Ensayista de papelería dispersa, director de la SECH en dictadura y fallecido de forma novelesca. Recientemente se publicó La palabra quebrada (Cormorán, 2022), su obra más recordada, cumpliendo cuarenta años desde su primera edición. Y para rendir honores a esta
gestión, amigos y colegas dan pinceladas de quién era Martín Cerda a través de este texto.
En vida, Martín Cerda (1930-1991) publicó solamente dos libros, La palabra quebrada (1982) y Escritorio (1987), pero dejó cientos de artículos dispersos en diarios y revistas. [1]
Abundan en estas páginas las citas, y se deja sentir una melancolía que tiñe parte central de estas indagaciones.[2]
Crítico, anárquico, rebelde, develó en muchos escritores esa vocación contestataria que debe impulsar a los creadores en la confrontación de sus obras y su tiempo.[3]
Martín Cerda eligió el oficio de escritor con el espíritu de quien se prepara para ejercer una labor de caballero andante en una sociedad que rechaza tal misión, y en ello se le fue la vida.[4]
En sus conferencias, en sus libros y en los talleres literarios que creó con sentido de pionero cuando en Chile se cerraban los espacios para el pensamiento libre y el entendimiento por medio de las ideas y la reflexión crítica. Fue un maestro sin proponérselo.[3]
Recuerdo que Marcos Chamudes se desesperaba con sus artículos no por mal escritos o mal informados, sino por su total desconexión con la realidad nacional y aún internacional.[5]
Ya en la Universidad, antes de cumplir veinte años, advierte las insuficiencias de cuanto se le ofrece como modelo. Inquieto, lleno de congojas, forjado en la lectura de Ortega, marcha a Europa, tal vez a entender el surgimiento de una “cultura de las ruinas”.[4]
Por años miré con cierta desconfianza a Martín Cerda. Demasiado profesor, demasiado francés, exceso de Lukács y Drieu La Rochelle y Pierre Emmanuel y Roland Barthes. Sentencias largas. Citas. No escribía casi nada. Hablaba sin tregua ignorando el mundo exterior… [5]
En una carta, Martín me sugería aceptar un destino histórico, hallar el sentido –o el tema de nuestro tiempo– en la cultura de las ruinas. La desolación vendría a ser una murmuración natural, una minuciosa conciencia de la muerte, un ser-para-la-muerte, sin las “paparruchadas del cristianismo”.[6]
Carecía de ilusiones, y ello desde muy temprano, afiliado al “problemático gremio reflexivo”. Le interesaba exponer que pertenecía a una generación dispuesta a cambiar el mundo, la que, de un día para otro, descubrió con impotencia, “el fracaso de la ilusión revolucionaria en todos los registros de la existencia”… [4]
No puedo evitar el acordarme de Enrique Lihn. Mucho lo vinculaba con Martín Cerda. Autodidactas enloquecidos con las ideas. Abstractos hasta la médula del aire intelectual que los envolvía como una bruma. Desconectados con este aquí y este ahora sartreano que entendieron como conceptos pero jamás aplicaron como parte de sus vidas.[5]
“No hay más lectores”, decía Martín, y buscaba, a su modo, a los “semejantes”…[6]
En un momento dado, pensó largamente –y lo hizo por años– en el suicidio como el único acto posible, discreto a su entender, para resolver las relaciones entre hombre y mundo (…) Se apoyaba en aquello de Albert Camus que tenía subrayado en rojo en uno de sus cuadernos de juventud mayor, en Venezuela: “No hay sino un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida…”.[4]
Gana en 1990 la beca de la Fundación Andes. Elige como residencia la Universidad de Magallanes. Se traslada a Punta Arenas en marzo. Proyecta escribir el ensayo “El viaje austral. Tres navegantes del Pacífico en el siglo XVIII: Bouganville, Cook y La Pérouse”. En agosto, un incendio destruye su biblioteca. Pierde más de 600 libros y los inéditos de “La fascinación de la muerte”, “Montaigne y el Nuevo Mundo”, y “El baile de máscaras”, una especie de diario personal.[1]
No hay duda que tal acontecimiento desplomó su temple, precipitando el mal estado de su salud, para fallecer cerca de un año después. [7]
La prensa afirma que su funeral, en agosto de 1991, fue una excepción de la literatura chilena. Escritores famosos y desconocidos, jóvenes y viejos, acompañaron su féretro sin oír discursos, sólo la Novena Sinfonía de Beethoven.[8]
Cerda puso su inteligencia en la conversación, en la charla de amigos… con las características del intelectual chileno: talentoso, indeciso y abúlico.[1]]
Con tan nobles inspiraciones, Martín olvidaba algo básico: el trabajo intelectual es, en Chile, obra de Sísifo. [9]
Referencias en orden de aparición:
[1] GUERRERO, PEDRO PABLO. “Martín Cerda: Un autor a la intemperie”, El Mercurio de Santiago [Revista de Libros], 7 de septiembre de 2008. p. E19.
[2] RIVAS, MATÍAS. “Martín Cerda, el hombre quebrado”, 21 de julio de 2018. En latercera.com.
[3] DÍAZ ETEROVIC, RAMÓN. “Nuestro Martín Cerda”, La Nación, 18 de agosto de 1991. p. 12.
[4] CALDERÓN, ALFONSO. Prólogo de Ideas sobre el ensayo, de Martín Cerda. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1993.
[5] LAFOURCADE, ENRIQUE. “El Stradivarius de Martín Cerda”, El Mercurio de Santiago, 9 de enero de 1994. p. D32.
[6] CALDERÓN, ALFONSO. “Desde la fisura de este mundo”, prólogo de Escombros, de Martín Cerda. Ediciones Universidad Diego Portales, 2008.
[7] GAVILÁN, ISMAEL. Martín Cerda. Fragmentos de un mapa escritural. Inubicalistas, 2015.
[8] FUENTEALBA, MARCELA. “Martín Cerda fuera del mapa, El Metropolitano, 18 de noviembre de 2000. p. 54-56.
[9] CALDERÓN, ALFONSO. Máscara sobre máscara (diarios, 1991-1992). Nemo, 1993.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Martín Cerda: El hombre se salva/se pierde
Por Pablo Molina Guerrero
Publicado en CARCAJ, 23 de noviembre 2022