujer resuma es fuerza, dureza y rigidez, lo que la aparta de los estereotipos femeninos instaurados por la costumbre, la mitología cristiana y el machismo dominante. En suma, la imagen de una mujer “de omnímoda voluntad, de poderoso dominio” (8), contrasta con la imagen dulce, sumisa y virginal de María Soledad. Esta última siente su existencia colmada con su hija y su marido, es el paradigma de lo femenino, incluso para doña Batilde:

tal vez abrigara algún sentimiento de apego por esa mujer tan dispar a ella, tan fina, endeble, buscando muros, no tanto para alzarse cuanto para florecer, sin otra defensa que su debilidad y conquistando con ella instantáneas admiraciones, ciegas amistades para siempre, tan sólo con sonreír y vérsela como un niño que, erguido sobre sus pequeños pies, se cree dueño del universo (9-10).

Para un lector habitual de Marta Brunet, esta confrontación de dos posiciones vitales tan distintas constituye un primer núcleo narrativo: desde la perspectiva de los mitos bíblicos, doña Batilde es la conciencia culpable de una falta, mancha o mancilla de su esposo, don Juan Manuel de la Riestra, que ella debe asumir frente a la sociedad y el mundo. Curiosamente, el pueblo no ha hecho problema de esta situación, como tampoco ha cuestionado el lugar preponderante que ella tiene en el destino del villorrio. Se trata de una culpa íntima, personal y privada, pero que tiene consecuencias públicas, repercute en la existencia de cada uno de los habitantes del pueblo, trasciende las conductas y roles que la sociedad le ha asignado; la otra mujer, María Soledad, forma parte de la sagrada familia: marido, esposa, hija, que representa –en suma– la armonía, el orden patriarcal, su modelo. Los lazos que unen a ambos personajes van más allá de lo que dice el texto. La esterilidad de doña Batilde asumida como culpa no tiene relieve social, ya que ha sido sepultada con el dinero y el poder político, pero leída8 frente a la maternidad de María Soledad será el referente que, postergado, silenciado, despreciado incluso, irrumpirá en el momento en que sienta amenazada esta segunda piel que la protege del dolor, de la soledad y de la frustración. En realidad, doña Batilde ha sido contaminada por la impotencia de don Juan Manuel, que la ha privado de la maternidad y expulsado del paraíso de la familia tradicional, condenándola a un destino extranjero, aterrador y demoníaco para su naturaleza, que sólo puede buscar compensaciones para el horrible vacío de sus entrañas en una insaciable sed de poder, en un afán incontrolable de poseer tierras y dinero. La frialdad, el pensamiento geométrico, la racionalidad de doña Batilde son los residuos de su expulsión de un orden primario y sagrado, el de la naturaleza y sus ciclos reproductivos.

Se detuvo mirando el retrato que le representaba de recién casada, amarillento ya en su desvaído marco de peluche: ésa era ella entonces. Tilde como la llamaban sus hermanas, con sus ojos claros y grandes para que entrara mejor por ellos la limpia felicidad del día. (...) Una dulce esperanza de lograr ese algo que llaman amor. Amor... “y criar hijos para el cielo”, le llega entre nubecillas celestiales un eco del catecismo (82-83).

Batilde abandona ese orden natural cuando se casa con don Juan Manuel. El día de su matrimonio representa la caída, el inicio de la desesperanza y su transformación en un ser ávido de poder. La metamorfosis interior, dolorosa y brutal, la convertirá en un ser despiadado, “vacía de otra pasión que la del poder, cuya clave es el dinero” (85). El apócope del nombre de Batilde, al suprimir la primera sílaba y dejar el nombre reducido a Tilde, pareciera un eco del primero; sin embargo, esa sonoridad cristalina dada por la presencia de las vocales “i” y “e” apunta a los sueños y esperanzas maternales de la joven que, luego, será borrada con la pesantez de la “a”, indicando gravedad, alejamiento del ser primigenio, visceral y genésico, que opone a la “angurria de sus entrañas” la apetencia del dinero, a la caricia de la mano la rapiña de las garras, a los glaucos ojos “para la verde vida” (85) la dura mirada verde, “mirando más allá de la vida los turbios caminos del trasmundo” (83).

