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Marta Brunet en su ficción y en la realidad

Por Emir Rodríguez Monegal
Publicado en «Narradores de esta América». Ensayos.
Editorial Alfa, Montevideo. 1969


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Un día del año 1924, la vida literaria en Santiago de Chile se agitó con la publicación de una novela corta que firmaba Marta Brunet. Nacida en Chillán (1901) y hundidas profundamente sus raíces en la tierra, la joven narradora había despreciado las convenciones de la literatura femenina de entonces en América hispánica y había escrito un relato que sorprendía por su crudeza, por la objetividad con que mostraba la pasión y el crimen en las tierras del sur de Chile. Montaña adentro se llamaba la nouvelle, y ella bastó para situar a Marta Brunet en las letras del momento y para colgarle el epíteto (algo equívoco) de criollista. Otros cuentos, otros libros, permitirían dibujar mejor la fisonomía literaria de esta narradora; mostrarían la evolución de su arte hacia formas más dramáticas y (también) más despojadas de lo inesencial del criollismo —abuso de color local, abuso de la jerga—; documentarían incluso una tendencia hacia la narración fantástica que, a primera vista, era insospechable en la autora de Montaña adentro.

La perspectiva actual de treinta años y de una obra proseguida con intensidad, sin pausa, permite una mejor comprensión de este relato, y de los que inmediatamente siguieron, reeditados (con inequívoco carácter de homenaje) por la Editorial Losada de Buenos Aires en 1954. Junto a Montaña adentro (escrita en 1923), se publican en volumen Bestia dañina (1926) y Maria Rosa, flor de Quillén (1929). Leídos ahora y en su secuencia temporal se advierte ante todo, una fidelidad de la autora a su mundo de infancia: el mundo de la áspera y cálida montaña, del trabajo duro y las pasiones violentas, de la explotación del hombre por el hombre y de la entrega, fatalizada, al crimen o al vicio. Un mundo de caracteres violentos, acechado por el melodrama, y en que la sangre no se ahorra. Pero (y también) un mundo en que la pasión auténtica, aunque destructora, y el amor y la ternura y hasta la generosidad no están siempre ausentes.

Ese mundo está recreado por Marta Brunet con elogiable objetividad. Las situaciones pueden ser violentas y hasta procaces (hay más de una seducción, más de un crimen, dicho en sus sórdidos detalles) pero jamás se advierte en la narración la menor complacencia. La autora acerca su mirada, limpia y clara, a la faz de este mundo y la reproduce en toda su fuerza y en toda la pureza de su destrucción. Es ejemplar, en este sentido, la escena en que Cata (protagonista de Montaña adentro) dice al hombre que la ha seducido o al que se ha entregado, que va a ser madre, y él le contesta:

—"¿Estáis segura siquiera de qu'es mio?"

Otro autor (el Onetti de Tierra de nadie, por ejemplo) no podría no deslizar en el episodio alguna nota de cinismo, de sensualidad corrupta; en Marta Brunet, lo que emerge es la fuerza, salvaje, de la mujer que en ese mismo instante se separa del hombre y rescata su perdida dignidad y la posesión entera del hijo.

Similar (y tan ilustrativo de la visión honda de la autora) es el episodio del tercer cuento en que María Rosa es humillada por Pancho Ocares, al que se ha entregado después de artero asedio, con la revelación de que si la poseyó fue para cumplir una apuesta. Entonces María Rosa, la honesta y fiel María Rosa, echa al hombre de su lado, lo reduce a la condición de mero ladrón de honra, le azuza los perros, y borra así (no por cálculo, sino por recuperada integridad) lo que fue flaqueza sin culpa.


II

Un universo femenino, ha dicho Guillermo de Torre en su prólogo. Es verdad: un universo construido por una mujer, con visión femenina, centrado hondamente en la intuición de lo femenino. Pero no un universo femenino por su blandura o muelle sensualidad. El vigor, la transparencia e inmediatez de la mirada de Marta Brunet, no soportan esos calificativos de lo femenino sensiblero. La mujer es, en sus relatos, un ser poderoso y entero: es capaz de soportar la traición o la violencia, capaz de ser burlada y rescatar, completa, su virtud, capaz de entregarse con profunda devoción. No es un ser tallado de una sola pieza, sólo paciente y sufrida superficie. Puede cambiar y suele cambiar. Cata necesita encontrar a su segundo hombre, al puro Juan Oses, para volver a sentirse mujer; Meche, la hija díscola del segundo cuento, deberá enfrentarse a su padre, engatusado por una calculadora (la Bestia dañina del título) para existir y perderse en el odio; María Rosa despertará de su prolongada adolescencia de muchacha casada con un viejo para asumir su condición de mujer en las provocaciones de Pancho Ocares. Cada una de estas figuras vive un conflicto que no está en los términos mismos de la anécdota, sino que corre, no siempre visible, por debajo de la trama del cuento, dándole una consistencia y una dimensión dramáticas, difíciles de glosar pero luminosamente intuibles a la lectura.


