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Confesión crítica

Martín Cerda


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Soy un lector asiduo, desde muy joven, de ensayos críticos y, con alguna regularidad, suelo ser autor de ellos. Siento un placer verdadero, profundo, casi carnal, por las ideas, las palabras y las formas, y me satisface, en consecuencia, haber vivido entre mujeres, libros y viajes, jamás he visto en ello, sin embargo, residuo o brote alguno de "ánimo posesorio".

No soporto, en efecto, ninguna obra que sea sólo la posesión de un grupo social, étnico, religioso o "ideológico". Toda posesión implica siempre un régimen de exclusiones y, con alguna frecuencia, de iniquidades. Por eso justamente, no tolero ninguna ortodoxia, porque, en último trámite, cada una de ellas es, como decía Jean Grenier, una "doctrina de exclusión".

La crítica es, al igual que el ensayo del que deriva, un gesto dubitativo, un acto de desconfianza frente al valor de la tradición, un combate sin cuartel contra los tópicos, los prejuicios y las supersticiones, es decir, es una permanente caza de lo que Bacon llamó la idola. Confieso que, durante los últimos años, experimento un placer particular por los escritos del ex Lord Canciller de Inglaterra. No es un azar, desde luego, que John Dryden haya señalado, en las postrimerías del siglo XVII, que Bacon fue el primero en emplear la palabra crítica en el sentido que hoy le damos.

Conviene, sin embargo, no confundir el discurso crítico sensu stricto con algunas de esas palabras encubritorias que, de un modo u otro, siempre impiden "escuchar" el lenguaje de la obra, sepultándola bajo un aluvión de "impresiones", datos e informaciones. Esas palabras encubritorias parecen estar otra vez de moda entre nosotros.

Todas ellas pueden ser englobadas, en el mejor de los casos, dentro de ese discurso (plural) que Jean-Paul Weber propuso llamar, a mediados de los años 60, la paleocrítica. Esta no sólo comprende a la "crítica notarial" practicada impunemente por algunos "noteros" de solapas, ni las confesiones "impresionistas", sino, asimismo, buena parte de la producción monográfica de la llamada critica "universitaria".

La primera regla, en efecto, que debe respetar el crítico es bastante simple de enunciar: no confundir jamás su lenguaje con el lenguaje que "habla" la obra que está criticando. La tarea del crítico es, en nuestros días, esencialmente irónica, en el sentido que el joven Georg Lukács afirmó que la ironía era esencial al ensayo moderno, desde Montaigne hasta comienzos de este siglo. Pienso, en verdad, que el texto criticado es siempre la ocasión o si se quiere, el "pretexto" que determina que el crítico pase de la lectura a la escritura, pero, a la vez, el discurso crítico es sólo posible en la medida que atraviesa, recorre y traspasa ese otro lenguaje, siempre ajeno, que es el lenguaje de la obra.

Roland Barthes, que es el crítico que más he admirado, describía a la crítica como "una práctica secreta de lo indirecto", para señalar que todo cuanto piensa el crítico sobre algo (literatura, vida, amor, odio o muerte), está siempre obligado a pensarlo a través del texto que critica. Esta práctica no parece, en cierto modo, próxima a la des-posesión erótica. Amar no es, en verdad, apoderarse del ser amado, sino, más bien, ofrecerse, darse o, por así decirlo, entregarse, despo­seerse de sí mismo, transferirse hacia su órbita. Yo, en verdad, no me "apodero" del Quijote, sino que me entrego a su lectura, con amor y, en lo posible, con perspicacia.

(Huelen, N° 5, septiembre de 1981, págs. 3-4).
En "Palabras sobre palabras"
Recopilación, Alfonso Calderón y Pedro Pablo Zegers, prólogo de Alfonso Calderón
Año: 1997



 



 

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