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La lengua como compañera del Imperio: el caso de Jonathan Swift (1)

Marlon Caro Ojeda / UNMSM



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Cuando Antonio de Nebrija compone la primera gramática de la lengua castellana, nos hace conocer, desde sus primeros folios, que desde siempre la lengua se ha erigido compañera del Imperio. Escribe Nebrija:

Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida reina, i pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación i memoria quedaron escriptas, una cosa hallo i saco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio i de tal manera lo siguió que junta mente començaron, crecieron i florecieron i, después, junta fue la caída de entrambos. (Nebrija, sp, 1492).

Es altamente probable que los lingüistas modernos maticen este aserto, pero es indudable que en la época en que fue planteado, la expansión en términos económicos y militares se hacía a la par de la consolidación de un aparato académico que velaba por la corrección de la lengua. De ahí el surgimiento de la Academia Francesa (fundada por el cardenal Richelieu para que las letras francesas tuvieran el esplendor que ya tenía su política) y la Academia Española, ambas sostenidas por un fuerte aparato económico que, a merced de las aristocracias locales, les permitían sobrevivir.

Podemos perfectamente asumir que esto que planteó Nebrija para España tiene su correlato en la Inglaterra del siglo XVII. No nos es difícil comprender, por tanto, la preocupación que hubo en pensadores anglosajones acerca del problema del lenguaje universal. En este punto, el trabajo de Pablo Oyarzún acerca de los antecedentes de Swift referidos al problema de la lengua resulta revelador y lo iremos exponiendo en las siguientes páginas para poder demostrar cómo el proyecto de Jonathan Swift iba a contracorriente de la presión imperial homogeneizadora. Desde la sátira, desde la parodia, sin renunciar a la lengua del colonizador, pero haciendo de ella un material dúctil, Swift manifiesta su beligerancia contra la hegemonía inglesa.

Un breve excurso histórico que nos permitirá comprender mejor las tensiones en juego. La historia de Inglaterra e Irlanda está mediada por un conflicto religioso, el de protestantes y católicos. Eduardo VI, hijo de Enrique VIII (quien decidió, hacia el año 1536, proclamarse rey de Irlanda con la venia del parlamento irlandés y así iniciar la anexión efectiva de su territorio a la corona británica), agudizó la reforma protestante iniciada por su padre hasta romper definitivamente con la doctrina papal. A pesar de esto, muchos irlandeses permanecieron en la fe católica, lo que desembocará en diversos conflictos como las Rebeliones de Desmond, la Guerra de los Nueve años irlandesa, la creación de la Confederación de irlandeses católicos, la Rebelión de 1641, entre otros.

De hecho, Jonathan Swift contaba con 21 años, ya había obtenido el grado de bachiller en 1682 y se encontraba estudiando una maestría cuando tuvo que viajar a Inglaterra, obligado por los sucesos de la Revolución Gloriosa de 1688, que terminó con el derrocamiento del católico Jacobo II, en la que sería la última invasión con éxito de Inglaterra y que acabó con la posibilidad de restablecer el catolicismo en Irlanda.

Después de esto, la vida de Jonathan Swift transcurrió entre Inglaterra e Irlanda. En 1702 recibió su grado de Doctor of Divinity en el Trinity College de Dublín, además de que logró publicar en 1704 su Cuento de una barrica (“A tale of a Tub”), con un prólogo titulado La batalla entre los libros antiguos y modernos (“The Battle of the Books”). La postergación que sufrió bajo la administración whig (es decir, el partido liberal británico que apoyó la revolución de 1688) lo hizo ver con simpatía a los tories (conservadores que apoyaron a Jacobo II) y le permitió ser reclutado como editor del diario The examiner, que desde 1710 hasta 1714 informó acerca de la política británica desde la perspectiva tory. Se le podría considerar, probablemente, como “el primer gran periodista” (Stilman, 16). Sin embargo, cuando el partido Whig retomó el poder, tuvo que retornar a Irlanda, desde donde empieza con su estilo panfletario en favor de las causas irlandesas. Es en estas circunstancias en las que publica, junto a los Viajes de Gulliver (1726/1735), tres de sus obras capitales: Propuesta para el uso universal de las manufacturas irlandesas (“Proposal for Universal Use or Irish Manufacture”, 1720), Cartas del pañero (“Drapier’s Letters”, 1724) y Una modesta proposición (“A modest proposal”, 1729).