De este modo, el texto permite un contrapunto entre la familia que se sustenta en una falla física –la impotencia– y la otra que se funda en una falta moral, en el engaño, en la mentira, poniendo en entredicho no sólo la posición de la mujer que sustituye la maternidad por la posesión de las cosas, sino también de la que asume la pasividad, la sumisión y el silencio. La ilusión del conformismo estará traspasada por el vaho invisible de la soledad, tal como sugieren los nombres propios de la madre y la hija. De este paralelismo surge un segundo núcleo narrativo constituido por la historia de Ernesto Pérez, que se entrelaza con la de don Juan Manuel, uniendo dos trasmundos opuestos y complementarios a la vez.

Ernesto, María Soledad y Solita construyen el paradigma de la familia feliz, pero esta dicha es aparente pues está erosionada por la tiranía que Ernesto ejerce sobre su mujer y la viciosa lujuria que lo arrastra, secretamente, lejos del lecho conyugal. La libidinosidad exagerada de Ernesto y la impotencia de don Juan Manuel constituyen los extremos del deseo sexual, así como la sujeción femenina que opone en ambos casos el silencio: Batilde calla las causas de su esterilidad y su reclamo la transforma en la cacique del pueblo. Ahora se pueden unir los orígenes del pueblo con la historia de Batilde, porque éste es una extensión casi corporal de la mujer: “aquel pueblo (...) era la copia perfecta de su alma despiadadamente geométrica” (21), reemplaza al hijo que nunca va a tener, es su posesión en el sentido más amplio de la palabra, es su pueblo, “como si lo hubiera parido” (227) y del mismo modo en que el “tener” toma el lugar del “ser”, el pueblo se transforma en su obsesión, en el objeto de satisfacción económica, en poco menos que carne de su carne. La madre del pueblo, la matriarca, que a falta de un hijo funda su progenie en los otros cuerpos, en las otras sangres, y como le pertenecen, le deben el tributo de su trabajo. Se podría afirmar que la inversión ser/tener equivale, en el mundo concreto de Batilde, al par hijo/pueblo; este último crece y doña Batilde, perdido ya su ser en la proliferación monstruosa de sus haberes, muestra la máscara vacía de la ambición, pero también se advierte que si el pueblo y sus habitantes le pertenecen, ella sigue huérfana, carente de vínculos, sola como María Soledad, cuya felicidad consiste en la ignorancia del engaño. Es de esa forma que el texto niega los supuestos que consolidan la institución matrimonial como fuente de felicidad para las mujeres, destruyendo los mitos de la monogamia y de la reproducción como su finalidad última; cada uno de los núcleos narrativos termina parodiando los modelos que la sociedad instituye para la preservación de sus estructuras.

El silencio que ha sido cómplice del drama de Batilde y de esta suerte de paraíso en el que vive María Soledad, alude al estado de ignorancia que sustenta la existencia de Adán y Eva en el jardín del Edén, ya que la concupiscencia exacerbada de Ernesto sólo insinúa un leve desasosiego en su esposa, pero es él quien manifiesta su culpa y disconformidad con los ritos reglados de la sexualidad en el matrimonio[9]:

La propia mujer, la esposa, a quien se posee castamente, con el decoro que reclama el hijo posible, tan lejos de la animalidad que pide a gritos el gesto impúdico, el refocilo en el pecado, ir más allá de todo límite en las caricias prohibidas y asombrosamente llenas de un oscuro sentido. Porque hay en el pecado abismos inmundos vistos desde fuera, pero en los que es increíblemente necesario hundirse (146).

La insatisfacción masculina, como puede observarse, tiene consecuencias desastrosas sólo si repercute en la reproducción; el erotismo y sus excesos quedan en la frontera de lo personal, silenciados y tratados como algo pecaminoso, abyecto, anormal e inútil para la economía de los cuerpos cuya finalidad no es el placer. Este es el punto de encuentro de los dos hombres que se sienten excluidos de la norma sexual; don Juan Manuel porque es impotente y carece de deseos sexuales y Ernesto, porque es un vicioso y un libertino. Por eso no es extraño que el sentimiento de culpa que ambos comparten los lleve a la confidencia y a la confesión, respectivamente. En efecto, la impotencia de don Juan Manuel no alcanza a tener el carácter de mancha, es la inocencia de la carne lo que ridículamente lo denigra, lo envilece y lo lleva a revelar su condición sexual neutra, nula y muda, pero que inflige en Batilde más que una culpa, el resentimiento, el vacío y el desarraigo. Pero en el impotente también hay marcas crueles y profundas que afectan su propio ser, como por ejemplo sentirse responsable del rumbo que ha tomado la existencia de Batilde y el sentimiento de anonadamiento que experimenta por sí mismo:

Sentimos algo así como si el sexo fuese una perversión, una terrible perversión aceptada a la fuerza, impuesta por la mayoría, una vergüenza tácitamente compartida. Y lo más increíble es que la vergüenza se evidencia en los (...) que como yo, no la comparten. (...) Los que como yo vivimos al margen del sexo, participamos doblemente del escarnio del pecado original. Nada es más impuro que nuestra decencia (144-145).

