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MARTÍN CERDA FUERA DEL MAPA

Por Marcela Fuentealba
El Metropolitano, 18 de Noviembre de 2000


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Las sincronías de la literatura son cosa bastante común y no por eso menos extraordinarias: el libro preciso aparece casualmente al apenas sospecharlo, cae en las manos el autor que ilumina la apremiante inquietud existencial, la duda sobre una idea se despeja en la de otro pensador. El ensayo, al estar cargado de intuiciones del pensamiento, de citas y referencias, quizá es el género más propicio para alentar este fenómeno. Algo de esta naturaleza es lo que producen y contienen los textos del ensayista chileno Martín Cerda (1931-1991): un encadenamiento incesante de la experiencia del lector (usted y Martín Cerda) con las abstracciones y vivencias literarias. La "realidad radical" del vivir diario, como él la llamó, comulga entonces con las otras realidades ocultas, fuera de foco, que configuran los mundos posibles.

En noviembre de 1977, recién llegado a Santiago tras una de sus residencias en Caracas -con un bigote que nadie le había visto y vestido con una tenida tropicalona que al poco tiempo cambiaría por los grisáceos tonos nacionales-, Martín Cerda declaró al periodista Enrique Ramírez Capello las implicancias personales de este azar sincronizado: "Soy una cantidad de cosas, muchas veces contradictorias. Trato de buscar una coherencia biográfica a través de la escritura. Cuando hago crítica, intento ir más allá del libro, al trasfondo. Flaubert aseguraba que escribía justamente para saber quién era".

En ese afán Martín Cerda abogó por los temas altamente intelectuales, desconectados del estrecho mundillo de Chile -"esa tierra episódica donde nací"-, por el cosmopolitismo de las ideas. Eran las humildes y altas labores de los ensayos que escribió durante años en la revista PEC, dirigida por Marcos Chamudes, que por entonces se sospechaba financiada por la CIA. Aunque así fuese, el trabajo de Cerda bien podría haberse publicado en la prensa comunista, como de hecho ocurrió. Su crítica iba a las ideologías, no funcionaba desde cierta ideología. Por eso se lo trata indistintamente de hombre de derecha y de izquierda.

Para Cerda tampoco se trataba de cumplir la limitada tarea que, por ignorancia, se suele asignar a la crítica: poner orden, definir un canon, vigilar lo bueno y lo malo mediante criterios cada vez más objetivos y científicos. En Martín Cerda esa es una superficialidad intolerable: a él en cada ensayo se le iba la vida. Su vasto e intenso conocimiento de literatura y teoría francesa, de Montaigne a Roland Barthes, formaban su sentido personal. En su libro La palabra quebrada, donde explicó el particular trabajo del ensayista, cita a Georg Luckács -uno de sus héroes teóricos- para definir el infinito punto de partida de los escritores de su especie:

"El momento crucial del crítico, el momento de su destino, es, pues, aquel en el cual las cosas devienen en formas; el momento en que todos los sentimientos y todas las vivencias que estaban más acá y más allá de la forma reciben una forma, se fundan y adensan. Es el instante místico de la unificación de lo externo y de lo interno, del alma y de las formas".

Este destino no tiene fin, no cierra ningún capítulo; el ensayo, desde Montaigne, es un intento inacabable. En La palabra quebrada, después de revisar la tradición y los personajes de su mundo hecho de fragmentos, termina por comparar su posición, y la de todo ensayista, con la del navegante. "Al traspasar el horizonte de lo conocido, se queda fuera del mapa, enfrentado a la peripecia y, por ende, sin otra información que la que, por pericia o inspiración, obtiene de cada nuevo día de navegación". Lo que hace es preguntar, buscar, interrogar: de un modo u otro, se reconoce perdido. "Ningún ensayista puede, en consecuencia, invocar seguridad confortable alguna. Es un hombre a la intemperie, perdido entre los escombros de un mundo histórico y los restos de una visión arrogante de sí mismo". Como el marino, quiere avanzar, está echado hacia adelante, en el tormentoso mar, hacia la única conquista posible: que "fue la razón o el espíritu crítico lo que, en último trámite, señaló una salida razonable a la situación de apremio extremo en que se estaba, e iluminó en medio del desaliento la certeza o la esperanza en el mañana".

ESPÍRITUS EN EL CAMINO

A Martin Cerda se lo recuerda como gran conversador. Hablaba con la misma prolijidad y precisión de su escritura, pero con humor tronante. Germán Marín lo ve dando cátedra y discusión de literatura francesa por los boliches de Santiago. José Apablaza, de la Biblioteca Nacional, dice que se iba a pasar las tardes al Archivo de Referencias Críticas, y que la conversación seguía por cafés y bares. Era un hombre de la noche, precisa Marín; cultísimo y bueno para los cuentos, destaca Apablaza. La prensa afirma que su funeral, en agosto de 1991, fue una excepción de la literatura chilena. Escritores famosos y desconocidos, jóvenes y viejos, acompañaron su féretro sin oír discursos, sólo la Novena Sinfonía de Beethoven. Como a uno de los hombres más queridos por sus pares, se habían hecho campañas públicas para solventar los costos de su enfermedad terminal, al corazón y el cerebro.

Pero Martín Cerda era esencialmente un tipo solitario, aislado en el mundo de las ideas. Se sentía exiliado, y así también vio a varios escritores de su generación: Donoso, Lihn, Giaconi, Lafourcade. En 1966, a los 35 años, lo explicaba en su ensayo La tentación del exilio: "Siempre he sospechado que tal vez mi vida sea sólo un error de registro. Desde mi infancia -una infancia transcurrida entre los adioses que, al doblar el horizonte, describen los barcos en la salobre brisa del mar- hasta el perfil huidizo e inestable del momento en que esto escribo, sólo he sido, para mi buena o mi mala fortuna, un ser hecho de lejanías. No sé por qué nunca he podido residenciarme en algún sitio en la tierra, sin que de inmediato los espíritus del camino, de que hablaba Basho, no me estremecieran el alma, espoleando mis años hacia ciudades ingrávidas, ausentes, perdidas en las distancias terrestres".

