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Dos críticos de vuelo rasante y mirada inconfundible

Combustión espontánea, Roberto Merino. Ediciones Universidad Diego Portales, 302 págs.
Escombros, Martín Cerda. Ediciones Univ. Diego Portales, 312 págs.

Por Matías Serra Bradford
Publicado en REVISTA Ñ, 6 de mayo de 2022


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El gran cronista de Santiago de Chile, Roberto Merino, publicó excelentes estudios literarios en Luces de reconocimientoLihn. Ensayos biográficos y, ahora, Combustión espontánea, todos editados por UDP en una colección que incluye
a compatriotas suyos como el singularísimo Martín Cerda.

Quizá la crítica como ejercicio se va desvaneciendo —en la literatura; otro día hablamos del mundo del arte— gracias, entre otras cosas, al auge de la escritura que esgrime justificativo autobiográfico —con la firma de los padres debidamente adulterada—, un egocentrismo mal facturado que pretende obturar cualquier interpretación que no sea ostensible y ciegamente elogiosa, ya que cualquier señalamiento hacia el libro o el autor se lee invariablemente como un ataque a la persona. O quizá la crítica sigue evaporándose en estos pantanos turbios, revueltos, subtropicales, porque estamos arrendando piezas en un país que no desea conversar, no sabe discutir, no puede argumentar (porque casi cualquier intercambio se asume como cosa personal).

La literatura no es una ciencia, pero tampoco es una hora libre en un kinder tutelado por Rorschach. Digamos, entonces, que a lo mejor la crítica se va eclipsando porque chapoteamos en las cálidas costas de la palmada anual, de la indulgencia diaria, del congraciarse semestralmente. Son atajos (lleva mucho menos tiempo no hojear y aplaudir que leer y recalcular) y la ley del menor esfuerzo sigue siendo la manzana más tentadora del jardín del desconocimiento. Por su parte, los contextos apocalípticos —nacionales o planetarios— no contribuyen en nada a materializar utopías como la de insinuar algunos valores, establecer calidades, o canjear impresiones medianamente francas.

Aun así, todavía despuntan quijotadas que persisten en una fe antigua, inamovible: la crítica puede ser uno de los modos más altos de la lectura. Colecciones como “Indicios”, de Ediciones UDP (Universidad Diego Portales, Santiago de Chile), muestran interés en repasar, revisar y reactualizar la tradición, y en difundir las formas en que un crítico fue sembrando pistas más o menos visibles acerca del modo en que leyó.

Oriundo de Antofagasta, Martín Cerda (1930-1991) fue uno de los críticos trasandinos y latinoamericanos más singulares del siglo XX. Se educó en la Sorbona, trabajó años en Caracas y terminó en Punta Arenas, donde como a Aldous Huxley se le incendió accidentalmente su biblioteca personal. Cerda llamaba “escombros” a las notas que escribía en diarios y revistas y así se tituló una recopilación de artículos suyos que van de 1953 a 1990.

Precoz interesado en filósofos y teóricos como Barthes, Blanchot, Lukács, Girard, Merleau-Ponty y Bachelard, su prosa es de una amabilidad, una nitidez y una generosa curiosidad no demasiado vistas en esos salones, e iba de la mano de una tenaz vocación por catequizar gentilmente en los confines. Cerda sabía historiar: a menudo, sus comentarios avanzan refiriéndose a una crítica anterior, citándola, comentándola, corrigiéndola. “Nadie está, en rigor, a solas con un libro”, subrayaba.

Lo que atrae de Cerda es una voluntad —no excesivamente firme, debido a la naturaleza de la materia a la que se aproxima— por permanecer en el terreno de las vaguedades, si se entiende este término bajo una luz favorable. Si, como sostenía, “el éxito de una obra es tan complejo como su fracaso”, los de un crítico no deberían quedarse atrás.

Aquello que cautiva en este glosista de nota no es tanto su precisión sino una cierta deriva, a dos aguas, entre lo propio y lo ajeno. No obstante, cuando la precisión aparece, viene dando un rodeo y es más que sugerente: “Si el despuntar del día es siempre más frío que la noche y, a la vez, menos caliente que el mediodía, el estilo de Francis Bacon fue un estilo matinal, muchas veces casi helado: sus ensayos no tienen, en efecto, ese temblor (y, frecuentemente, nervioso) de los escritores nocturnos”.