En realidad, don Juan Manuel padece una enfermedad, pero la vergüenza la hace indecible, el secreto le otorga el estatuto de falta metafísica y por esa razón contagia a su esposa, física y mentalmente. Sin embargo, como no es una falta o una mancilla, al ser confesada sólo adquiere el significado de confidencia, porque no lleva ni a la penitencia, ni al arrepentimiento o al perdón. Lo contrario ocurre con Ernesto, arrastrado a confesar su falta por el testimonio del otro, a revelar la mancilla, que es su exceso, fornicación fuera del matrimonio, satisfacción de su lujuria. Pero como las relaciones extramatrimoniales masculinas no están prohibidas en la sociedad donde se inscribe el relato, la falta de Ernesto representa solamente un conflicto ético, una culpa personal cuya confesión no restablece el equilibrio perdido. Por estas razones, Ernesto representa el orden perverso de la sociedad, es decir, un orden construido sobre las diferencias: sexuales, raciales y económicas. Doña Batilde, por su parte, representa la madre perversa, ya que su proyecto no es la reproducción humana sino la de bienes y dinero.

De este modo, al concretarse el proyecto de la construcción del puente, Batilde siente no sólo su pueblo amenazado sino también su integridad: ella es el pueblo y si el pueblo deja de recibir el flujo de riquezas, es ella de nuevo la víctima del despojo. Así, de pronto, su antagonista no es otro personaje, sino un monstruo de fierro, inconcluso, pero amenazador para la mujer que ha enajenado su esencia y su ser. El puente en su protoforma, una especie de muñón, es comparable a la mujer mutilada en su maternidad, pues ni el uno ni la otra cumplen las funciones para las que han sido destinados: el puente sin terminar no puede unir, comunicar y/o servir las necesidades de los hombres, del mismo modo en que ella sin consumar su matrimonio no puede tener hijos. La maternidad malograda se ha traducido en la acumulación de signos externos: el dinero, las tierras, inquilinos bajo sus órdenes, etc. Doña Batilde actúa como una especie de señor feudal, asigna a su servidumbre –las “chinitas dadas”[10] – azotes, castigos y maridos, con la indiferencia propia del sistema y con el único objeto de mantener su eficiencia porque:

Doña Batilde tiene sus ideas al respecto: acepta que se las den mayores de quince años, no quiere criaturas, que es más lo que estorban que lo que rinden. Pronto el rebenque las endereza y las enseña a desempeñarse, y en cuanto cumplen los dieciocho, las casa con algún mocetón, sin mayores consultas ni demoras, porque, según ella, pasada esa edad se “alzan” y no quiere “quiltreríos” (203).

Así la mujer, que es un signo sin valor, va colocándose en el lado contrario, aprende el ritual del dinero y usar los medios que la sociedad le proporciona para adquirir el poder político necesario para acrecentar sus bienes y evitar la construcción de un puente, que puede dejarla sin su “ser”. Sin embargo, ni los timbres metálicos de su voz ni la dureza de la mirada o la falta de compasión han suplantado a la otra, a Tilde. El texto señala la imposibilidad de sustraerse a la maternidad incrustada en el ser de lo femenino y que, instalado en esa intimidad más profundamente que el hecho físico de la procreación, determina el pensamiento divergente, el predominio de lo emocional y la sensualidad como expresión del erotismo femenino.

2. LA SOCIEDAD PERVERSA: LA CABRONA Y EL CORNUDO

La lectura de la novela confirma que los comportamientos sexuales masculinos y femeninos no son evaluados de la misma forma en la sociedad. La conducta lujuriosa de Ernesto no tiene consecuencias sociales, no le acarrea el menosprecio, excepto el sentimiento de culpa, la vergüenza interior y el sufrimiento que experimenta. Por otro lado, Ernesto ha sido muy cuidadoso como para no desfogarse en la casa de la Moraima, la cabrona del pueblo, de modo que su secreto sólo es conocido por don Juan Manuel. Distinto es el caso de la dueña del prostíbulo, otra de las mujeres victimizadas por la sociedad; seducida por el “patroncito” de la casa en que trabajaba, queda embarazada y, consecuentemente, es despedida por su inmoralidad y malas costumbres. En la narrativa de Brunet, la Moraima representa uno de sus tópicos favoritos: la orfandad de las mujeres cuya única propiedad es su cuerpo, que, víctimas del sistema de exclusiones y permisiones establecidas por la norma social, no les queda otra opción que hacer uso de sus cuerpos o profitar de ellos, lo que nos lleva a un tercer núcleo narrativo.

