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Los cuadernos de la cordura
Homenaje a Martín Cerda


Por Guillermo Sucre
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blicado en VUELTA, N°182, enero de 1992


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¿Ha habido alguien en nuestra lengua que haya manejado, con fluidez y coherencia, las ideas e imágenes del ensayismo moderno, desde Montaigne y Bacon hasta nuestros días? Claro que lo ha habido, y son muchos, aun con singular inteligencia. Dudo, sin embargo, que hayan sobrepasado la íntima pasión con que las manejó Martín Cerda, esa capacidad de reflexión sobre la reflexión con que él convirtió al ensayo en una suerte de liberación o de catarsis personal, en busca de la colectiva. Si el ensayista, como decía Picón-Salas, es aquél que previene al hombre de las oscuras vueltas del laberinto de la vida y de la historia y lo ayuda a dar con la salida, sin duda que Martín Cerda fue un ensayista cabal, y hasta por excelencia. Sin poder aludir directamente a la realidad de su país, gran parte de lo que escribió fue como una metáfora de los años más dramáticos de la reciente historia chilena. ¿No habrá que agradecérselo algún día, en el futuro?

Como se ve, hablo en pasado. Martín Cerda murió el 12 de agosto de este año de 1991 en Santiago de Chile. Su obra publicada es poco conocida fuera de su país y, aunque pueda parecernos, además, un tanto discontinua, fragmentaria o breve, creo que su muerte es una gran pérdida para el pensamiento y la literatura del mundo hispánico. Mucho más grande cuando intuimos que esa muerte fue como una consecuencia de su pasión creadora, o cuando sabemos todo lo que ella tronchó, o dejó en suspenso.

Martín Cerda estaba próximo a cumplir los 60 años o apenas los había sobrepasado. En 1990, gracias a una beca de la Fundación Andes, parecía haber encontrado tiempo y cierto desahogo material para dedicarse a escribir. Se instaló en Punta Arenas —¿la ciudad más austral del mundo?— y auspiciado por la Universidad de Magallanes empezó a dar conferencias ("De Kafka a Kundera", se titulaba una), a organizar seminarios y talleres de creación literaria; siempre fue un espíritu activo y generoso y tuvo el don de estimular a los jóvenes. Pero su tarea central era la de terminar tres libros muy avanzados o ya en marcha: ''Montaigne y el Nuevo Mundo", "Los viajeros del Austro" y una breve historia del ensayo a través de diez autores de nuestro siglo. Se había llevado consigo centenares de libros, sus minuciosas fichas, sus cuadernos de notas y sus manuscritos. De golpe, todo ese valioso y paciente material ardió y se volvió cenizas: la casa de huéspedes que le había asignado la universidad para vivir, se incendió por completo un día de agosto —¡qué simetrías inexorables! "Yo estaba en Santiago. De lo contrario quizá no te estaría escribiendo. Estoy saliendo de la violenta depresión que me produjo la pérdida de varios años de trabajo", me decía luego en una carta de octubre. Por más que se mostraba con renovados ánimos y aun con capacidad de rehacer lo ya escrito (sobre todo el "Montaigne"), la depresión lo fue trabajando. En diciembre sufrió un infarto y, pocos meses después, en marzo del presente año, mientras era sometido a una operación, un derrame cerebral lo dejó casi paralizado y se inició su viaje hacia la sombra. En el momento de morir estaba recluido en un hogar de enfermos neurológicos. Si no murió en una mayor indigencia fue por el afecto de los seres que lo amaron y la solidaridad de muchos escritores chilenos. ¡Hasta hubo que realizar funciones de cine en su beneficio para socorrerlo!

Pero murió con la pasión de su oficio. Poco antes de ser operado, intentó escribir el borrador de una carta para mí (Cher Guillaume, empezaba, como era su costumbre decirme) y apenas logró pasar de algunos párrafos. Su mano se quedó en este último: "Originales quemados, libros perdidos, la vida amenazada desde fuera y desde dentro. Sólo quisiera un poco de tiempo para justificar esa sombra que es, después de todo, la escritura, o sus ruinas". Ninguna queja, ninguna palabra fuera de tono: lo que esperaba era "un poco de tiempo" para cumplir con su oficio de escritor. Admirable, sin patetismos.

