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Marta Brunet, Aguas abajo
Santiago de Chile, Cruz del Sur, 1943.
Por Raúl Silva Castro
Publicado en Revista Iberoamericana, N°20, Marzo de 1946
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Los tres cuentos que reúne Marta Brunet, después de largo silencio editorial, en este breve volumen (edición de Cruz del Sur), nos plantean un problema literario que es nuevo en la carrera de esta escritora. Para examinarlo con algún detenimiento es preciso tornar los ojos a aquella otra etapa de su obra, la inicial, en la que se la vió instalarse, poseída de fuego juvenil, en las primeras filas de nuestros narradores. En esta provincia del arte de narrar fué Marta Brunet por algunos años una perfecta maestra, aun cuando no se conocieran de ella ni los tanteos ni las vacilaciones, como si su destino fuese vencer en cuanta batalla compareciera. Y justo es también decir que tal perfección técnica, que toca mas al arte que a la concepción de los temas, quedó acreditada en su primera obra, Montaña adentro, y sólo sufrió leves y parciales eclipses en otros libros suyos de mas tarde.
De Aguas abajo no puede desgraciadamente decirse lo mismo. La concepción sigue siendo de extraordinaria fuerza dramática, y no pocas de las escenas de estos cuentos tienen el relieve necesario y preciso para que el dramaturgo las transporte a las tablas: tales son la vivacidad y el movimiento de que se hallan henchidas. En donde falla decididamente la autora es en la forma.
Veamos primero los asuntos, para que se comprenda hasta que grado sabe la autora adueñarse de nuestra curiosidad, aun cuando la expresión no sea la que esperábamos de sus recursos y de su ya aceptada maestría. El primer relato, "Piedra callada", pinta los celos de una suegra ante la boda de su hija. No acepta al hombre por el cual ésta se siente dominada, y cuando el matrimonio se efectúa se aparta de la nueva pareja y condena a su hija a que en lo futuro no tenga madre. La muchacha, Esperanza, se va a vivir en la montaña con Bernabé su marido, da a luz seis hijos y algún día muere fatigada de todo. Mientras tanto, la suegra se ha ido a ese rancho a cuidar de los chicos en ausencia de la madre enferma. La tragedia comienza y, más aún, se precipita, cuando vuelve Bernabé ya viudo. Hay disputas, golpes, insinuaciones graves, y Bernabé en fin impone a la anciana que se vaya. Pero el viaje no puede hacerse en el acto porque los caminos se encuentran bloqueados por el invierno. Un día en que Bernabé corre por el rústico muelle que ha practicado en la laguna junto a la cual está su rancho, una "piedra callada" parte desde la honda que maneja su suegra, le da en la frente y lo arroja al agua. No aparece más.
El segundo relato, "Aguas abajo", podría tener mayor intensidad si la autora hubiese desarrollado con algún detenimiento el drama allí insinuado. Una mujer casada en segundas nupcias ve que su marido entra en relaciones de amor con su hija mayor, ya núbil. La rebelión que en ella produce este hecho la invita a huir, al suicidio, a todo, pero al fin se resigna y sigue su existencia tal como antes.
El tercero y final, "Soledad de la sangre", diseña el mismo cuadro de la resignación femenina, pero en otro plano menos visceral e instintivo que el de "Aguas abajo". Casada a un hombre que no era el de sus ensueños de joven, una mujer termina por vivir una doble vida por el recuerdo de su idilio entrevisto y por la música de un fonógrafo que ha adquirido para su solaz, con el producto de una pequeña industria. El fonógrafo es su orgullo: más que eso, el manantial de donde surgen sus íntimos deleites. Una noche su marido trata con un vecino el negocio de venta de unos cerdos, y entre la insistencia de uno para no dar el si y la del otro por arrancárselo mediante todo género de halagos, ambos se embriagan. Al huésped le gusta la música y pide que se toque el fonógrafo. Pero ella no acepta, lucha, forcejea, golpea al huésped y sale herida de su casa, en la alta noche, apretando a su pecho los discos rotos. Cae al suelo, se desmaya y un perro lame sus heridas hasta que vuelve en sí. "Apretó aún más contra la mejilla el delantal. Oteó la noche. Llamó entonces al perro. Se tomó de su collar. Y dijo: -A casa- y siguió en lo obscuro." Como puede verse por estos resúmenes, los temas que ha escogido Marta Brunet son excelentes y bastan para animar la arquitectura del cuento y aun para dar a los relatos una vibración humana de sobresaliente interés. Dijimos en ocasión anterior (ver Retratos literarios) que nuestra autora tenía particular pericia para pintar ancianos, y esta observación se comprueba con la imagen de la suegra que aparece aquí en "Piedra callada", imagen enteriza y magnífica de mujer que vela por los suyos no sólo hasta la abnegación sino hasta el crimen. También tiene interés grande la tragedia bosquejada en "Aguas abajo", aun cuando, como ya notamos, no haya adquirido ella todo el relieve aconsejable. El nudo de "Soledad de la sangre", menos general en sus alcances, no es menos gustoso para el lector, ya que aquella mujer que sueña con su idilio frustrado termina por hacérsele profundamente simpática.
