No cabe duda que Paul Valery tenía razón cuando afirmaba que "en verdad no hay teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente preparado, de alguna autobiografía".
Y esto es verdad, no sólo para los filósofos y ensayistas como Martín Cerda, sino también para los poetas y narradores.
Pero esto lo traigo a cuenta, porque yo no podría hablar de Martín Cerda sin recordar los años de la infancia, cuando fuimos compañeros en los Padres Franceses de Viña del Mar. Ya en aquel entonces, su pasión fundamental eran los libros, el diálogo, la discusión, la polémica, la pasión por las palabras ya que no por la de Cristo, por lo cual lo salvamos para el mundo, pero en compensación los padres lo ganaron para otra orden y otra pasión: la literatura y la cultura francesa.
Menudo y altivo, encapsulado en su overol crema, se le veía gesticular y hablar en el patio del colegio. Luego de muchos años lo reencontré en Santiago. Había vivido y estudiado en Francia, en París, y era vocero y activista de alto vuelo de esa prestigiosa e incitadora cultura.
Por esos años, o pocos después, lo escuché junto con otros escritores y profesores de literatura y de filosofía como parte de un panel sobre la crítica en Chile. Fue en esa ocasión cuando me dijo Antonio Skármeta: "Este gallo debería enseñar en la universidad". Y esa era la pura verdad. Si hubiéramos sido un país realmente culto, sin ese espíritu burocrático que exige mostrar el cartón de los títulos, Martín habría sido catedrático en alguna de nuestras universidades y habría dejado una enseñanza, un estilo y un modelo de intelectual a la europea, como lo fue Ricardo Latcham (aunque más a la latinoamericana) que fue el mejor profesor e incitador de la literatura que yo recuerde, y que igualmente no tenía ningún título.
Martín era categórico, obcecado y a ratos intolerante, lo que a menudo le atraía enemistades en un país que no acepta las
posturas tajantes. En aquel tiempo de fe en el futuro y de embriaguez ideológica lo considerábamos un derechista, un alma conservadora. No supimos ver que la postura de Martín correspondía a la causa de la lucidez y de una insobornable libertad y capacidad de crítica en todos los frentes. Y cuánta razón tuvo en mucho de lo que pensaba sobre la Izquierda y el socialismo. Esto llevó a que se le tuviera entre ojos, más aún cuando era columnista del semanario ultraderechista "PEC". Nunca vaciló en sus posiciones.
Pocos intelectuales más lúcidos ha habido en Chile, pocos han amado la cultura con tanta pasión. Sin embargo, tuvo pocos interlocutores. Se le consideraba un afrancesado, un extraño a la cultura nacional y latinoamericana que en aquel entonces (a pleno viento la bandera cubana) implicaba identidad nacional y comunión continental. Martín fue una víctima de la historia, un perseguido por los vaivenes efímeros pero que dejan huellas y "abren zanjas en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte", como dice Vallejos. Pocos han escrito un libro de prosa más
aguda y de pensamiento más sabio sobre al ensayo y la cultura de Europa como La palabra quebrada. Y sus artículos en diversos diarios de Chile y Venezuela son un modelo de intelectual que conocía lo más importante de la cultura contemporánea. "Era de los pocos intelectuales chilenos que sabía leer con más propiedad y creatividad los libros filosóficos de nuestro tiempo", me decía recientemente Luis Sánchez Latorre.
Aparte de Montaigne y de los pensadores de la Enciclopedia, dio a conocer en densos, agudos y breves ensayos periodísticos a figuras como Roland Barthes, Sartre, George Lukacs, Ernest Junger, Heidegger, Goldman, Walter Benjamin, Adorno, y tantos otros.
A un año de su muerte, Martín no ha sido justamente valorado. Yo mismo, confieso, pasé por su lado sin darme cuenta de la talla de intelectual que era. Otro escritor marginal por exótico y por una lealtad sin sombra a las grandes figuras contemporáneas no latinoamericanas. Otro mártir del maniqueismo ambiental y criollo.
Sin embargo, en los últimos años fue capaz de evolucionar hacia lo nacional, hacia lo mestizo. Le gustaba viajar y conocer la cultura chilota y su interés se centró en los trabajos de extranjeros que descubrieron el paisaje y el espíritu chilenos.
Recuperar la figura de Martín es recuperar para Chile una visión más profunda y universal de la cultura. La Sociedad de Escritores, los institutos culturales deberían organizar mesas redondas sobre la obra de Martín Cerda como una manera de estimular el pensamiento, el rigor intelectual, la avidez por el conocimiento y un gran respeto por los que no pensaban como él. Aún recuerdo una de sus intervenciones más brillantes durante el homenaje que se le rindió a Fernando Ortíz, comunista desaparecido durante la dictadura, cuando era presidente de la Sociedad de Escritores.
Ana Pizarro, actualmente directora de la Fundación Huidobro, me contaba que llegó a Venezuela sin un peso y con dos hijos pequeños. Martín cuando la encontró le dijo: "Antes estábamos en campos opuestos: ahora somos hermanos". Y la ayudó y ella lo recuerda como un generoso e inolvidable amigo.
Martín era un liberal, un demócrata, un libertario de alma que es inseparable de la cultura, y no podía tolerar la intolerancia y el odio al espíritu que floreció en el país después del golpe.
Me confieso deudor de un reconocimiento oportuno. Hubiera querido decirle a tiempo: "Martín, tu libro La palabra quebrada es un orgullo para las letras de Chile".
Un abrazo entre las sombras, Martín, y en ese Chile que ambos perdimos.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Martín Cerda: Cultura sin concesiones
Por Jaime Valdivieso
Publicado en Punto Final, N°274, septiembre de 1992