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Yo conocí a Mariana Callejas

Por Gonzalo Contreras
Publicado en Rocinante, N°26, diciembre de 2000


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Fue a principios de 1976. Por un aviso en el diario que convocaba la Sociedad de Amigos del Arte, me inscribí en un taller literario que conducía Enrique Lafourcade. Allí participaba Mariana Callejas. Ella venía de ganar el concurso de cuentos de El Mercurio con un cuento llamado Bobby Ackermann, o algo así. Supe después por parte de algunos de los alumnos que ella llevaba un taller en una casa de Pío IX y el que entiendo también dirigía Lafourcade. En el taller conocí a Carlos Franz, Carlos Iturra y a otros escritores, por entonces muy jóvenes —yo tenía diecisiete años— y que luego han hecho su camino. Recuerdo que en mi estreno en aquel taller, leí a modo de presentación, un cuento que venía ya con un premio, y fue minuciosamente destrozado por Lafourcade y por el resto de los asistentes, entre ellos, Mariana Callejas. Al poco tiempo de estar ahí, me enteré que ella llevaba un taller paralelo, una especie de salón literario al modo de las lengendarias "madames" del siglo XIX. Tuve la dispensa de ser invitado. Para un joven aspirante a escritor entrar a un mundo literario, particularmente en esos tiempos, era una gran aventura. No deja de ser importante que ella atendía con un especial cálculo. La mise en scene estaba preparada. En su casa de Lo Curro había whisky, montañas de churrascos e incluso cartones de cigarrillos para que los discípulos no gastáramos nuestras escuálidas mesadas. Eran lo que se puede decir, "veladas literarias", donde ella oficiaba de sacerdotisa y ejercía su poder. Creo sinceramente que reunía a este grupo de jóvenes para ser ella escuchada y comentada, ya que en cada una de las reuniones, eran básicamente textos suyos los que se leían. Por entonces, la producción de cada uno era muy baja, en cambio Mariana Callejas tenía el don o el defecto, de la grafománía. Pese a que respeto algunos aspectos de sus escritos, nunca sentí nada panicular con su narrativa. Ella lo sintió. La relación fue siempre compleja y dificultosa. Mariana Callejas creo que respetaba mi literatura, pero no siempre se avino bien con mi carácter. Debo decir que por aquella época yo era un pendejo insufrible, majaderamente contestarario y ella exigía cierta disciplina a sus asistentes. En las reuniones no se discutía de política o muy raramente. Ella se mostraba partidaria del golpe, pero a su vez, se definía como una mujer de izquierda, que había marchado contra Vietnam en Nueva York, que había vivido y admiraba la sociedad de los kibutz de Israel. Su look era el de una intelectual progresista, que se había involucrado en todas las grandes causas de los sesenta y setenta. Su gran don, tal vez sea su capacidad de escindirse en múltiples facetas y sobrellevar contradicciones que pocos podrían sostener.

Ahora un recuerdo gráfico. Cuando bajábamos del tercer piso, donde se hacían estas sesiones literarias, en el primero estaba Townley, en un gigantesco taller, armado de algún pequeño destornillador juntando cables de distintos colores. El tipo era extraño, no nos saludaba y creo que odiaba el mundo literario de su mujer. Mariana Callejas se limitaba a decir que su marido era un técnico electrónico obsesionado con su profesión. Nadie de los que lo veíamos al pasar, podía suponer que aquellos instrumentos que manipulaba podían ser una bomba encargada por su patrones, la DINA.

Recuerdo un día de 1978 cuando aparecen en El Mercurio las fotos de Townley y Fernández Larios como autores del crimen de Letelier. Inmediatamente llamo a Franz para confirmar si no era Townley el que aparecía en la foto bajo el nombre de William Rose —creo que ése era el nombre que estaba bajo la foto. Carlos Franz me lo confirma. Acto seguido, me llama Lafourcade para darme instrucciones de que me aleje como sea de Mariana Callejas, que hemos caído en una trampa. Minutos después, me llama Mariana Callejas para decirme que todo lo que dice el diario es mentira, en circunstancias de que ella misma había declarado a El Mercurio que el tipo de la foto era un amigo argentino que había estado temporalmente en su casa. Todo era absolutamente desquiciado. Ya por entonces la veía raramente y yo preparaba mi viaje a Europa. Me fui a principios del 79 y no quise ni pude seguir viéndola, tal como se lo dije en una ocasión.

Debo decir que era una escritora de verdad. Que entre sus múltiples facetas, era un ser literario. Tal vez este instinto imaginativo lo llevara a un extremo funesto. Creo que ninguno de los que asistimos a esas veladas fuimos utilizados en sentido ninguno. Estoy seguro de que ni aun sus hijos sabían cuál era su doble condición. Para mí, es un enigma que nunca llegaré a comprender. Un editor me contó hace poco que recibió de ella un manuscrito de cuentos neoyorkinos que recibieron un muy buen informe del lector, pero que no pudo publicarlos por miedo a alejar a otros autores. Mariana Callejas pudo haber sido una escritora. Su vida hubiera sido tanto más fácil. Ahora enfrenta un grave problema con la justicia argentina de la que difícilmente pueda salir bien librada. Cuando he contado esta historia, me dicen, escribe una novela acerca del tema. Pero es imposible, porque no manejo toda la intrincada información del caso y porque no quisiera sacar provecho alguno de la catástrofe de alguien que conocí y a quien le di mi confianza.



 

 

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Publicado en Rocinante, N°26, diciembre de 2000