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Poemas de Abigael Bohórquez

(México, 1936 – 1995)


 



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Abigael Bohórquez (México, 1936 – 1995). Poeta sonorense. Estudió teatro y composición dramática en la Escuela de Arte Teatral del INBA. Entre sus libros figuran: La madrugada del centauro (Poema dramático, 1964); Canción de amor y muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles (Poesía, 1967); La hoguera en el pañuelo y Caín en el espejo (Teatro, 1967); Digo lo que amo (Poesía, 1976); Heredad. Antología provisional, 1956-1978 (Poesía, 1981); Poesía en limpio, 1979-1989 (Poesía, 1991); Navegación en Yoremito (Poesía, 1993); Poesida (Poesía, 1996); Las amarras terrestres. Antología poética,1957-1995 (2001). Durante años colaboró de forma permanente en diarios y revistas, tanto estatales como nacionales. Desempeñó, además, diversos cargos en la Universidad de Sonora, INBA y IMSS. Por su obra literaria fue reconocido con diversos premios. En el último tiempo su poesía comienza a ser redescubierta y a convertirse en referencia obligada para las nuevas generaciones de creadores. 

 

 

 
Exordio

POESÍA, desembárcame,
échame a tierra y léñame;
como a candil de sangre, enciéndeme,
que se sepa Tu Voz.

POESÍA, horádame,
ancla en mí, balsamízame,
sumérgeme en la luz líquida y lenta
de este trago de vino;
rescátame, tremólame,
tengo hambre de tu lanza en mi costado.

La Transfiguración, POESÍA.

Inúndame,
haz de mis huesos el temblor;
no tardes, tempestad,
golpea,
abre compuertas sin descanso al vértigo,
amor de mi niñez, POESÍA,
pertúrbame, combáteme,
mira mi corazón, préndele fuego,
deste derrumbe amante amasa el trino,
no hay tiempo que perder,
el sitio es éste, el corazón, oh, sed;
desuéllame, POESÍA,
asesta el golpe de debe abrir el surtidor,
quebrántame;
y en esta carne admonitoria,
carne de dar, devuélveme el niño aquel,
el niño aquel escarnecido y dulce
que lamía tus manos.
Oh, POESÍA, condúceme,
desgástame, desquíciame,
procede,
de donde estés, ordena,
y ponme a caminar.

 

 

Aprehensión

es preciso volvernos a tiempo
hacia los que no nos ignoran;
ser prudentes, pacientes, cristianamente
alcohólicos, acostólicos y remonos.
los enemigos no tienen conducta
ni sentido;
se hacen ver donde menos
se les quisiera ver.
pero todo fue algo más:
yo acerqué mis labios a tu frente,
a tus mejillas redentoras
a tus labios, no sé;
y la beata, el adúltero, el sacrílego,
el cura, el homicida, el drogadicto,
la incestuosa y el sátiro,
el centurión,
la distinguida cogelona,
la sociedad de padres de familia
y adoradores del santísimo,
los fetógrafos,
los puros elegidos,
no sé qué hacían
emboscados,
ahí,
en el monte de los olivos.

 

 

Envío

RENÁN:
la vida siga así, sencillamente;
tenerse amor, sembrar, transparentarse
en tierra y a sudor y perpetuarse
agua encendida y cálida simiente;

dejar que el sol encumbre lentamente
sus oficios de octubre; comprobarse
que se es de verdad y continuarse
de sí mismo a sí mismo, ardientemente.

Dejar que mis palabras, rezumando
la voz gozosa, la acuciante estrella,
queden en estos versos, cintilando;

que aspa de luz, ilimitada y bella.
honda y florida miel, dulcemanando,
va LA POESÍA en prenda. Y voy por ella.

 

 

Los dulces nombres I

No bastó que el silencio confirmara
sus nervuradas mocedades.
Ni bastó que la luz enjazminase
sus pendulares
atributos.
Ni que hacia mí sus pasos condujeran
rastros de algún incendio.
Ni la invasión total de su hermosura
en las avasalladas soledades.
Ni su pelo feraz ya levemente mío.
Ni sus ojos tabaco
de eficaces instantes.
                                Ni el reclamo
de lo que en su cuadril ruiseñoreaba.
Faltaba el mar, sus cómplices azogues,
sus empujes vitales,
el júbilo hamacal de sus vaivenes;
y el mar, bramal y salitrado,
doncel entre la luz, llegó lamiendo
aquella flor de carne entre mis manos.
Yo estaba sobre la ácida blancura,
junto a la desnudez total, súbdito y amo
de aquel cuerpo de almendras y de limo.
Oh, niño de la siesta, oh tierno, oh mío.