La Moraima negocia con los cuerpos, administra el placer y, aparte del beneficio económico que obtiene, descubre con inesperada lucidez que este negocio la beneficia con ese otro bien del capitalismo, que es la información; siendo más valiosa que el dinero, la información le concede poder. Esta se convierte en un objeto de posesión tal como las cosas, como los cuerpos donde se inscriben las marcas del uso sexual o del trabajo; el destino del poder, la política, se convierte entonces para la Moraima en “el juego mayor de pasiones, más violento aún que el que representan sus ‘niñas’” (66). Ella, la mujer más desvalorizada, debe reconstruir el camino de su propio valer, aunque esta senda sea también aberrante. Ricoeur, en su análisis de la construcción del sentimiento de la estima, señala que así como la objetividad del tener está siempre adherida a la de las cosas por su carácter disponible, la objetividad de la estima se encuentra en la relación con el otro, en que los demás puedan devolver la imagen de nuestra propia humanidad (2004: 140-141). La imagen desvalorizada que tiene de sí misma busca sus compensaciones de manera malvada, por eso el resentimiento y la venganza forman parte del repertorio de las respuestas que el desconocimiento de sí le dicta:

A veces sonríe mientras aprieta las mandíbulas, porque a fuerza de conocer a los hombres, tiene la sensación de que son éstos como monstruos y que los ve desnudos, procaces, en actitudes libidinosas, miserables, purulentos y que sólo conservan de su personalidad la cotidiana máscara, en que las facciones tienen la expresión que “deben” tener, que la sociedad impone para que el individuo pueda sumarse a ella ordenadamente.
¿Pero no es así también como los demás la miran a ella? (66).

La Moraima devuelve la mirada del resentimiento y con ella el desprecio, el vilipendio, la humillación de que es objeto. Por eso se ha convertido en mujer de negocios y, al igual que doña Batilde, su ser se ha tornado tributario del tener. El lugar marginal de la Moraima es un sitio estratégico que le permite estar al tanto de todos los acontecimientos: precios, alzas y bajas de los mercados, cotizaciones de bolsa, posibilidades agrícolas y financieras, posee toda la información que le permite tratar de igual a igual con los hombres y paulatinamente trasladar las relaciones de posesión a las de dominio; su conocimiento de las miserias ajenas aunado al resentimiento la llevará a situarse en un nivel superior, a juzgar a los demás con la desproporción de su propio desencanto:

Lo sabe. Lo sabe todo. Lo ha experimentado todo. ¡Oh, qué asco! ¡Qué inmundos son y cómo se siente en la charca revolcándose en la misma inmundicia que ellos! ¡Oh, qué porquería! (68).

Ahora bien, ¿cuál ha sido el trayecto de la Moraima para devenir en esta imagen desgarrada de sí misma? ¿Qué mecanismos operan en la psiquis de la mujer que la llevan a adoptar la culpa del otro como suya o, mejor dicho, cómo la sociedad ha llegado a desequilibrar tanto la balanza que inflige semejante herida en el ser profundo de lo femenino, llevándolo a enajenar su pertenencia única e intransferible como lo es su cuerpo? La respuesta a estas preguntas es la clave del porqué ella no participa en el tráfico sexual y sólo lo administra; al ponerse al margen adquiere un nuevo estatuto dentro de su marginalidad porque en el negocio del placer es necesario anular el cuerpo como objeto disponible para la posesión “el conjunto de las fuerzas que resisten a la pérdida” (Ricoeur, 2004: 132) y dado que la Moraima cree que lo ha perdido todo por el engaño, el abuso y la traición de un hombre, su única salida es borrarse en la imaginación de los hombres como objeto sexual, como hembra. De esa manera podrá reinventarse, recoger los fragmentos de su pasado como, por ejemplo, el cambio de su habla campesina por la norma culta, la vestimenta y los modales de gran señora para relacionarse con los latifundistas y políticos que llegan al pueblo y, de ese modo, lograr el poder, ganar la voluntad de los hombres y torcerla para su fortuna y provecho personal.