Lo que sí es reprobable en estos relatos es el estilo, o demasiado cortado y premioso, como en "Aguas abajo", o francamente descuidado como en "Piedra callada". "La Patrona -leemos en este último capitulo, p. 10- la miraba en suspenso sin saber que resolución tomar, porque no era la primera vez que se le presentaba el caso, que la muchachita venía a pedir auxilio para defenderse de la madre que no admitía más voluntad que la suya. Y no era posible que sistemáticamente se opusiera a que Esperanza se casara. Celos de madre que no tenia sino esa hija, viuda y bregando como una desesperada para criarla, ayudante del molinero al morir el marido que por años sirvió ese puesto y desempeñándose ella con tal pericia que en verdad era quien dirigía los trabajos."
Puédese asegurar que si Montaña adentro hubiese sido escrita con tanta torpeza no tendría Marta Brunet el justo renombre que tiene ni la habríamos saludado -¡hace ya veinte años!- como excelente sucesora de Díaz Garcés y como digna compañera de Latorre. Y a una escritora de tales posibilidades y recursos no se le perdonan en la hora meridiana de su carrera construcciones como ésta: "Quitarse de en medio -pp. 176-7- para que la soledad fuera el castigo del que no tendría quién trabajara, rindiera y diera cuenta de hechos y pensamientos, máquina para su regalo desaparecida y que le costaría hallar otra tan perfecta."
Es verdad que algunas de estas imperfecciones surgen de que la autora, como se dijo más arriba, ha querido aligerar el estilo haciendo más breve la frase, interrumpiendo bruscamente la idea para acoger otra que la amplia y completa, volviendo atrás para dar una impresión de vida que de otro modo sería difícil lograr tan plenamente. Más que frases enteras, con sentido propio, tenemos entonces meros toques como pinceladas sueltas. Y por momentos tal forma de escribir, que sorprende en quien la usa porque no era en ella acostumbrada, seduce y arrastra al que lee, pues este nuevo ritmo tiene contagioso movimiento.
Pero los fragmentos que hemos copiado -y podríamos allegar como testimonio muchos otros, porque el breve volumen por desgracia está lleno de tales imperfecciones técnicas-; los fragmentos que hemos copiado son otra cosa. Se trata ahora de simples descuidos, de falta de lima. El solecismo ("que le costaría", etc.) no es forma de estilo, ni gala de lenguaje, ni capricho voluntario del escritor. Lo único que acredita es prisa en la composición y cierta falta de respeto al público que debemos lamentar, tanto más cuanto que en sus producciones anteriores Marta Brunet jamás la había mostrado.
Suele decirse que llega un instante en el cual el escritor puede escribir como le plazca, no sólo porque domina ya todos los secretos de su oficio sino también porque dispone a sus anchas del gusto del lector, que ha amoldado y cortado a su medida, si es posible expresarse así. Pero todo tiene su más y su menos. Marta Brunet ha permanecido en silencio varios años, y todos cuantos la estimamos, cuantos creemos en su talento, cuantos nos hemos hecho un deber de proclamarlo así a tiempo y a destiempo, esperábamos que tal silencio no fuese otra cosa que la pausa necesaria para sorprendernos con una obra en la cual la autora se superara a sí misma, y nos probara que la vida no la había distraído del arte, sino al revés. Romper ese silencio para darnos frases inconclusas, sesquipedales y siniestramente construidas, es más de lo que podemos soportar en calma.
Y, roto el hechizo de la espera , y defraudada el alma por tanto lindo tema frustrado o, peor, vejado por una mala forma, empuñamos la pluma y escribimos lo que el lector acaba de recorrer.