Proyecto Patrimonio - 2020 | index | Autores |







 



LA LLAMADA DE LA ESCRITURA. LOS TIEMPOS DE MANUEL CAPETILLO
Prólogo de Santo Sacrificio (Ciudad de México: Proyecto Literal, 2019) de Manuel Capetillo.

Por Manuel de J. Jiménez



.. .. .. .. ..

El Apocalipsis ofrece una base para tener esperanza en un mundo en que parecía difícil discernir las vías de Dios.
Lo hace revelando la auténtica significación del pasado, el presente y el futuro. Además, el libro del Apocalipsis se
describe como profecía. Esto probablemente armonice con la convicción, que parece haber sido muy difundida entre
los primeros cristianos, de que había regresado el espíritu de Dios: señal de que había llegado el último día.

Christopher Rowland

 
Tuve noticias de la escritura de Manuel Capetillo (1937-2008) cuando formaba parte de la Red de los Poetas Salvajes. Conocí su libro El final de los tiempos (Conaculta, 1993) y quedé alucinado por su manera de articular la poesía y, sobre todo, por preservar vivo un proyecto con palabras que rebasan al sujeto, al cuerpo y a la mente, alimentándose únicamente con la luz de la espiritualidad. Tocar una fe ciega en la escritura: ese es el signo de su poética. En una ocasión llegó Héctor Hernández Montecinos con un libro sacado de una librería del viejo Donceles, se dirigió serio a nosotros, los jóvenes poetas, y con un aire petulante y molestón dijo: “por fin he encontrado un poeta interesante en México. ¿Saben quién es?”. En nuestro radar no se encontraba ese nombre, me atrevo a decir que ni siquiera habíamos escuchado hablar de su homónimo el torero. Encogimos los hombros y Héctor se puso a leerlos aleatoriamente algunas páginas de El final de los tiempos.

Quedamos prendados de esa escritura irradiada, del experimentalismo litúrgico, del traslape de las palabras. Fui a Donceles y pude encontrar el mismo libro en la tienda de Educal. En su contraportada se lee: “El final de los tiempos es un texto que entreteje imágenes arrebatadas del Paraíso, de la destrucción y la gloria apocalípticas. Próximo a la polifonía musical, el flujo discursivo de esta obra, compuesto por poemas, aforismos y pequeñas prosas, se nutre de la búsqueda que emprende el yo de una vida radicalmente distinta a la cotidiana”. Denso, barroco sin ser neobarroco como los poetas del sur y con una “advertencia” que me llevó a leerlo noche tras noche en desorden, como el mismo libro advertía, en Capetillo había una suerte de fijación por las palabras o, como lo diría Lezama Lima, de «fijeza». Las palabras, al plasmarse en oraciones, seguían recorridos y distancias, a veces inusitados para el lector. Era un poeta en toda la extensión de su trabajo con el lenguaje.

Pensé que también habitaba la sobrenaturaleza en Capetillo, pero no como en el poeta habanero, donde las palabras y conceptos quedan imantados hasta que lo narrado se escapa a otro plano; la «sobrenaturaleza capetillana», por su parte, parece que siempre acontece en un fondo blanco – de inicio luce ya en otro plano− y las construcciones torrenciales, por más grandes que se erijan, terminan fundiéndose en un ojo extasiado: desparecen. Es sobrenatural no por colocarse encima de lo dado, sino por levitar arriba del objeto. Manuel Capetillo sabía esto, por eso leía al poeta de la calle de Trocadero. En “Apuntes al margen de Paradiso” dice: “José Lezama Lima exacerba el detalle, lo contradesvirtúa al darle cuerpo con la sobreabundancia de descripciones y de nombres. Los objetos, los hechos, las historias, los personajes, encuentran su sitio dentro y fuera de la extensión del verbo”.