Sin embargo, la acumulación de bienes y de poder no podrá cambiar su posición y destino en el mundo, para todos seguirá siendo la cabrona del pueblo ya que al tener la oportunidad de resarcirse del daño que le causara su seductor de antaño, opta por la venganza. Venganza refinada, porque su vehículo es el lenguaje y su instrumento, la parábola: una historia contada para que su destinatario realice la inferencia y alcance cierto conocimiento o regla práctica de vida (Suleima, 1979). Lo terrible de esta historia de segundo grado (Genette, 1972) es el blanco que tiene por objeto: la respetabilidad, la honra, el buen nombre de su antiguo amante, porque el relato de la Moraima termina por denigrar, rebajar, ensuciar, cualquier vanidad o pretensión que le pudiera quedar todavía. La frase infamante que corona el final de la narración la coloca al mismo nivel; por primera vez, siente que se han igualado en la esencia mentirosa de sus existencias:

Aquí termina el cuento. Sólo falta agregarle que si a las mujeres que tienen una casa como la mía se les llama cabronas, a los que tienen una mujer como la de mi cuento, se les dice cornudos. Tal para cual. ¡Ya ves! (100).

No obstante, la novela deja abiertas algunas interrogantes ya que la historia del cornudo no está allí para hacer justicia simbólica; en realidad, el texto vuelve sobre sí mismo, comenta los relatos de segundo grado, construye su sentido llevando al lector hacia atrás o hacia delante para mostrarle una nueva arista del mismo problema. Como se señalaba más arriba, en el instante de la lectura los signos de la sociedad no corresponden a los de la sociedad evocada en la narración, pero la sinergia del relato con las situaciones humanas es tal que asegura su legibilidad incluso a un lector muy lejano en el tiempo. Es claro, entonces, que Pedro Molina es un signo que se instala entre la cabrona y el cornudo, lo cual no significa que sea un personaje neutro o mediador. Molina es un reo que paga una condena en la cárcel local; marcado por la ley, está lejos de la ambigüedad moral que detenta la Moraima y, más aún, de la burla que señala al cornudo; está constituido por el engaño y la culpa; así, Pedro es un personaje trágico porque sabe que ha fracasado en su pasión, que no ha sido capaz de la entrega, del abandono que en su desmesura implica la aceptación incondicional del otro:

Se odia en esos momentos. Odia su necio amor que la envolvió en una oscura trama de recelos, odia sus ojos que no supieron revelarle el caudal de su devoción, abomina de sus manos que no pudieron atraerla a la confianza de su abrazo, maldice sus besos que no lograron abrir sus labios en la volcadura de la confesión. Se odia (45).

De la pasión[11] fallida que ya no se puede alzar hasta la dicha nace la dimensión ética y humana de Molina, a pesar de que ha cometido un crimen. En verdad, él no asesina al amante de su esposa por celos, sino por el daño que éste le ha causado a ella: abandono, sufrimiento, incluso la muerte. El acto homicida intenta reparar la culpa de Pedro: su falta de comprensión, de amor y de compasión, pero no lo consigue. Los días y años de prisión le servirán para ahondar más el dolor y revivir, como un Prometeo moderno, el tormento de constatar noche tras noche la inutilidad de un amor que, ligado a la esfera de lo sexual, no ha podido trascender la posesión, porque lleva a convertir a Margarita en un ídolo de dicha, en un ícono de la felicidad-objeto. La repetición monótona de los siete pasos con que recorre la celda, el recuerdo alucinante del engaño y la reconstitución de lo que ha sido el drama de su matrimonio, el insomnio perpetuo tras los detalles y la memoria de cada uno de los sucesos, ha sido un viaje a los infiernos, pero al revés de los otros personajes de la novela, Pedro logra romper con las convenciones de la sociedad, en el sentido de que sólo sirven para entorpecer las relaciones humanas, aprende que la conducta verdaderamente humana no tiene que ver con los roles, ritos o conductas establecidos por las normas sociales, las costumbres o la religión. Es por eso que tiene la oportunidad de redimirse, al dar su vida para salvar a una mujer del incendio que devora al pueblo; con este acto solidario repara aquel que no alcanzó a esbozar, si bien la muerte señala que los valores del personaje no tienen correspondencia con los valores dominantes de la sociedad inscrita en el texto.