Recuerdo que subía del suntuoso verano
la rama intensa del calor.
                     Oh, Mórbido.
Oh huracánido.
Y ardió a besos el mar
entrambasaguas,
entrambazarpas,
entrambaspiernas descrifrantes del fuego
y los saqueos de insaciables discordias,
como barcos tundidos que el mar hunde o levanta,
como leños que anega y transfigura
perseverantemente.

Plenario fue el amor. Enardecido
el goce diluvial, la punzadura
del cuerpo bienherido, servidumbre.
Y sentimos el mar y sus reclamos
mío también diciendo
entre las ondas vulneradas.

Ahora,
lenguante el mar, bramal y salitrado,
profundamente canta en la memoria,
canta, mientras la vida,
con revuelta marea
rejunta entre sus aguas las aguas de este olvido.
Todo tiene su precio.
Y he pagado
con vejez o con lágrimas
aquel amor perdido.

 

 

Los dulces nombres II

Para hacer este canto me bastó el mar. No siente.
Pero está. No lo sabe. Es.
Yo soy, yo siento, estoy, lo sé.
Sin ti.
Puede el mar empezar cada segundo su menester.
Pero tú -mientras cuelga del día, óptimo,
senecto cazador-
pasas, esplendes como el mar y no escuchas.
Eres. Pero sí sabes. Y nada más el mar...
No sientes.
Donde tú estás
simplemente no estás.
Eres aquí en el viento y viento eres.
Digo tu nombre que no sé.
Por salvarme de ti salgo a correr las islas,
y, de pronto, tu aroma, tan lejano,
va conmigo.
Está, sin ti, mi corazón vacío,
y me hundo, me hundo, y a donde voy no sé,
porque no eres.

 

 

Los dulces nombres III

Nada tuyo, ni mío, ni de nadie.
Morir no tiene mérito.
A echar las redes pues,
que hay alguien más que tú.
Díganme,  ¿dónde?
Oh, pura nada, arena, arena.
Y el mar irremediablemente me basta. Está.
No siente.

 

 

Cuerpo del deleite

si de nuevo pudiera
como si nada o nada hubiese de amar más;
se me fuera otorgado un solo instante,
ahora que no estás, sino un espacio helado;
si se me concediera:
yo volvería a ti, sí, volvería,
suplicando,
tus dedos finos
como el primer día de las espigas,
rogándote beber
tu dulce y dura flor,
pidiéndote
aquel que fue contigo tu soldado de plomo,
tu primera mujer,
tu barco de papel,
la chava,
ah, sí que volvería a tus jugos profundos
que fueron en mis labios la canción;
a tu alegría ociosa
de la que todavía haces ausencia;
a tu esbelta hermosura
que no me pertenece sino la cruz sin nadie;
a tus ojos navales
donde partí y no estoy;
yo volvería a ti,
junto a tu sombra,
sombra de ti, perdido.

pero no tengo, no, ya nunca,
tus palabras de mocedad,
tu breve piel trigueña
donde me puse a arar y me sembré
como una almendra atroz,
puesta en ti,
condenada a nacer y manar de tu costado;
pero no tengo, no, ya nunca,
riesgo mío,
la turbadora cercanía de tu mirada,
no tengo ya tu cuerpo, su labranza,
su cuenco de rocío, se quejumbre,
su equilibrado ruiseñor, su oleaje,
su tersura de orquídea entre mis labios,
no, ya nunca, nunca más.
yo llevé a tu cintura la turbia compañía,
yo acerqué a tu cadera
un acedo calor de lenocinio;
yo puse mis colmillos de solapado roedor
a morder tu amistad;
yo fui el mono borracho, tu asesino,
el corsario de tu pureza,
tu verdugo, todo, todo,

y volvería a hacerlo,
sólo
por volver
a mirarte.

 

 