*******

Pronto, algunos miembros de Red de los Poetas Salvajes, como Arturo Gómez, Aurora Zúñiga y Yaxkin Melchy, fuimos leyendo acompasadamente a Capetillo; rescatando sus libros de las librerías de usado. Me di cuenta que El final de los tiempos no terminaba estrictamente en el libro, pues se extendía a otras publicaciones que el autor tuvo a bien incorporar en esa vastísima obra que parecía nunca acabar. Por esta razón, se leía en La espiral del agua (FCE, 2000): “Libro correspondiente a la obra El final de los tiempos, libro escrito entre febrero y junio de 1996”. Ahora lo confirmo y leo en una entrevista que le realiza Mary Carmen S. Ambriz para el semanario Unomásuno, el 28 de agosto de 1993 −según anotación del propio poeta−, donde se le pregunta si el escritor se convierte en profeta, es decir, admitir un tópico que va desde Salomón hasta Rimbaud.

−¿El escritor se convierte en profeta?
−Bueno, en el sentido literario únicamente. El libro es un pasaje del Génesis al Apocalipsis, desde el comienzo de la historia hasta antes de la historia. Un poco el título es refiriéndose a que la historia no tiene fin, incluso el término es parte de la historia. En cierto modo, el libro jamás termina, incluso quiero un libro objeto que sea una esfera dando vueltas infinitamente.

La visión de Capetillo era pletórica y atemporal. En palabras de él −entrevista del Unomásuno del 26 de septiembre de 1996−, “Es un tiempo abstracto, pero con las concreciones que vivimos todos. Hay referencias a mi vida particular, al acontecer social como podrían ser algunos temas políticos, pero no es mi intención acudir a esta vertiente que se llama lo real, es decir a tiempos, lugares y anécdotas precisas. También hablo de lo real, porque al final de cuentas, lo que escribo trata de la conciencia”. Por otro lado, de haberse realizado el libro-objeto, hubiese sido un acontecimiento dentro de la escueta escena de poesía visual que tenía pocas guías además de los topoemas de Paz y algunos trabajos de Marco Antonio Montes de Oca; mucho antes de que Ulises Carrión fuese reconocido por los lectores mexicanos. Advertí que el poeta no tenía más de un año de fallecido −hablo del 2009 o 2010−, cuestión que me entristeció profundamente, pues sabía que no conocería a la persona detrás de los monumentos escriturales. Observé que todos sus libros eran dedicados invariablemente a una mujer: “A María Muro, de quien soy”. También supe que antes de El final de los tiempos, había escrito otra obra colosal conocida como Plaza de Santo Domingo, que tenía textos en prosa como El retorno de Andrés y El cadáver del tío, además de ensayos extraordinarios como Límites de la muerte de Virgilio.

En fin, ante mí estaba un escritor hipergráfico, como en ese tiempo lo eran o, quizás lo siguen siendo, mis amigos Héctor Hernández y Yaxkin con sus obras Debajo de la lengua −donde por cierto aparece una reescritura de textos de Capetillo titulado “Notas para Kors”− y El nuevo mundo, respectivamente. La hipergrafía de Manuel era en cada momento de sus lecturas, por eso tenía una biblioteca llena de anotaciones en los márgenes, como lo evidencian los escritos marginales, glosas y reescrituras que hizo del El mono gramático y Vuelta de Octavio Paz: “Tengo la costumbre, o la tenía, de subrayar y de escribir en partes blancas, al margen de la impresión de los libros. Discutía con el autor y conmigo mismo, como actualmente lo hago sobre todo por medio de una escritura constante, que no es sino la libertad de mis pensamientos, sin excluir la escritura a lápiz en las páginas que leo”.

Ahora tengo en mis manos una copia de la última solicitud que Manuel Capetillo elaboró para ingresar al Sistema Nacional de Creadores (periodo 2008-2011) −anteriormente había sido becario en los periodos 1990-1991 y 1991-1992− donde coloca la siguiente leyenda al final del índice: “(…) Sólo he sido profesor en la UNAM a partir de 2002, año de la quiebra de unomásuno, yo dedicado únicamente a escribir libros. M.C.”. Confirmo entonces que el soplo vital de Manuel era escribir poesía, terminar todos los libros de El final de los tiempos. En ese sentido, su vida, no podía dedicarse a otra cosa. Tempus fugit.