Pero Molina no es el único punto de fuga del relato, ya que la instancia narradora instituye un diálogo constante entre sus propios valores y los de la sociedad, mediante la introducción de este tipo de personajes contestatarios, casi invisibles, que deslizan ideas, creencias y valores en conflicto con lo establecido. Solita, la hija de Ernesto y María Soledad, es otro de los personajes encargado de cuestionar las normas tanto sociales como morales, llegando a criticar incluso el maniqueísmo literario y la finalidad didáctica de cualquier literatura:

y que le sirve para proveerse de lecturas a su gusto, de lecturas también “de veras” y no de aquellas sosas y desabridas (...), siempre historias de niñitas tan atolondradas como tontas, escritas por una señora que debió nacer con una papalina en la cabeza (...) y otra papalina en el alma momificada. Historias de una niñita que fue mala y que después fue muy buena, lo que hace suponer a Solita que la pobrecilla heroína, al final, se debió aburrir de lo lindo (112).

La opinión de Solita oculta el punto de vista autorial, la poética implícita de Brunet y su visión de mundo en la que se advierte la sinonimia entre aburrimiento y moral y educación. El lector ideal, Solita, se introduce en la estructura narrativa de Humo hacia el sur, quien curiosamente coincide con muchos rasgos biográficos de la autora; así no es extraño que ambas tengan ideas afines sobre los personajes de ficción o que sus valores difieran de los establecidos; para ella(s) nada más carente de interés que aquellos personajes enteramente buenos o enteramente malos, las conversiones absolutas y, presumiblemente, los finales felices.

En esa galería, donde la desproporción es el término común y la posición autorial socava lo establecido a través del discurso de alguno de sus personajes, no puede estar ausente un personaje como la Paca Cueto. Ella y la Pancha son la cara y cruz de un mismo ser: el diálogo permanente entre su apariencia y la autenticidad; Pancha representa el goce sexual, animal y puro; Paca, lo que quisiera ser, la señorita de un pueblo chico, donde nada se sabe de su pasado, de la mujer que ha traficado con su cuerpo para poder sobrevivir, pero no en el sentido dramático de las novelas de D’Halmar o de Romero[12], siendo por esto el soporte de la ironía autorial. La Pancha es un personaje pícaro porque hace de su sexualidad una forma de vida:

Un día cualquiera, este ser hecho para el goce y que a través del goce, identificada con su amoralidad vive del goce, empieza a vislumbrar y a desear el remanso de la paz burguesa, con casa propia, marido, hijos, amistades, respeto. Eso, respeto... Ser “una señora respetable”. Es una sed, casi sensual, de respeto (166).

La Pancha, en su animalidad, es un ser libre que sucumbe, finalmente, a la fascinación del mundo burgués, con su falsa moralidad. Poco le dura a la mujer esa segunda piel, hecha de disimulos, de fingida inocencia, de falsos pudores, porque los instintos primarios irrumpen a semejanza de las fuerzas telúricas. Esta novela de la década de los cincuenta, tempranamente apuntaba a los derechos sexuales de la mujer, si bien la figura de la Pancha, con su doble estatuto de mujer respetable y prostituta, esconde la neutralidad autorial. La escritora no podía mostrar abiertamente sus ideas que negaban al cuerpo como soporte de la moral, sobre todo en lo que respecta a las mujeres, dejando que la simpatía hacia el personaje brotara de manera entusiasta de las palabras que la describen:

Entonces Paca Cueto comienza a sentir el hervor de su sangre, tensa la piel, fosforescentes las amatistas de los ojos, entreabierta la pulposa boca de niña, revive la presencia inmanente y turbadora de los hombres, rodeada de espesos recuerdos. Tiene una alarma de terror, porque desde profundos estados de tierra la Pancha, en irrupción casi sísmica, amenaza aflorar de nuevo (168).

Como puede observarse, la instancia autorial no juzga, se limita a dar cuenta de un hecho irrefutable, del goce sexual femenino y de cómo la sociedad de la época sanciona su expresión, dejándolo como propio de las mujeres de mala vida: la puta o prostituta. Al respecto, cabe afirmar que generalmente la literatura ha sido el vehículo o el instrumento para modelar lo moralmente aceptable, dando origen a los cánones literarios y formar parte de la ideología dominante; en este sentido, Marta Brunet fue una escritora rupturista, lo suficientemente inteligente para introducir en su escritura puntos de fuga para el sentido literal que podía leerse en sus páginas.