Nunca podremos decir que un hombre le dio más a la vida que lo que ésta le dio a él, y estoy seguro que Martín estaría de acuerdo conmigo Pero sí siento que el destino fue demasiado cruel con él. Sólo que el destino no es cruel; es destino y nada más. También siento que él lo concibió así y lo aceptó como tal En otras palabras, creo que tuvo un especial sentido de lo trágico y, sobre todo en sus últimos ensayos, percibo que fue eso lo que quiso apresar con más intensidad. En uno de ellos, titulado "La parte oscura" y escrito a raíz de la muerte de Roger Caillois, lo dijo con toda claridad. Me permito citar estos dos largos pasajes:

No fue un azar que Caillois estuviese, como todo ensayista, siempre encarado al futuro. El hombre actual vive entre los escombros de algunas certezas que, al ir vaciándose de afectiva certidumbre, sólo pueden prolongar las ideologías modernas y, con ellas, la desesperación que ha provocado su fracaso. Frente al hombre desesperado —o sea, el hombre que nada espera o, si se quiere, que espera la nada, Caillois propuso, en cambio, volver a redimir moralmente al ser humano, es decir, a responsabilizarlo de su tarea civilizadora y hominizadora. (...) Hace algunos meses, al prologar la excelente biografía de María Luisa Bombal de Agata Gligo, sugerí que el argumento trágico se había posiblemente arraigado en nosotros. Cada vez que la muerte se apodera oscuramente de nuestra vida colectiva y personal, proyectando el horror de su certeza hasta en nuestros sueños, arrastra infaltablemente a esa verdad trágica que Sófocles deslizó en Edipo Rey: Tebas perece en los innumerables hijos suyos que al suelo ha arrojado la muerte


Asumir lo trágico de la condición humana: ésta es, para mí, una de las lecciones del ensayismo de Martín Cerda. No es poca cosa en un género que se ha ido convirtiendo entre nosotros en exégesis exquisitas y en una suerte de nuevo manierismo. Tampoco deja de ser como un alerta en la historia de hoy cuando salimos de la sombra totalitaria y, sin embargo, aún no sabemos encontrar la lucidez de la mesura, o no parecemos alarmarnos, como él mismo lo decía, por la iniquidad que subsiste en el mundo y por la general indiferencia ante ella.

Quizá, por eso, en sus ensayos no dio cabida a la lamentación historicista, o esa eterna quejumbre presa siempre de euforia mágica en que parece somos tan duchos los latinoamericanos (aunque no sólo nosotros); mucho menos al estilo rebuscado o de "vieille tante" con que hoy el llamado "postmodern" tiende a plagar toda escritura. No, al contrario, los ensayos de Martín Cerda sorprenden y aun purifican por su trazo firme; son también un canto viril a l'allegrezza, y si con frecuencia habla en ellos el sufrimiento, lo hace con esa vocación de templanza y de esclarecimiento de la que sólo es capaz el sufrimiento mismo.

He dicho al comienzo que la obra publicada de Martín Cerda fue breve. Hasta donde conozco, sólo publicó dos libros no muy extensos. La palabra quebrada, de 1982, es, como su subtítulo lo advierte, un "ensayo sobre el ensayo". A través de textos muy concisos, aun fragmentarios y aparentemente discontinuos pero de una prodigiosa diversidad, el autor logra dar una visión viva —y vivida— del género. No tanto de sus normas, como de sus experiencias, de su alma y sus formas. Dentro de sus propósitos, no conozco nada igual en nuestra literatura, en la que solemos apegarnos demasiado a la letra y se nos escapa su espíritu, o derivamos en el mazacote (también patriótico) o en el orden rutinario de los manuales y los panoramas. Todo este libro está regido por un sentimiento muy profundo del autor, que aflora ya en la frase de Elena Croce que lo preside como epígrafe: "La ensayística es desde ahora no tanto un género literario como un eufemismo para indicar uno de los territorios donde hoy se va refugiando la literatura".

Escritorio, de 1987, fue su última publicación. Un hombre que ejerció el periodismo literario —con el que se ganó casi siempre la vida— resuelve reunir fragmentos y aun retazos de distintas épocas; los yuxtapone y ordena, añade otras reflexiona y ensayos completos (como el consagrado a Roger Caillois, de 1985). El resultado fue un nuevo discurrir, que apunta al pasado y al presente, y que logra una veracidad de la que carecen los discursos vaciados en moldes imperturbables e impermutables. Hay en este libro algo "teatral": al mostrar su montaje al lector, va desplegando como una escenificación de tiempos y de tramas los diversos rostros de un autor que sin embargo se oculta, dando siempre, eso sí, la cara. La dedicatoria de Escritorio —¿por qué dejar de mencionarlo?— reza así: "A Julieta y Guillermo Sucre, entrañables compañeros de una conversación siempre inconclusa, en cuya casa caraqueña he encontrado en cada ocasión la vida inteligente y, a la vez, la inteligencia de la vida".