Sin duda que ser un escritor hipergráfico en un campo literario donde sólo la autoridad literaria se permite esos lujos −Octavio Paz y Alfonso Reyes, por ejemplo− no es asunto sencillo. Capetillo padeció la cerrazón no sólo de una crítica que no supo cómo asimilar y entender su obra avasalladora, sino de instituciones culturales que no eran sensibles a las exigencias de un proyecto que a todas luces desbordaba las preconcepciones de la literatura. En la misma solicitud, última hoja −340− se lee: “Aviso respecto a la SOLICITUD 2007: Reitero mi protesta por suprimir becas a personas creadoras y con obra digna de consideración ‘debido a su edad avanzada’, conforme fue sentenciado y cumplido al menos por un anciano pero mal poeta. [espacio para rúbrica] Manuel Capetillo”.

El silencio fue lo que marcó la obra del poeta, sobre todo, la parte final, que desde mi punto de vista, es la más interesante. Si algunos encontraron la línea que dibujó en Plaza de Santo Domingo; poquísimo fueron los que visitaron los pilares y cubos que traza en El final de los tiempos: una arquitectura de la palabra en su sentido más puro y alegórico. “El cubo/ plagia/ al cubo/ la caja/ mortuoria/ de la vida/ acústica. La forma/ sobre la forma/ se desplaza/ y compenetra/ a la substancia/ de sí./ Tú eres/ la Ciudad/ cúbica/ acústica/ de fuego/ que enciende/ mi anegación/ y que afirma/ y llama/ con su encendido/ incendio.” El camino de Manuel no fue el de un solitario, por supuesto que tuvo amigos y cómplices, como Julieta Campos, José de la Colina, Angelina Muñiz-Huberman, entre otros escritores, pero es cierto que su obra −sin salir de El final de los tiempos− no fuejustamente valorada por sus contemporáneos. Recientemente, junto con su viuda, María Muro, hablábamos si Manuel fue un escritor marginal. Me parece que sí y no.

Manuel Capetillo fue marginal porque no fue leído en su justa valoración, ya sea por esa obra totalizadora que se puso el mismo sobre las cienes o por otros motivos extraliterarios, envidias o, en última instancia, −como también sopesamos en aquella charla junto a María− por su fuerte sesgo religioso. Después de Concha Urquiza y Enrique Ochoa, un poeta místico ya no era bien visto en una sociedad que segregaba cualquier catolicismo trasnochado. Esas, en todo caso, serían malas o nulas lecturas de su obra. Su poesía, si bien anclada en la tradición mística católica, es una fuente de hallazgos, donde se funde las literaturas sapienciales, poéticas y de revelaciones. Él mismo busca deslindarse de los textos doctrinarios de la Iglesia y fundar un horizonte heterodoxo, rozando −para subjetividades conservadoras y tradicionalistas− con la herejía. Ante la pregunta sobre la mentalidad e ideología en su obra, el poeta contesta: “Una decididamente religiosa que se expresa literariamente. Tenía miedo de que fuera catequística, pero creo haber evitado eso. Es expositiva. Hay textos expositivos en el tono profético que en literatura correspondería al tono épico del canto homérico, por ejemplo”.

En realidad, el caso es más o menos típico. Esa suerte de escritores que no fueron comprendidos a su debido tiempo y que −espero− serán revalorados después de muertos. En México, pasa lo mismo con Max Rojas (1940-2015), poeta que ya es de culto entre un buen número de lectores, quien no fue comprendido en su momento con su poema inabarcable Cuerpos. El texto aún se encuentra inédito en su mayor parte, pues el entonces CONACULTA solo publicó el primer tomo del poema en la colección Práctica Mortal. Fuera de nuestro país, está el caso de Enrique Verástegui (1950-2018), quien no ha sido debidamente leído por la crítica peruana, anteponiendo su obra de juventud, Los extramuros del mundo, a la totalidad epistémica de su obra cumbre Splendor.