3. CONCLUSIONES

Humo hacia el sur puede leerse como la culminación de un ciclo narrativo que, aunque inscrito en el criollismo, buscó una manera original de crear identidades; en especial, dio voz a la mujer de todos los estratos sociales, mostrando una problemática que, sólo a fines del siglo XX y después de la contribución teórica del feminismo y el estructuralismo, ha logrado emerger en toda su plenitud. Los temas tratados en la novela como la impotencia, las relaciones extramaritales, el goce sexual femenino, se complementan con la homosexualidad[13], el machismo salvaje de la sociedad agraria, la subyugación del mundo femenino y la violencia física y psicológica de que es objeto, presentes en sus otros relatos.

En la novela, el lector de hoy puede descubrir los artificios que la escritora ha utilizado para codificar su protesta y escapar a la censura: por ejemplo, su forma de escribir aceptando los códigos masculinos remite al “diseño geométrico” del pueblo de doña Batilde, pudiendo homologarse a la escritura que los críticos de la época se empeñan en alabar como la escritura de un hombre[14]. En este sentido, Marta Brunet coincide en muchos aspectos con la protagonista de su novela, dado que su escritura parece formar parte del canon literario. Sólo la avalancha verbal, la adjetivación enmarañada que la crítica a veces alaba y otras encuentra fuera de lugar, una puntuación que se aleja de la academia o la falta de ella insinúan la transgresión; pero en el sentido profundo esas mujeres canónicas también soportan las agresiones, fuerzan su femineidad a aparentar una fortaleza y una reciedumbre que, al final y a semejanza de Tilde, reclama el derecho a la diferencia y a su reconocimiento.

Si bien es cierto que Marta Brunet no tuvo un discurso abiertamente feminista, todas sus novelas proponían distintos modos de producir lo femenino dentro de los marcos de la opresión: la dignidad de la madre soltera en contraposición a la mujer burlada del modelo machista[15]; la rebeldía en oposición a la sumisión[16]; la ironía como medio para desestabilizar las normas que ejercen un control que aparece como definitivo o fatalista[17] y, finalmente, en Humo hacia el sur donde la autora señala el fracaso de la masculinización de la mujer para sobrevivir en una sociedad diseñada para la apoteosis de lo masculino. Alternativamente, la sumisión y la exclusión no constituían para la escritora los lugares donde la mujer podía encontrar su lugar en el mundo, como tampoco el lugar de los hombres podía transformarse en el sitio del amo y del verdugo. La prueba de ello está en los personajes de Ernesto Pérez, de Pedro Molina y de don José Manuel de la Riestra, seres infelices y fracasados para quienes el género masculino no es sinónimo de prestigio, éxito y/o felicidad. El mensaje subliminal, aunque tímido y desfasado en el tiempo, advierte sobre la necesidad que tiene el ser humano de reflexionar y cuestionar su posición en el mundo y en la sociedad, de preguntarse sobre la legitimidad del poder y, sobre todo, de buscar los principios éticos y adoptarlos como norma de vida. Si Tilde prevalece sobre doña Batilde, lo hace desde el lugar irrenunciable de la humanidad de su ser, lugar común para los dos géneros y, por lo tanto, de encuentro para sortear las nimiedades de la vida y buscar un punto de convergencia sobre el cual construir una sociedad menos sexista y, por ende, más justa e igualitaria.

 

 

REFERENCIAS

- Brunet, Marta. 1946. Humo hacia el sur. Buenos Aires: Losada.
—————. 1923. Montaña adentro. Santiago de Chile: Nascimento.
—————. 1926. Bestia dañina. Santiago de Chile: Nascimento.
—————. 1963. Obras completas. Santiago de Chile: Zig-Zag.
—————. 1962. Amasijo. Santiago de Chile: Zig-Zag.
- Cruz, Nolasco. 1940. “Marta Brunet”, en Estudios sobre literatura chilena. Santiago de Chile: Edit. Zamorano y Caperan Nascimento.
- De Reina, Casiodoro. 1964. La Santa Biblia. Sociedades Bíblicas Unidas.
- Foucault, Michel. 1996. De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós.
- Franco, Jean. 1993. Las conspiradoras. La representación de la mujer en México. México: Fondo de Cultura Económica.
- Genette, Gerard. 1972. Figuras III. París: Ed. du Seuil.
- Lagos-Pope, María Inés. 1981. “Sumisión y rebeldía: El doble o representación de la alienación femenina en narraciones de Marta Brunet y Rosario Ferré”, en Revista Iberoamericana N° 132-133.
- Lillo, Victoriano. 1946. “Humo hacia el sur, novela de Marta Brunet”, en Arte y Cultura, Viña del Mar, Año 1.
- Molina, Horacio. 1946. “Humo hacia el sur de Marta Brunet”, en diario El Mundo (Buenos Aires-Argentina), junio 10.
- Mora Gabriela. 1984. “Una lectura de Soledad de la sangre de Marta Brunet”, en Revista Estudios Filológicos N° 19.
- Ricoeur, Paul. 2004. Finitud y culpabilidad. Madrid: Trott.
- Rossel, Milton. 1961. “Reencuentro con Marta Brunet”, en Atenea N° 394.
- Suleiman, Susan. 1979. “La structure d´apprentissage”. Poetique N° 37.