Otra vez se fija en los territorios marinos, donde se mira el mundo en la distancia. Una vida triste, como la noche en los puertos: "En los bares, en los prostíbulos, en los muelles el Hombre se mide, solitario, con la memoria de lo ausente. Son los lugares del "sin mañana". La zona de puro tránsito, del encuentro efímero, de las partidas tal vez sin retorno". Es la reclusión de quien se hace cargo "de aquello que irremediablemente se pierde a cada paso".

El distanciamiento de Martín Cerda comenzó cuando tenía 21 años. Se fue de Chile rumbo a París, y allí se convirtió en uno de los "sorbonnards", clientes de Jean Paul Sartre, estudiantes de philo, peatones de la vida". Alumno de Merleau-Ponty, estudió y convivió con Lucien Goldmann, Gaston Bachelard, Roland Barthes. Cayó en el influjo de Drieu La Rochelle, Samuel Beckett, Celine, Benjamin, Robbe-Grillet, Marguerite Duras, con toda literatura ejercida como "práctica abisal", con quienes cuestionan desde la nada en que fue a caer el hombre de este tiempo.

Volvió a Chile a mediados de los 50; en 1959 partió otra vez, hacia su primera residencia en Caracas, donde trabajó al alero de Juan Liscano. En Santiago nadie se había interesado en publicar su traducción de Elogio de la filosofía de Merleau-Ponty. Según confiesa su amigo Enrique Lafourcade, no fue muy comprendido:

"Por años miré con cierta desconfianza a Martín Cerda. Demasiado profesor, demasiado francés, exceso de Lukacs y Drieu La Rochelle y Pierre Emmanuel y Roland Barthes. Sentencias largas. Citas. No escribía casi nada. Hablaba sin tregua ignorando el mundo exterior, en el que no sólo incluía el paisaje, los rostros humanos, la vida intelectual y política de Chile, sino su propio existir de ave de paso. Sin embargo, él nos aseguraba que pertenecía a una generación lúdica, sensual e implacable, de la que Rimbaud y Baudelaire eran los maestros".

Tiempo después, a fines de los 60, cuando había levantado mejor su voz, sus ensayos mostraban la hondura de sus reflexiones. No eludía ninguna dificultad, ninguna referencia; las desarrollaba con paciencia para luego, "en último trámite" -uno de sus giros constantes, como "el penetrante ensayo de..."-, fijar su pensamiento. La confesión personal tampoco quedaba fuera. Describe, por ejemplo, su situación material y espiritual de escritura ante una traducción de Francine Combelles, joven francesa que se suicidó al terminar sus estudios de filosofía:

"La mesa está poblada de pequeñas partículas de tabaco rubio que, formando constelaciones inútiles, están, de un modo u otro, condenados al basurero. Debo enviar los textos de la malograda muchacha a Caracas. Juan Liscano cuenta con ellos. Los textos deben ir precedidos de una nota mía sobre el suicidio intelectual. Juan espera -me lo dijo recientemente- un texto excelente. Confieso que este tipo de cumplidos me horroriza un poco".

Triste, algo esperanzado en la luz de la mañana -prefería escribir a primera hora, o a última de la madrugada-, vuelve a sus fantasmas. Igual que Camus, Cerda consideró el suicidio como el problema existencial más serio. Uno de los libros que no alcanzó a escribir se iba a llamar La fascinación del suicidio, o La tentación de la nada. Lafourcade recuerda que se entretenían haciendo listas de escritores suicidas: René Crevel, Essenin, Raymond Roussel, Virginia Woolf, Ernest Hemingway, Maiakoswki, Ernst Toller, Walter Benjamin, Hart Crane, Cesare Pavese, Drieu La Rochelle, Primo Levi. Lafourcade agregaba a Leopoldo Lugones, Pablo de Rokha, Alfonsina Storni, Joaquín Edwards Bello, Leopoldo Alas, Alejandra Pizarnik, Martha Lynch: "No le interesaban. Concluí que se trataban, para Martín, de suicidas de segunda".

POR DELICADEZA PERDÍ MI VIDA

Uno de los últimos viajes de Martín Cerda, en 1990, fue a Punta Arenas. Iba con una beca de escritor a la Universidad de Magallanes para hacer un libro sobre los navegantes del siglo XVIII que recalaron en el fin del mundo. Se llamaba Los viajeros del austro y nunca lo terminó. Primero se le quemó la biblioteca, después cayó enfermo. Sí alcanzó a dar charlas sobre Kundera y Kafka por esas lejanías.

A los 60 años se había salvado del suicidio, de sucumbir a la soledad, al horror político, al desastre amoroso. También había sabido escapar de la banalidad y de la escritura de "amenidades", que odiaba; no pudo salir de una sensación amarga, ni de sus distancias y fantasmas, que lo hacían recordar una y otra vez los versos de Rimbaud: "Por delicadeza perdí mi vida".

Una vez había escrito, como lo cita su amigo Alfonso Calderón, el sentido de sus esfuerzos: "Las ideas trabajan siempre con el futuro. Son el aporte humilde que un hombre, visualmente apaleado por la adversidad, la soledad y la incomprensión, hace a otros hombres que, desde el próximo horizonte, anuncian que todavía es posible otra vida".

En sus ensayos, desde este horizonte vemos que no todo quedó perdido, y que nada fue en vano.



 



 

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