Al respecto de esta última obra, cabe mencionar aquello que destacó Hernán Neira: cómo, a través de la sátira, Swift se manifiesta acerca de las herramientas de control biopolítico que Inglaterra en particular y la modernidad mercantilista en general (del cual Inglaterra era adalid) elaboraban para el control de los cuerpos y cómo, además, escarnecía las teorías políticas y las utopías literarias del siglo XVII. Pero no lo hace a través del establecimiento de una nueva teoría, de la cual carecía (si entendemos teoría como una reflexión sistemática, racional y ordenada al respecto de un problema), sino a través del cuestionamiento de los fundamentos de las teorías que se erguían como racionales en su momento. Reflexión análoga realizará Oyarzún cuando aborde el problema del lenguaje en Swift.

Como menciona Edward Said, Swift se encontraba en una situación divergente: “Esta es la razón por la que se ajustaba a él tan sumamente bien el papel de patriota irlandés: era un papel repleto de exasperantes contradicciones entre la pluma y el sistema de gobierno” (90). Asimismo, Said destaca que las tensiones entre lenguaje y realidad se establecen para el autor irlandés como formas irreconciliables:

A partir de 1714 vería que tanto él [Swift] como sus escritos exponían reiteradamente la inextricable oposición entre lenguaje y realidad, dos versiones de la inautenticidad amputadas de lo que él denominaba nostálgicamente “la vida en sus formas comunes” (90)

Como mencionamos en los casos de España y Francia, la preocupación por el lenguaje estaba aunada con el fortalecimiento de las naciones. Inglaterra no es la excepción:

Si el núcleo de esas exigencias [nuevas formas de conocimiento que se abren camino en el siglo XVII] es la claridad y la comunicatividad inequívoca, se entiende que las relaciones e intercambios económicos, sometidos a transformaciones de la mayor envergadura en razón de las primicias del capitalismo, tienen en aquellas un patrón de primera importancia, precisamente porque el flujo de las relaciones requiere de medios comunicativos que no estén sujetos a interpretación o que lo estén mínimamente, en forma controlable. (Oyarzún, 55)

Es así que se abre camino la necesidad de establecer parámetros, reglas, normas que permitan que permitan un mayor tráfico informativo sin que se pierda lo esencial, lo necesario para llevar a cabo una buena comunicación y que, en última instancia, se expresa en mejores intercambios comerciales. Es aquí que se erige la regla de oro, que implica el uso mínimo de términos propios de ingenios y eruditos, que, en opinión de autores como Thomas Prat, están llenos de “amplificaciones, digresiones y ampulosidades”, y privilegiando “el lenguaje de los Artesanos, los Campesinos y Mercaderes, antes que el de los Ingenios y Eruditos” (Oyarzún, 56). Y es así también que se hace natural la necesidad de aplanar todo aquel bache que dificulte la comprensión, sobre el cual John Wilkins, a través de su idioma conjetural, “concibe que el menoscabo fundamental del lenguaje es su babélica dispersión en diversidad de lenguas con la consecuencia inevitable de una confusión universal” (Oyarzún, 58).

Jorge Luis Borges, al respecto, hace dos anotaciones sobre la lengua inglesa. La primera es carácter histórico: Borges sostiene que los escritores irlandeses hicieron una suerte de rebelión contra la lengua de sus “aborrecidos señores” e “hicieron hondas incursiones en las letras inglesas, talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad. Jonathan Swift obró a manera de un fuerte ácido en la elación de nuestra humana esperanza…” (Borges, 2007, 23). La segunda tiene que ver con el idioma analítico de John Wilkins: luego de describir el proceso de concepción de este idioma conjetural, Borges demuestra las dificultades inherentes de su implantación, que pasa por las limitaciones propias de las taxonomías que tiene como fundamentos (Borges, 1974, 707-708).