III

Porque estos relatos de Marta Brunet padecen de una evidente contradicción: la trama suele ser trivial o previsible o meramente melodramática, la visión que la sustenta no es nunca vulgar. Se advierte luego que la materia anecdótica no tiene importancia: que lo realmente importante es la pasión que ocurre en el personaje central: ese otro conflicto que está hecho de súbitas apasionadas revelaciones, de violencias morales, de ardimiento amoroso, o de profundo odio, de crecimiento inexorable del Destino. Los incidentes no importan en sí mismos sino en su capacidad de revelación. Podrá despreciarse, en el plano de la intriga, la preparación de la fuga de Meche con Víctor (tan fatigada de casualidades, tan bruscamente introducida en el relato) ; sin embargo, es de fulgurante intensidad, la escena en que la muchacha provoca al joven y le resuelve a ser cómplice (inadvertido) de la venganza contra el padre de ella. En este instante, cuando él acaricia el cuero del zapato de la muchacha bajo su ardiente mirada, alcanza Marta Brunet la expresión total de una pasión: la destrucción del odio.

En ninguno de los tres cuentos es más intensa esa comunicación pasional con el lector que en María Rosa, flor de Quillén, con su pausado ritmo, su segura progresión, la intensidad que adquiere el combate interior de la protagonista a medida que se va hundiendo en su carne (no tocada por la sensualidad del marido) la imagen de Pancho Ocares. Con nada o casi nada consigue Marta Brunet comunicar esa tragedia de la revelación de la sensualidad provocada por un ser indigno, y la catástrofe de la posesión cuando María Rosa sólo descubre brutalidad en lo que creía ternura. Esa capacidad de penetrar en el alma (que no se opera por el análisis moroso, como en Proust o Virginia Woolf), sino por la intuición directa, poética, es la cualidad central del arte de Marta Brunet. Una cualidad que sobresale ya en María Rosa y que, corriendo años y libros, le permitiría la plenitud —tan áspera y trágica— de Piedra callada (1943).


IV

En uno de sus Ensayos críticos, se pregunta George Orwell por el rostro del escritor que asoma detrás de sus páginas: "Cuando leemos cualquier escrito marcadamente individual tenemos la impresión de ver un rostro tras la página. No tiene por qué ser el rostro real del escritor... Lo que uno ve es el rostro que el escritor debería tener."

Detrás de los relatos de Marta Brunet asoma un rostro de entereza y de sensibilidad. No importa que el crítico advierta, aquí y allá, los trucos del oficio: un desenlace que se prepara gracias a un detalle prescindible o arbitrario; una descripción que demora innecesariamente o rompe, con su carga didáctica, la tensión de una escena; un rasgo de estilo en que el lirismo fracasado se pone en evidencia. No importan estos trucos porque están a la vista y son pruebas de aprendizaje, de inmadurez narrativa. Pero nunca pruebas de deshonestidad creadora, nunca trampas.

El rostro que asoma detrás de estos cuentos tiene una mirada serena y penetrante y trasluce una visión que no nace de la mera curiosidad o del conocimiento adquirido con prisa sino que recoge, desde muy hondo en la tierra y en los hombres, una cierta sabiduría elemental. Es el rostro verdadero de Marta Brunet, y, aunque increíble, es el rostro mismo de la escritora.


V

Quienes visitan su departamento en un último piso (octavo) de la Avenida Bulnes, en Santiago, descubren en la penumbra cuidadosamente mantenida una distribución de muebles, libros, cuadros y cerámicas que es muy semejante a la de su departamento en Buenos Aires. Porque Marta Brunet, que fue tantos años cónsul de su país en la Argentina, ha vuelto a Chile para continuar su mundo de Buenos Aires: un mundo (aclaro) que ya era chileno en Buenos Aires. Como los de sus cuentos, este mundo es esencialmente femenino. Pero no de una feminidad cruda, sino exquisita, pulida por los años de cultura, como en uno de esos poemas de Baudelaire que Tagore rechazaba (I don't like your furniture poet, dijo un día a Victoria Ocampo):

Des meubles luisants,
Polis par les ans,
Décoreraient notre chambre;

A diferencia de Baudelaire, el exotismo de Marta Brunet no la hace salir del país natal, o casi. Porque los mejores objetos de su espléndida casa son de Chile, recogidos por ella y traídos de los lugares más increíbles: cerámicas pesquisadas en el luminoso Mercado de Santiago o idas a buscar a sus fuentes, en Temuco o en Chillán; calvarios embotellados, traídos de la cárcel, en que los presos matan horas haciéndolos, o cruces rústicas, buscadas en empolvados bazares, rescatadas del tiempo y de la indiferencia. Cada uno de esos objetos, hechos por la mano del hombre o por la de la naturaleza (como los espléndidos sonrosados caracoles), ha sido encontrado un día por Marta Brunet, obtenido por ella como pieza individual y digna de amor. Y cuando los muestra, cuando los presenta al curioso, se ve lo que cada cosa significa en sí misma, aunque no pueda saberse siempre qué significa también para ella.