 

NOTAS

[1] Brunet, Marta. 1946. Humo hacia el sur. Buenos Aires: Losada. Todas las citas corresponden a esta edición.
[2] Véase Milton Rossel (1961). También Victoriano Lillo (1946) y Horacio Molina (1946).
[3] Recuérdese la crítica airada de Nolasco Cruz (1940).
[4] “Por mito, se entenderá aquí eso que la historia de las religiones distingue hoy en él: no una falsa explicación por medio de imágenes y de fábulas, sino un relato tradicional referido a acontecimientos ocurridos en el origen de los tiempos y destinado a fundar la acción ritual de los hombres de hoy y, de modo general, a instaurar todas las formas de acción mediante las cuales el hombre se comprende a sí mismo dentro de su mundo” (Ricoeur, 2004:170).
[5] Ricoeur sostiene que “la especulación sobre la transmisión de un pecado derivado del primer hombre es una racionalización tardía que mezcla categorías éticas con categorías biológicas; incluso porque se perdió el sentido original de un pecado personal y comunitario, es por lo que se trató de compensar el individualismo de la culpabilidad con una solidaridad de nivel vital construida sobre el modelo de la herencia” (2004: 243).
[6] Génesis, “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu voluntad será sujeta a tu marido, y él se enseñoreará de ti” (De Reina, 1964).
[7] El Art. 102 del Código Civil chileno define el matrimonio de la siguiente forma: “El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente y por toda la vida con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse mutuamente”, pero lo que crea la desigualdad está en la administración de los bienes matrimoniales y en la pérdida de la autonomía de la mujer para manejar su peculio.
[8] Según Ricoeur, la caída de Adán sólo tiene sentido con la crucifixión de Cristo, una especie de nuevo Adán (2004: 382).
[9] “Los ritos del matrimonio, entre otros, ¿acaso no tienden a eliminar la impureza universal de la sexualidad delimitando un recinto dentro del cual la sexualidad deja de ser una mancilla, aunque amenaza con volver a serlo si no se siguen las reglas que conciernen al tiempo, a los lugares, a los comportamientos sexuales mismos?” (Ricoeur, 2004: 193).
[10] Las “chinitas dadas” son un símbolo del latifundio, de su orden feudal y en el que el patrón de fundo tenía poco menos que poder de vida y muerte sobre sus empleados.
[11] En el sentido empleado por Ricoeur: “Por consiguiente, hay que vincular la pasión con el deseo de felicidad y no con el deseo de vivir; en efecto el hombre pone en la pasión toda su energía, todo su corazón, porque un tema de deseo se convierte para él en todo” (2004: 147).
[12] Juana Lucero y La viuda del conventillo, respectivamente.
[13] Léase Amasijo (1962), teniendo presente que sólo Augusto D’Halmar había planteado con anterioridad esta problemática en Pasión y muerte del cura Deusto.
[14] Se la compara con Maupassant y Baldomero Lillo. Cf. Alone: Crónica Literaria. Bestia dañina, diario La Nación (Santiago-Chile), 12 de septiembre de 1926, p. 7.
[15] En Montaña adentro (Brunet, 1923).
[16] En Bestia dañina (Brunet, 1926) y en ese relato magistral “Soledad de la sangre”.
[17] En María Rosa, flor del Quillén (Brunet, 1963) y en el cuento “Doña Tato” (Brunet, 1963).



 

 

 

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Una lectura crítica de lo femenino en "Humo hacia el sur" de Marta Brunet.
Por Berta López Morales.
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Acta Literaria Nº 35, 2007. II Sem. (91-109)