La conversación inconclusa, la obra inconclusa: éste fue uno de los signos de Martín Cerda. En el prólogo de Escritorio dice: "Este librito sibilino, primero de una serie de cuatro...". Nunca, claro, aunque tenía a mano los escritos, pudo cerrar la serie. No le faltó constancia ni disciplina, pero, aparte de los límites que le impuso la vida o las urgencias en que se movió, fue un ser que se repartió en demasiados proyectos. Le importaba su vocación, no la gloria o la posteridad. Fue un trotamundos y un derrochador impenitente de sus propios dones. A los pródigos, sin embargo, les es dada una última gracia. Y me pregunto si de los innumerables artículos derramados en la prensa (fue un periodista literario de rara estirpe) no logrará salir un nuevo libro. O si aún no será posible rehacer su "Montaigne y el Nuevo Mundo", o sus ensayos sobre Barthes y la escritura burguesa, o sobre los escritores suicidas, ese tema que tanto lo apasionó, en especial la experiencia de Drieu La Rochelle (¿no escribió él mismo como una suerte de suicida postergado?). Tiene la palabra la mujer que lo besó antes de morir, su compañera Angelina Silva. Tenemos la palabra todos los que fuimos sus amigos. Pero inconclusa o no, la obra de Martín Cerda mantiene su presencia: los dos libros que publicó quizá se vuelvan, con el tiempo, joyas de nuestra literatura ensayística. Ojalá que una editorial no burocratizada vuelva a editarlos, para una mayor difusión en todos nuestros países.

Aún quiero mencionar dos libros (o apenas cuadernos) que se publicaron quizá corno un reconocimiento de su autor o traductor a la nobleza de Martín Cerda. Me refiero a las versiones de Jorge Luis Borges: Cien dísticos del viajero querubínico, de Angel Silesius (bilingüe), y Breve antología anglosajona, ambos en colaboración con María Kodama ¿Fueron las ediciones príncipes? No lo sé. Martín las publicó, en una de sus tantas y fugaces empresas, como Editor Gerente de Ediciones La Ciudad, cuando Borges visitó Chile en 1978. Conservo la tarjeta impresa (con al R.S.V.P,) de invitación al coloquio que se celebraría con Borges, el cual, por razones extrañas (¿tensiones bélicas entre la Argentina y Chile?), no llegó a realizarse. Martín me anotaba a mano los nombres de los escritores que, además de él, iban a participar: Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, José Miguel Ibáñez, Edmundo Concha, Alfonso Calderón.

Para empresas como ésta —pienso— fue por lo que Martín Cerda decidió regresar a Santiago en 1977 desde la entonces opulenta y ostentosa Caracas, cuando ya tampoco encontró mucho sentido en seguir trabajando en la dirección literaria de "Monte Ávila", después de mi renuncia a esa editorial. ¿Volver a su país en medio de la férrea tiranía que lo gobernaba? Sí, prefirió el riesgo con tal de servir a la cultura chilena y de hacer posible una utopía de fraternidad y de redención espiritual.

Apenas muy parcialmente, he hablado de Martín Cerda, de su vida y su obra. Pero no he hablado de nuestra amistad. Fue íntima y entrañable. No quiero (¿o no puedo?) hablar de ella en sus incidencias y detalles más personales (que quizá no lo sean). Sólo alcanzo a añadir que fuimos en Caracas, durante dos largas temporadas, compañeros de empresas también inconclusas, pero que, junto con Pierre de Place, quien ahora vive en París, hicimos una de esas ya raras amistades en las que nada entra que no sea el afecto, la confianza y la utopía de la amistad misma. Si todo fue inconcluso en nuestros proyectos: revistas, colecciones de libros, editoriales, no lo fue la amistad. Ella fue, es y seguirá siendo, más allá de la muerte, fuente de inagotable allegrezza para la memoria.

Los Cabos, Nov. 15, 1991


 



 

 

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Publicado en VUELTA, N°182, enero de 1992