No hay, sin embargo, un parti pris de criollismo. Marta Brunet ha vivido demasiado tiempo fuera de la montaña, tantos intensos años en Santiago o en Buenos Aires, para querer inscribirse como en un museo de reliquias autóctonas. Lo que hay es una sabia distribución de los tesoros del arte popular chileno en un marco que es marco de ella, de su persona y de su cortesía. Por eso hay también porcelana francesa o grabados españoles (interminable, elocuente muestrario de mujeres ilustres, según óptica del siglo XIX); y hay también máscaras mejicanas y libros de todas las nacionalidades.

Porque el criollismo de Marta Brunet (en su arte y en su vida) es una consecuencia de su origen y no una elección de moda literaria. Ella es mujer de montaña adentro y a la montaña está ligada por las horas de la infancia y la sangre de sus padres y los padres de sus padres. Cuando se la conoce, cuando se encara uno con esa mujer alta y fuerte, de mirada crepuscular y sin embargo tan penetrante, de voz suave y plena (Qui hubo, hijito lindo), en ese marco, su marco, lo primero que se advierte es la solidez de la persona. No la solidez material sino la solidez del espíritu. La cortesía matriarcal, una serenidad que parece fluir de ella, la precisión con que se mueve en la penumbra, con que sirve una bebida, o enciende alguna lámpara que no viola totalmente la sombra, o habla sin pausa pero sin prisa, son todas formas de esa misma cosa: la solidez de su persona.

Esa solidez emana de la tierra y de la posición central de su visión; es una visión feudal. Porque ella no escribe de esos seres miserables y explotados de montaña adentro como uno de ellos. Escribe con esa objetividad (que en grado supremo tuvo Quiroga) del que contempla y comprende pero no participa sino por el arte o por la intuición. Su mundo campesino está visto por una mujer en que perdura, viva, una herencia de antepasados que fueron patrones. En una conferencia bonaerense en que evoca el local donde se reunía el grupo de los Diez, se ha dejado decir de sus raíces: "En el patio hay naranjos y limoneros, una alta palmera y una fuente que dice su romántica canción de agua. Todo es claro, preciso, recoleto: casa colonial que implica señoría y que a ustedes y que a mi, americanos, nos es familiar, porque es la casa de los abuelos que guardamos en el corazón como el más dulce de los recuerdos de infancia."

No se crea, sin embargo, que este feudalismo (la palabra es de Enrique Espinoza) es negativo. Tiene todos los atributos de la visión matriarcal: piedad, comprensión honda, participación vicaria en el sufrimiento entereza para comprender y padecer. Por eso, sus mismos relatos pueden comentar y subrayar, sin eufemismos, la condición social de explotados y de humillados de los trabajadores rurales. Porque su feudalismo es de raíz Y se hunde en la tierra, en el amor de la tierra y en su capacidad de perdurar.


VI

Así como sus cuentos arrastran la violencia sin regodearse en ella, Marta Brunet acepta su existencia con entereza y sin solicitar privilegios. Le ha tocado vivir alejada mucho tiempo de su patria y de los suyos; ahora vive en Chile nuevamente, ligada al clan de las Brunet (como las llama, en broma) pero separada de afectos creados en Buenos Aires. Le ha tocado también la cuota de enfermedad (la vista), en ella agravada por el oficio. Pero como las mujeres de sus cuentos ha sobrevivido y ha recobrado siempre su entereza, su ejemplar equilibrio.

No le faltaron apoyos porque su misma generosidad humana exige correspondencia y la obtiene sin esfuerzo. Por eso el visitante casual de su octavo piso sabe que junto a la cortesía generosa de Marta Brunet puede encontrar, en la tarde santiaguina, la conversación chispeante (e incesante) de González Lanuza o la modulada baja, elegante y tal vez preciosista dicción de Alone, o la limpia ironía con que viste su humor González Vera, o el obstinado silencio de Enrique Espinoza y la enorme, sólida, estructura de Manuel Rojas. En ese octavo piso y mientras Santiago se decora de crepúsculos (ella misma se los enseña a los visitantes en una ronda de ventanas), Marta Brunet desarrolla su persona: se instala, central y poderosa, hundida firmemente en su tierra y en las raíces de sus antepasados, a contar (con contagiosa alegría, con nostalgia) alguna anécdota de la montaña, a preparar en la invisible página oral el borrador de alguno de sus cuentos.



 

 

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