El anhelo por un lenguaje universal, que hoy nos puede parecer baladí, no lo era entonces, sino un fuerte compromiso con la expansión territorial que aboliera las diferencias y estableciera una uniformidad basada en la suposición de principios trascendentales y únicos para la composición de las palabras, así como una razón exclusiva que propendía a ver al pueblo anglosajón como recipiendario de este don (Oyarzún, 57).

¿Cómo afronta este asunto Jonathan Swift? Podríamos explorar por ejemplo los juegos de palabras con los que compone su Historia de la poesía, en el que repasa el canon poético inglés sin mencionar a ningún autor directamente, sino a través de las similitudes fonéticas y escriturales de sus nombres (chaw sir por Chaucer, shake spears por Shakespeare, dry-den por Dryden), pero es más bien otra obra la que analiza Oyarzún: las recomendaciones al estilo en la Carta a un Joven Caballero recientemente ordenado. En esta, el autor destaca cómo se enumera (desde el anonimato o el pseudónimo) a un sacerdote anglicano (es decir, un representante de la intelligentsia británica) dos faltas graves en los usos retóricos: el uso frecuente de términos oscuros y el modelar el discurso de acuerdo a la conversación de café. Es decir, se colocaba precisamente en los dos polos de la conversación: la necesidad de utilizar un lenguaje que, sin ser demasiado oscuro para que la feligresía no la entendiera, pero que no perdiera su solemnidad y se reduzca a la conversación banal o circunstancial. En esta tensión, debía optar por un lenguaje llano. El problema es que esto es, precisamente, aquello a lo que estaban imposibilitados los sacerdotes, pues como parte del discurso dominante, no podían descender a un nivel de comunicación que “allanara” estas barreras que impone la metafísica y la especulación teológica. Pero, por otro lado, dado el problema de expansión colonial, no se podía condescender a una terminología demasiado difícil, cuyas raíces no se pudieran trasladar. La oscuridad, como elemento del babelismo, se opone a la pretensión expansionista. El joven (e inexperto sacerdote) suspende el juicio en este punto.

Es interesante comprobar cómo no desde unas teorías (que, después de todo, le eran repelentes a Swift) sino desde una parodia estilística establece una posición al imperialismo homogeneizador, cuestionando sus fundamentos (la posibilidad, simultánea, de un lenguaje a la vez expansivo y propio de las clases instruidas) y colocando en entredicho la misma posibilidad de la que parecían tan seguros sus coetáneos: para Swift un lenguaje universal es, por sí mismo, una nueva babel.

 

(1) Este texto lo escribí como parte del curso “Literatura Inglesa II” en la UNMSM, íntegramente dedicado a Swift, dictado en la segunda mitad del presente año por el poeta y crítico literario Paolo de Lima.

 

 

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Bibliografía

Borges, Jorge Luis. Inquisiciones. Madrid: Alianza, 2007.
____________. “El idioma analítico de John Wilkins”. Obras completas (1923-1972). Buenos Aires: Emecé, 1974. 706-709.
Nebrija, Antonio. Gramática de la lengua castellana. Salamanca: 1492.
Neira, Hernán. “La modesta proposición biopolítica de Jonathan Swift”. Cinta de Moebio 46 (2013) 47-58.
Stilman, Eduardo. “Introducción a Escritos subversivos deJonathan Swift”. Buenos aires: Corregidor, 2012.
Said, Edward. “La anarquía tory de Swift”. El mundo, el texto y el crítico. Buenos Aires: Debate, 2004. 79-102.
Oyarzún, Pablo. “Swift y el lenguaje”. Swift: cuatro ensayos y una nota. Santiago: Editorial Universitaria, 2014. 53-101.



 

 

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