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Homenaje a Mario Benedetti

El mejor ángulo, el de la vida

Por Juan Nicolás Padrón

 

En los últimos días de 1994, me encargaron un prólogo urgente para una selección de la poesía de Mario Benedetti que el propio autor había preparado para la Casa de las Américas, institución donde desde entonces trabajo y que este año cumple su primer medio siglo de labor. La razón de la prisa era que Mario vendría en pocos días y esperaban por una presentación para concluir la edición que ya estaba hasta paginada y en imprenta. Conocía bien la obra de Benedetti desde los años 60, tanto sus poemarios, los cuentos, las novelas, e incluso el texto experimental de novela en versos o largo poema narrativo que llevaba por nombre El cumpleaños de Juan Ángel, pero aquella antología llegaba hasta 1991 y su última producción poética solo la conocía de manera dispersa y parcial, fragmentaria, y en selecciones de dudosa factura, pues su voluminosa creación era bien difícil seguir. Entonces, opté por hacer un prólogo que no se refiriera a su obra.

Escribí un texto de unas nueve páginas con el título “El mejor ángulo de cielo”, un verso que sintetizaba una buena razón de lo que había intentado explicar: por qué Benedetti era tan popular. Me refería a una recepción descomunal por parte de distintas generaciones, diferentes culturas, diversos sectores, razas, géneros, opciones políticas, preferencias estilísticas; públicos degustadores de uno u otro tono; lectores exigentes y flexibles; receptores vinculados a determinadas profesiones u oficios que nada tenían que ver entre sí, y también a ciertas relaciones con el humor que no pocas veces desconcertaban por aflorar hasta en poemas de hondo dramatismo. Mi aproximación, sin decirlo explícitamente, daba por resultado que su poesía expresaba con sinceridad y desenfado, sin almidón ni academia, sin corrección ni gelidez, lo que debía decirse en cada momento porque se imponían el “sentido común”, la razón de la cotidianidad, la sustancia de una persona noble con alta dosis de humanismo y ternura, capaz de aunar la madurez del adulto con la imaginación y el candor de un niño.

Su obra es una crónica poetizada o narrada de lo vivido, una reflexión aguda después de un mate, un café o un trago, un descubrimiento de lo esencial en su aparente simpleza. Decir la verdad es una de las tareas más difíciles para cualquier escritor con ética, pero sostenerla en la “sociedad del espectáculo” es una heroicidad a la que algunos renuncian por no enfrentar los peligros que entraña moverse en esos límites. Benedetti, leal a su sencillez expresiva, partía de que se podía ser veraz y fiel a la esperanza; su escritura asumía la honestidad y el optimismo franco, sin que sonara a panfleto o doctrina, porque rehuía las deformaciones de ciertas izquierdas ingenuas o perversas, según la dádiva recibida o el callo pisado. Y el primer elemento convincente era un lenguaje sacado de las coronarias en sístole y diástole, sin preocuparse mucho por los registros de las neuronas. Esta buena razón le aportaba el mejor ángulo para ver las cosas, porque en ese hombre juicioso y sincero no había miedo ni dobleces.

Quizás por ello podía emitir en sus poemas juicios propios, fuera de las orientaciones o las opiniones de los partidos políticos, dirigidos por hombres que constantemente se equivocaban como cualquier ser mortal; o mantenía una burla socarronamente ateísta en momentos en que resultaba herejía casi merecedora de la hoguera no cumplir –o hacer creer que se cumplía– con cada uno de los sacramentos, algo parecido a lo primero; o se burlaba del ridículo enmascarado en poses y etiquetas, descubriendo las incoherencias de un modelo infestado de falsedades y crímenes; o proclamaba el imperio de la disidencia al hurgar una y otra vez en las costuras miserables que engendran el odio y el egoísmo; o les quitaba gravedad a las tragedias inconsolables del ser humano capaces de conducir a una tristeza sin salida, poniéndolas en una balanza junto a la dicha de un rayo de sol o la sonrisa de un niño, para mostrar el latido de una germinación que nunca termina; o insistía en un fino erotismo a veces transformado en pícaro y juguetón hasta el límite que marca la sexualidad “normal” de los criollos americanos, especialmente los que más se acercan al sol del trópico.

Benedetti escribe poemas sobre las oficinas en que estuvo de chupatintas con sueldo miserable y trabajo burocrático; allí descubre la robotización de los empleados públicos en el ambiente de empresas dependientes y menores de un capitalismo dependiente y menor. Se burla de pitucos y bitongos, se mofa del pudor de una pacata prensa que oculta verdades y produce las mentiras convenientes, pone en solfa la ignorancia y sangra por la insensibilidad, grita para descubrir el doble rasero y hasta aprende a tirar una trompetilla. Su obra desmitificadora rompe estereotipos y les pone zancadillas a los mitologemas. Emigrante y emigrado, exiliado e inxiliado, expatriado y repatriado, voltea las nociones de patria, esa construcción del siglo XIX que por lo visto se prolongará en el XXI. Juega a ser uno y el mismo desde diferentes posiciones, pero nunca desde un rincón corrosivo o tembloroso, pues su capacidad instintiva de buen fotógrafo intuye el color rojo de la sangre para contar con él, y aprieta el obturador desde su predilección por el lado izquierdo, donde está el corazón.
 