Como decía, el poeta Capetillo es marginal, pero no puede decirse lo mismo en un ámbito más formal. No sólo tuvo la beca del Sistema Nacional de Creadores por dos ocasiones, fue profesor de la UNAM y colaboró en importantes periódicos y revistas; también publicó en editoriales de prestigio como el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Veracruzana aunque aquí −en lo relativo a sus publicaciones− también se autoeditó y el poeta Arturo Gómez encontró las “Ediciones de Obsequio M.C”, donde entre otros libros, están las primeras versiones de Paraíso perdido y recuperado, El canto de la palabra y la Espiral de los tiempos. Todo lo anterior perteneciente al proyecto de El final de los tiempos. Asimismo, su importancia en el campo literario mexicano se demuestra con la cuantiosa entrada que tiene en el Diccionario de escritores mexicanos. Siglo XX. Desde la generación del Ateneo y Novelistas de la Revolución hasta nuestros días. A continuación, se trascribe solo un fragmento:

Capetillo, Manuel. (“Emmanuel Robles”, “Emmanuel Robinson”, “Fray Casino”) (1937). Nació en la Ciudad de México, el 17 de diciembre. Realizó sus estudios preunivesitarios en la escuela de los Hermanos Maristas. Ingresó en el Monasterio de Santa María de la Resurrección en Cuernavaca, Morelos. Allí empezó a leer La Biblia y a escribir sus cuentos. De 1963 a 1967 hizo estudios en la Escuela Nacional de Arquitectura. Su carrera literaria la inició en 1968, al obtener el tercer lugar en la revista Punto de Partida, con su cuento “La ruptura de la soledad”. En 1969 obtuvo el primer lugar en cuento en el certamen convocado por los 25 años de la Universidad Veracruzana. En 1971 recibió mención honorífica con la obra de teatro Los experimentos, concursando para el “Premio Internacional León Felipe”. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1972-1973). Ha trabajado como guionista de radio, de televisión y de cine; y como redactor y crítico de teatro, cine, danza y música. Ha publicado en diversas revistas y suplementos culturales (…)

Estas son algunas líneas del escritor; su formación y trabajos. Como se observa, cuenta con distinciones literarias y cierto reconocimiento. Llama la atención su paso por el Monasterio benedictino de Cuernavaca. A los 19 años, Manuel Capetillo ingresa a la vida como religioso, donde permanece aproximadamente cuatro años. Ese es el periodo en que también se enclaustró en ese mismo sitio el poeta Ernesto Cardenal. Me gusta imaginar que mientras el joven Manuel estudiaba las Escrituras y esbozaba algunos textos como glosas de la Biblia; Ernesto Cardenal escribía allí el Estrecho dudoso.

*******

En una temporada, ansiosos por conseguir y leer más libros de Capetillo y, sobre todo, saber más sobre la vida del poeta, Arturo y yo nos dimos a la tarea de buscar a la viuda del escritor: María Muro. Entonces, nuestra primera ocurrencia fue buscar en el directorio telefónico y llamar a todas las personas que aparecían con apellido Muro. No eran muchas. Nadie nos daba razón de María. Fui a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, particularmente al Colegio de Literatura Dramática y Teatro, para buscarle la pista a ella o a Manuel. Encontré caras largas y, la poca gente que decía conocerlo, me proporcionaba datos inconexos. Como miembro de la Asociación de Escritores de México, pude conseguir la ficha de inscripción de Manuel Capetillo, donde aparecía una dirección y un teléfono. Llamé y no obtuve nada. Por esta razón, descarté también el domicilio que aparecía en el documento. En un momento, casi cansados de nuestra búsqueda, Arturo supo que María Muro era oriunda de Jerez, Zacatecas, que participaba en un programa de radio local. Estuvimos a punto de hacer una excursión a la tierra del poeta nacional Ramón López Velarde. En realidad, como ocurría en Los detectives salvajes, nos habíamos convertido sin querer en una suerte de investigadores improvisados, pero en vez de buscar a la mítica Cesárea Tinajero, íbamos tras la huella de María, la destinataria y guardiana de la escritura de nuestro profético poeta.