Es claro que el autor de La palabra quebrada no estaba hecho para la condescendencia: “La crítica literaria suele esquivar, entre nosotros, todas aquellas obras que, por su índole o textura, amenazan, de un modo u otro, con enfrentar al crítico consigo mismo, descubriéndole sus más secretas o insospechadas indigencias”.

Fiel devoto de los seductores traicioneros Jünger y Drieu La Rochelle, Cerda era certeramente evasivo a la hora de dibujar razones alrededor de las lecturas dilectas: “El mismo lector sólo excepcionalmente podría señalar qué motivos radicales, íntimos, casi secretos, lo hicieron preferirlas entre otras lecturas realizadas o fallidas”.

La dificultad de la tarea sólo conseguía volverlo más modesto, y más atento a las desinteligencias que pueden sobrevenir en un mismo lector, ante un mismo libro, con diferencia de horas. Acaso por eso se proponía, empezando por él mismo, “distinguir al crítico del comentarista, o, si se quiere, al crítico que en rigor piensa lo que escribe del crítico que sólo escribe lo que se le ocurre”.

Cerda jamás se alejó demasiado de lo que advirtió sobre Drieu: “Nunca pudo, en verdad, condenar nada sin condenar al mismo tiempo una parte de sí mismo”. Se dio en él, como se da hoy en su compatriota y admirador, el cronista y ensayista Roberto Merino, la práctica de la crítica como la de quien se niega a brillar pomposamente, y que circunda en puntas de pie la vanidad de la inteligencia explicitada.

“Quizá fue su convicción de vivir en un mundo inestable lo que lo impulsó a ejercitar su pensamiento en géneros de paso: la nota, la crónica, el comentario, textos cuya resolución es tan rápida como su lectura”, comentó sobre Cerda. Otro tanto podría decirse del propio Merino, de quien la misma editorial viene de publicar Combustión espontánea, excelente compendio de artículos.

Por medio de una escritura honesta, completamente natural, carente de la menor pretensión (que no sea la de cierta nobleza de trato), Merino aventura una primera persona que no estorba, que no se interpone entre las oraciones y los materiales. En ese decurso ameno, el reborde mordazmente melancólico no es ajeno al grato efecto total. Nombra a Barthes, Bachelard, Beckett: “Sin duda la inteligencia ajena desplegada sin fanfarronería nos alegra la vida”.

Dentro del formato de la columna breve, al igual que su maestro Joaquín Edwards Bello, de quien editó y prologó diversos volúmenes, Merino ha sido parejísimo a pesar de la asiduidad de sus colaboraciones en medios. Combustión espontánea es una obra enteriza, que se va rimando temáticamente: qué hacer con tantos libros, la lectura que ama esconderse en sus mil pliegos, el uso y abuso del lenguaje, el temor a la locura, la infancia (tan afectuosamente presente como en sus crónicas), el miedo en la niñez. Merino va glosando tipos psicológicos, sin excluir los que porta y pasea consigo, y es rápido para condonar errores ajenos y condenar defectos propios.

Es probable que uno de los secretos de la crítica consista en encontrarle una forma a la confianza en el modo en que uno percibe: “A esta clasificación deben agregarse autores venerados por el lector adolescente que siguen rindiendo un aura para el lector adulto (Ginsberg), y autores venerados en un primer momento, repudiados más tarde y revalorados cuando ya no hay nada que perder (Hesse)”.

Para ser alguien que se recuesta sobre la duda, el glosario de Merino consiente elevarse como instrumento de incisión: “Ahí está el círculo nuclear del generalizado aburrimiento de la ficción: las historias elegidas no tienen para quien firma el texto ninguna necesidad urgente de configurarse ante el mundo”.

Ciertos vocablos regresan y trazan su círculo de tiza, su borrador de tesis: abismantedemorosogratuidadtonalidad. Ciertos nombres son eternos tornos talismánicos: Borges, Macedonio, Heaney, Lihn, Lira, Couve, Juan Luis Martínez. “Uno no aprecia a los escritores por su vigencia o su lugar en la historia de la literatura, sino, muchas veces, por la adherencia afectiva que provocan sus palabras”, anota Merino.

Y evidencia que una de las virtudes de la gracia es la de tener una puntería que no desdeña lo tentativo: “Todo en la poesía de Dylan Thomas viene desde lejos y llega de una sola vez: el significado, la emoción y el inquietante reconocimiento de no se sabe qué”. Los críticos excepcionales están acostumbrados a enfrentarse a lo que en términos aeronáuticos se llama aproximación fallida: a punto de aterrizar, sin haber tocado destino, se debe volver a despegar, desde bajísima altura.


 

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