No sé cómo lo recuerdo, padre. No sé si lo recuerdo cruel, cariñoso o desvelado. Recuerdo cómo de pronto, en la noche, Ud. encendía la luz y fumaba un cigarrillo. Unos perros ladraban. Una vez salió por los corredores de la casa, pasada la medianoche, con la escopeta al brazo en busca de unos imaginarios ladrones de gallinas. Tenía también un revólver tan temido que no nos atrevíamos siquiera a tocar. Ud. miraba profundamente el fuego del brasero y meditaba en silencio. Cierta vez nos disparó naranjas ácidas por la cabeza y nosotros huimos. Nunca estuvimos realmente juntos, sin miedo. No pude llegar sino hasta su frente impenetrable, su hermosa y despejada frente, o hasta el reloj que Ud. usaba en el bolsillo del chaleco. Nunca supe qué pensaba Ud., qué sentía de lo que vimos juntos a lo largo de tantos años. ¿Qué supe de Ud.? No más que Ud. de mí, tal vez menos. Entre nosotros crecían zarzamoras espesas, erizadas de espinas y a lo mejor alguna vez saboreamos juntos su fruto dulce y oscuro. Estaba tan lejos de nosotros cuando dirigía nuestro cochecillo de dos ruedas, ¡cuando fustigaba con cólera a esa yegua vieja de mirada humana como la suya! Lo recuerdo tanto, hasta el último detalle de Ud., pero no sé realmente cómo era, quién era. ¡Ya nunca lo sabré!
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Martín Cerda.
Publicado en Diario, Ediciones LAR, 1990