Cuál fue nuestra sorpresa cuando la dirección que tenía la ficha de la AEM, aquella que habíamos conseguido desde hace tiempo, era en efecto la del domicilio de María Muro. Siempre había vivido allí, cuestión que desde el principio nos propuso la poeta y editora Jocelyn Pantoja. Mucho tiempo perdido. En fin, también nos sirvieron bastante las redes sociales para lograr el contacto. Estuvimos finalmente en el departamento de Manuel Capetillo. Un lugar acogedor y con mística en el aire. No sé por qué sentí su presencia aquella tarde, mientras María, Arturo y yo lo evocábamos. En un momento lo imaginé sentado en la misma mesa en la que estábamos tomando café. Serio, concentrado, escribía en una máquina de escribir. Como a otros poetas, a Manuel Capetillo le llegaba la escritura en un relámpago: dictados que brotaban en su cabeza. “De hecho, yo no soy quien decide lo que escribo. Soy el vehículo, como lo han señalado otros escritores. Nunca sé lo que voy a escribir, pero siempre estoy atento de lo que escribo”. Únicamente son la expresión, el ornatus, imágenes y metáforas, los aspectos que puede manipular el poeta. El fondo o, mejor aún, el mensaje, escapa a su voluntad. Se pierde la capacidad de qué decir, pero no de cómo decirlo. Capetillo, si bien escribió novela, ensayo y cuentos, era esencialmente un poeta. Su acercamiento a la poesía consistía en mirar e invitar a mirar al otro, mediante acciones que en sí mismas son experiencias de una mirada reveladora, por eso

(…) la costumbre obliga a entender en cuanto poesía a la composición de las palabras. En este caso si no debería distinguirse entre poesía y prosa, en la medida en la que ambos procedimientos deben obediencia a la sustancia poética que nos convoca (como no hay diferencia real, de fondo, entre narrativa y ensayo, siendo arte poética toda la literatura verdadera). Quien escribe no es verdaderamente el responsable de la escritura, en cualquiera de los dos procedimientos mencionados. El poeta, si lo es, no es mucho más un escucha o amanuense, tanto si se trata de la llamada prosa como de lo que por convención nombramos poesía −ateniendo o no a cierta medida, a la armonía, al ritmo−, la escritura siempre en busca de una poética identificándose en la composición literaria la sustancia y la forma, lo que se dice y la manera de decirlo.

En el universo de Capetillo la auténtica escritura está permeada por una «sustancia poética» que está por encima de lo que en la interpretación histórica y convenciones del arte literario se divide en prosa y poesía. Esta situación vino mucho después. Todo es poesía en su sentido y etimología más remota. Si en el Génesis, Dios enunció la Creación por medio del Verbo, entonces esa articulación fue una inmanencia creativa y creadora. No era ni verso, ni párrafo, simplemente palabra hacedora. Por eso el poeta es primordialmente un escucha y escribano; está pendiente de los dictados que llegan siempre desde su interior pero también que se oyen en los árboles y los frutos. Ese es el reto de la escritura de Capetillo: retornar a los primeros tiempos en los que se dijo algo sobre el mundo que, a su vez, son los mismos tiempos en los que se dirán los últimos nombres.

*******

El 10 de diciembre de 2018 a las 17:00 horas, justo en el décimo aniversario luctuoso de Manuel Capetillo, se llevó a cabo en la librería Jaime García Terrés una lectura homenaje titulada “El canto de la palabra”, evento que fue organizado por la UNAM y la AEM. Participamos María Muro, Arturo Gómez, Jocelyn Pantoja, Mariana Rodríguez y un servidor. Fue un evento emotivo, donde recordamos al escritor y la persona, al esposo y al amigo. La AEM publicó un fragmento de El final de los tiempos en un formato que se conoce como poemas-volantes. La gente leyó su texto. Imaginó las figuras, la ciudad cúbica, acústica, como dice el poema. Entre otras cosas, comenté varias ideas y anécdotas que aparecen en este texto, pero lo más interesante fue imaginar las obras completas de Manuel Capetillo. ¿Cuántos volúmenes serían? Es difícil contar con todo el material cuando, al parecer, muchos textos quedaron en diskettes de 3.5 y en un sitio de internet que administraba en vida Manuel, cuyo dominio e información se han perdido para siempre. Incluso así, me parece que hay suficiente obra.

