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Marta Brunet, Premio Nacional de Literatura 1961
Por Alone
El Mercurio, 9 de septiembre de 1961, pág. 5
Ausente de Chile, alejada de todo centro de influjos literarios o extraliterarios, Marta Brunet va a recibir un limpio Premio Nacional de Literatura, otorgado por cinco jueces, todos de alta categoría en su ramo.
No era, por lo demás, necesaria la reunión de estas circunstancias para que la recompensa máxima de las letras nacionales fuera aprobada con estusiasmo por ese otro gran jurado que se llama el público.
Marta Brunet supo conquistárselo desde su primer libro, aquella Montaña adentro, de 1923, tan resuelta de paso, tan decidida de actitud.
Allí, para siempre, se definió.
Nada tenía que ver la señorita Marta Brunet, "de las mejores familias del sur", chillaneja de adopción, muy ortodoxa desde cualquier lado y hasta presidenta de las hijas de María, con la joven que escribe por afición, como quien borda o toca sin ganas el piano doméstico.
No: ella era y sería, sin dar nunca un paso atrás, escritora. Nada más ni nada menos que una escritora.
¿Recordaremos el movimiento de asombro que originó en los buenos lectores de aquel tiempo ese pequeño gran libro?
Quiso la suerte (alguna vez han de tener suerte los críticos) que la obra no llegara desde Chillan, después de unos versos discutibles y de una breve y excelente carta, como "original en consulta", para ver si valía la pena, si tenía algún mérito, si, ¡oh!, eso con muchas dudas, como una difícil aspiración, si podría imprimirse y publicarse.
Han pasado largos años de esto. Gran número de las personas a quienes entonces veíamos habitualmente han desaparecido, casi nada subsiste del ambiente en que las letras se desarrollaban y del escenario donde los nuevos escritores hacían sus primeras armas. Un mundo sepultado nos separa de esa fecha lejana. Pero todavía vemos, como si fuera ayer la mezcla de asombro y alegría con que, llevando los increíbles cuadernillos bajos el brazo, llamamos a la puerta de una gran quinta de la calle Mapocho muy abajo, donde, entre viejos árboles y sobre unas bodegas abandonadas, elevábase la torre de los diez.
¿A quién mejor que a Pedro Prado podíamos confiarle nuestro descubrimiento?
No pertenecía ni con mucho el autor de Alsino a la escuela criollista en que Marta Brunet se colocaba resueltamente, y aun el realismo que resplandecía en las páginas de Montaña adentro, le inspiraba objeciones: gran poeta, iba por otros lados. Por lo demás tampoco el criollismo nos producía a nosotros un entusiasmo sin medida; hallábamos que se había abusado bastante de él y de la paciencia ajena.
Pero, ¿qué importa nada de eso ante el mérito efectivo, el talento sólido y la inspiración evidente, espontánea, natural?
En la terraza superior de la torre, libres de toda posible invasión y hasta de miradas extrañas, recuerdo que leímos entera la obrita, no tan breve que deje de exigir cierta resistencia, así al que toma la palabra como al que la escucha.
La sorpresa y el placer, el saboreo de aquella prosa tan castiza, la admiración por ese estilo tan franco, la idea vertiginosa de que se trataba de una muchacha de provincia, nos dieron fuerzas, y sostenidos por ella en el aire llegamos al fin.
Pedro Prado rehuía generalmente el comentario de las obras ajenas y los autores nacionales no lo apasionaban: esta vez entregó las armas, se declaró vencido.
Aquí había una escritora de primera clase.
Entre los bienes que aportaba, debía contarse, desde luego, un don escaso entre los autores nacionales: el de la buena lengua, un habla española bebida en la fuente misma, pues, tanto lo era la madre de Marta Brunet que, a veces, la empleada regional no le entendía sus órdenes y debía pedir minuciosas explicaciones para orientarse entre esas judías y patatas de sonido exótico. El escritor chileno ha sufrido, principalmente, la influencia de los franceses; lo que ya desnaturaliza un poco el idioma; en seguida, se le ha recomendado desde la cátedra la manera autóctona, el sello del terruño.
Teníalo éste la autora de Montaña adentro, y con una intensidad bravia; pero el giro, la sintaxis, los términos venían de la entraña de Castilla y eran firmes-.
Luego, la maravillosa claridad mental. Nada de nieblas ni sentimentalismos, ningún retorcimiento ni ambigüedades seudofilosóficas, tan de moda un tiempo dentro del elemento femenino tocado de intelectual. En las páginas de Marta Brunet el pan es el pan y el vino, vino. Y no me venga Ud., con historias de aparecidos.
La pasión, en cambio, ¡qué pasión!, se estampa allí como en las estrofas de la gran poetisa, dentro de un paisaje de fuego, o circundando por la ironía campestre, por la malicia popular y su vieja sabiduría.
Porque, rápidamente, aunque sin prisa, la colección de tipos, escenas e historias de Marta Brunet, fue multiplicándose y enriqueciéndose y toda clase de rostros aparecieron en sus páginas, vivientes y solares, sin claroscuros, a veces crudamente, otras ablandados por una capa de ternura maternal. Y así creció su fama.
Episodio importante en la vida de la escritora fue su residencia de varios años en el ambiente cosmopolita de Buenos Aires, expuesta a todo género de corrientes en esa gran ventana que se abre hacia Europa. La amistad de Victoria Ocampo y su grupo de la revista Sur, la frecuentación obligada de extranjeros ilustres que su cargo diplomático la obligaba a atender, las comidas de ceremonia en las embajadas y ese mundo oficial, acompasado, sonriente, murmurador, debieron necesariamente modificar el marco un poco rígido en que hasta entonces se había movido la joven que llegó un día de Chillan a la conquista de Santiago.
Una novela de proporciones, Humo hacia el sur, y muchas otras, breves, ceñidas, terribles de intensidad, envueltas en una atmósfera lindante con la obsesión, señalan esa nueva etapa de Marta Brunet. Puede afirmarse de ella que, si no es la preferida de quienes presenciaron la primera, ha sido la que ha dado más vasta resonancia a su nombre, esparciéndolo hasta los últimos confines del mundo español. Su pensamiento se ha hecho más vasto y flexible, su horizonte más dilatado y, sin perder la intensidad, que pudiera tomarse como la característica de su temperamento, ha encontrado matices inéditos y dejado oír voces inauditas.
Estaba, en verdad, madura para el Premio.
La recompensa nacional que va encadenando a los escritores encuentra en esta segunda mujer que la recibe, un eslabón de buen metal que sabrá sostener su prestigio. Se habló no hace mucho en la Academia Chilena de la Lengua de incorporar a Marta Brunet, y la voz fue unánime para reconocer que nadie, desde el punto de vista del idioma, tenía mejor derecho que ella para servir de ejemplo.
El Premio Nacional la propone ahora a los jóvenes de todos los colegios. Aparte sus virtudes fundamentales, la sola prosa que escribe bastaría para presentarla como un modelo.