El prójimo es su religión porque un escritor sin ese otro no tiene sombra. Repetido y musicalizado, copiado en libretas escolares y recitado en fiestas laborales y en amorosas serenatas, disfrutado en reuniones con amigos y admirado en multitudinarios recitales por viejos y jóvenes, en sus textos se resumen nuestras vidas: las confesiones de almohada y la declaración del arco iris, las provocaciones encendidas de los conspiradores y las dudas de los que piensan, el parpadeo causado por una sacudida o la sensual languidez de la mirada después del placer. Como en la Biblia, en su obra poética cualquier lector encontrará el verso que necesita para calmar su ánimo o para acertar el camino. Ofrece fórmulas contra los puentes levadizos y no pocas veces confunde el sueño, la ensoñación y el ensueño con la pureza de los expertos, una rareza aún por descubrir. No se puede detener frente la injusticia ni tampoco ante la criminalidad; se sabe no solo comprometido o parcial, sino sectario para abolir “la libertad de preferir lo injusto”, y no le cuesta para ello “quemar las naves”.

Los versos de Benedetti no atienden a estructuras fijas de la tradición española ni a fórmulas experimentales; hablan el idioma de la calle, con las enumeraciones exageradas de quien desea compartir una larga reunión de copas y música; escudriñan en el tejido social para escoger la mejor esquina, la que sirve y es útil para continuar la lucha sin perder la alegría. Sus frases sin puntuación señalan el énfasis de las pausas según el contenido y una recitación sureña entre amigos en cualquier parte del planeta, con mucho o sin nada para brindar. El vos y su semántica se universalizan ante cada respiración del poeta para resucitar el arte de la recitación: la poesía regresa a su música; los juegos de palabras y los retruécanos expresan una proyección humana más allá de las palabras; la repetición –énfasis socorrido de los malos poetas– le es útil para alcanzar un ritmo interesado, que prueba su eficacia comunicativa más que con un lector, con un oyente.

Al tanto de lo que está pasando no solamente a su alrededor sino muy lejos de él, no renuncia a actualizarse sobre lo que piensan y sienten los lectores que conforman una nueva generación; ese es el secreto de su eterna juventud, una perspectiva que constantemente se renueva en los coetáneos y en los contemporáneos. Sus poemas son los de los otros pero atiende a los que vienen llegando en ese constante fluir que se llama vida. Se trata de un hombre que sigue mirando al cielo sin dejar de ver el suelo, que no descuida la táctica por la estrategia, maestro en viceversas y discípulo de cada relatividad: un ser humano que nunca está solo porque su vínculo con el prójimo –próximo– no tiene ni tiempo ni edad y puede no solo mezclar sino integrar lo público con lo íntimo, los temas sociales con los privados, la política con el amor. El poeta se salva porque no piensa en salvarse, es eterno porque no cree en la eternidad.

Tenía una fuerte conciencia de pertenecer al sur, donde hay que construirlo todo, hasta la certeza de que “nuestro norte es el sur”. Estaba convencido de que su fuerza se basaba en la combinación estadística en que se ordenan las palabras para alcanzar mayor eficacia. Con esas dos convicciones marchó por el mundo, sin más defensa que su nobleza de espíritu y su divisa de Quijote: decir la verdad aunque cueste la vida. Así fue construyendo su obra: ladrillos de sucesos con ladrillos de vivencias, ladrillos de recuerdos con ladrillos de nostalgias, ladrillos de ternuras con ladrillos de desengaños. Y se siguió inventando nociones de patrias que nunca pudo resumir porque le estorbaban las parcelas, los límites, esas rayitas en el mapa, los cambios de color para indicar diferencias apenas perceptibles en la realidad. De tanto estar en el norte e ir al sur, o de tanto vivir en el sur rumbo al norte, ya no reparaba en puntos cardinales porque su geografía era el planeta. No es cierto que Benedetti fuera uruguayo, era un viajante de sueños, un tramitador de esperanzas, un agente de seguros que tenía un pacto secreto con el cielo.

Ahora, sin que nadie me lo haya encargado, escribo rápido estas líneas tan espontáneas como la poesía de Mario Benedetti y aún más veloces que aquel prólogo que hube de redactar; hoy muchos nos empeñamos en la organización del homenaje que la Casa de las Américas le rendirá en el mismo momento en que ocurra su entierro; quiero creer que está volviendo como vuelven los poetas y nos va seguir haciendo preguntas al azar para seguir lanzando flechas al firmamento. Los que ahora trabajamos en el mismo lugar que él ayudó a fundar, el Centro de Investigaciones Literarias, hemos tenido el reto y el privilegio de continuar con su labor; alguna vez hallaremos una botella en el mar con un nuevo poema, será en la mañana o en la tormenta, en su malecón habanero y muy cerca de la institución en que todos lo recuerdan; de vez en cuando se podrá escuchar otra vez la segura y tenue voz del poeta que tanto le cantó a la alegría y cuyo optimismo no pudo ser velado por el sufrimiento; volverá mañana para recordarnos que siempre podremos ver “el mejor ángulo de cielo”, porque siempre habrá el espacio de esperanza que él ayudó a forjar.

 

Juan Nicolás Padrón
19 de mayo de 2009
La Habana, Cuba

 

 

 

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