Cuando conocimos a María Muro, quien amablemente nos abrió las puertas de su hogar, Arturo y yo íbamos con la intención de buscar libros nuevos, pues dentro de los textos que Manuel Capetillo editaba –Ediciones de Obsequio M.C.− no sabíamos si existían títulos desconocidos para nosotros. Recuerdo que dentro de los proyectos que más nos entusiasmaba, estaba la serie de las “espirales” que, hasta donde teníamos conocimiento, era fundamental dentro de El final de los tiempos. Cómo bien advertía Julieta Campos, en la presentación de La espiral del agua, el plan se dio gracias a un libro que Capetillo mantenía inédito, conocido como La espiral de los tiempos. La teoría de los cuatro elementos de Hipócrates era el pivote filosófico para elaborar poéticamente las espirales del agua, fuego viento y tierra. La última etapa del esquema era la escritura de un libro más llamado La espiral de la palabra. En total el proyecto consistía en seis libros. Así describe Julieta Campos el ethos de la idea de las espirales:

La idea de espiral sugiere una elevación progresiva hacia algo que, como querían los románticos, sería acaso “lo Real Absoluto”. Hacia esa suprema experiencia de lo Real sigue tensando su escritura. En esta espiral de agua que ahora nos invita a escalar todo lo que es se hace y se deshace en la anegada sustancia del origen. Las palabras se derraman sobre nosotros con una plenitud oceánica que remite, sin cesar, a sensaciones de fin y de principio, de muerte y renacimiento. Gota, vapor, rocío, fuente, lluvia, arroyuelo, río, resaca, mar: La gota en la gota/ derrama el vaso/ del mar de las palabras.

Esta es la poética de Manuel Capetillo, la reescritura del mundo, casi en mímesis divina. No es el pequeño Dios de Huidobro ni el soplo de vida que quiere imitar el Rabbi Judah con el golem; es una manera de enfrentarse a la hoja en blanco. El poeta sabe que ésta, al igual que el mundo en el inicio de las cosas, es un vacío que debe llenarse con un impulso espiritual y amoroso. La vida es el reverso de la escritura y viceversa. En cada río, insecto o roca, antes hubo alguien que los imaginó y escribió. Sin considerar Plaza de Santo Domingo, si partimos del “libro de libros” que es El final de los tiempos, están los ochos libros originales −El final de los tiempos, Textos en paralelo, Dentro es fuera, Carta sin destino, Anotaciones para El final de los tiempos, Libro de música, Testimonio y Suma− y los seis libros de las “espirales” antes mencionados. Además, un libro conocido como Paraíso perdido y recuperado (UAM, 1997) y otro como El canto de la palabra (Conaculta, 2002). En total, un proyecto de escritura de dieciséis libros.

En este sentido, nosotros acudimos con la intención de buscar alguna “espiral” inédita, que seguramente existe. Sin embargo, María Muro, quien nos mostró varios libros que no conocíamos de Manuel Capetillo y documentos personales como fotos y cartas, insistió con presentarnos un manuscrito que el propio poeta consideraba su “testamento poético”. Ese libro es la obra que el lector tiene ahora en sus manos: Santo Sacrificio. No es nimio que un escritor que proyectaba la totalidad de su obra a una dimensión trascendental y fecunda, haya decidido darle el tratamiento a este poema de larguísimo aliento como su última voluntad. Un testamento que toca al Dios humanizado, que divide su alegórica carne en versos. Esta es una música cercana a la prosodia de las lenguas angelicales y, en resumen, hace partícipe al lector de una narración atemporal que, a la vez, es trágica y hermosa como el instante mortal.


Coyoacán, julio de 2019.



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2020
A Página Principal
| A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
LA LLAMADA DE LA ESCRITURA. LOS TIEMPOS DE MANUEL CAPETILLO.
Prólogo de Santo Sacrificio (Ciudad de México: Proyecto Literal, 2019) de Manuel Capetillo.
Por Manuel de J. Jiménez