Podrido fuego

Entre escombros y cáscaras oscuras
y en olvidados aposentos,
se deslágriman ya
mis desgraciados amorosos amigos:
Chucho  Arellano,
Paula de Allende,
Margarita Paz Paredes,
Raúl Garduño,
Efraín Huerta,
Miguel Guardia,
muertos
inolvidablemente,
yertas sus bocas que pronunciaron tantas bocas queridas,
vacías sus miradas que la muerte inexorablemente ahora
deshila y descompone,
varados sus calcáneos,
desgranándose su jornada caduca,
rendidos sus astrágalos
--cómplices todavía de la tierra que caminaron harto--,
pasturanza nocturna hoy sus caderas de amor
para los húmedos enjambres,
islas de carne ciega para las bocas pavorosas
sus continentes congelados,
abrojo cruel de tanto amor vivido sus húmeros talados,
yermo de abdicación su sangre,
ay, todavía ayer enamorada miel y ahora
carcoma del estío;
así por cada muerto:
cuando el jornal de luz fue macerado
y un rastrojo de duelos alzó al viento
sus silvestres pavesas consumadas,
cuando el mosto cayó a sus laboreos
y el fermento empezó sus herbeceres,
cuando el arpa ocupó sus varaderos
y el calado helminto sus desamparos,
cuando el sosiego fue depositario
de sus cargas de amor y de andaduras,
cuando el ojo y el ojo intermediarios
de la perfecta lágrima secaron sus tibias mataduras,
y marcharon uno tras otro a su redil de olvidos,
cuando a solas quedaron al relente,
sus años a la sombra,
presos en libertad aprisionada,
y ya nos fue imposible despertarlos:
ay, Jesús,
Margarita,
Paula,
Raúl,
Efraín,
Miguel,
sólo alcancé a decir,
amores tan amor de amor vacíos.
 
Ay, amigos segados,
sus tiernas calaveras solares no responden,
sus pubis silenciosos tiemblan ahora
bajo el diente sombrío de las hormigas,
y en sus pechos raídos,
de los que un día brotara la Poesía,
corazón adentro
se oxidan las luciérnagas.
 
Ay, poetas, que todavía ayer
por el hueco insaciable del paladar
pasaron roncos vasos de alcohol y húmedos besos,
ay, compañeros, que todavía ayer
reían, amaban, fornicaban ufanísimamente,
y ahora… devastadas impapachables mariposas
de hueso,
ay, sombrosos,
contaminados de desastre en la oquedad terrestre,
ay, tiernos descarnales,
nada es ya aquí verdad sólo ese deterioro,
podrido fuego
donde se van cumpliendo
a imagen y despecho de la ausencia
sus deshojados fémures,
en donde van pagando tributo sus cuencas desempleadas,
sus ilíacos hábiles,
recién apetecidos por la muerte
y sus nombres heridos de memorias
sobre el humus atónito.
 
Ay, Jesús hombrelengua, almacigado,
ya sin la llama que te dio existencia,
limpia la madrugada te enrracimas,
te embriagas largamente, te enMarcelas,
y lloras y te conmueves como niño
que al fin vuelve a su madre,
muy triste sí pero también qué alegre
la tu muerte feliz de abrirte en rama.
 
Y Paula aérea en el ritual cumplido,
la mano alada hasta alondrar el fuego,
persevera en la noche
su distante muchacha otra vez niña,
otra vez y otra vez ron y ceniza,
escalando, aturdida,
los crematorios sin retorno.
 
Y Margarita,
que padeció matraces, asepsias,
versos, bromuros, transfiguraciones,
cautiverios lumbrales, paraísos,
presagios, desbondades, profecías,
despojos, rebeliones, certidumbres,
desencantos, iluminaciones,
droga, hospitales, desentendimientos,
que creó a su semejanza la alegría
para el exhausto corazón del hombre,
que jugó a terminar
y que la rosa
ya no está donde estuvo
alucinada.
 
Y Efraín y Miguel,
excesosos de sinquehacer,
noctérrimos,
fosforeciendo sus andrajos dionisíacos,
dejándose crecer la postrera barba
cocodrilástima,
trasnochadores de la última noche que no pasé contigo,
cuando entendieron
y yo no quiero entender
su doble soledad sin compañía,
niño miguel
uno sesenta y dos sobre el nivel del mal:
el día no se hizo para él;
niño efraín:
desalbado mastín:
Cuás.
 
Y una vez más entro despacio y entro
y despacio y despacio y negramente
vuelvo a nombrar:
Jesús,
Paula,
Margarita,
Raúl,
Efraín,
Miguel que hasta ayer se nombraban
y que ahora,
dulcemente amarillos,
son llamados:
neblina,
polvo,
carne exterminada,
aire oxidado,
transparencia,
pedo,
ruina,
cielo caído,
irrecuerdo
y herrumbre
y cautiverio,
pero que yo, con los ojos del verso,
del sollozo,
del corazón lluviosamente triste,
los contemplo nacerse a diario,
resucitar la muerte desde el verbo
que un día les enviara la Poesía;
y ahora ay, muerte son
y la Poesía,
por eso vivirán,
mientras quizá
ahora mismo
el trompetario suena,
está sonando por alguien
de nosotros.



 



 

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Poemas de Abigael Bohórquez.
(México, 1936 – 1995)