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PASIÓN QUE MATA: CÁRCEL DE MUJERES DE MARÍA CAROLINA GEEL


Por Bernardita Llanos Mardones
Publicado en Signos Literarios, Vol 1, N°2. México, julio-diciembre, 2005



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Cárcel de mujeres (1956), de la escritora María Carolina Geel (Georgina Silva Jiménez, 1913-1996), constituye una novela anómala en la literatura chilena por su temática (el crimen pasional), por su hibridez genérica tanto como por la visibilización del sujeto lésbico. En el canon literario chileno, el texto introduce la experiencia carcelaria femenina por primera vez junto con un amplio repertorio de transgresiones en la prisión.

El homicidio cometido por la escritora María Carolina Geel ocupó la crónica roja y diversos medios periodísticos santiaguinos que lo registraron en la historia criminal como “El crimen del Crillón”, nombre del famoso hotel donde tuvo lugar el asesinato por el que Geel fue sentenciada tres años y un día en prisión (Mora, “María” 259). Cárcel de mujeres nace durante su presidio a instancias del influyente crítico literario Hernán Díaz Arrieta (Alone), gran admirador de la obra de Geel. Como evidencia su prólogo a la primera edición de la novela, Alone insta a la autora a escribir para revelar su “secreto” y “dar a luz” “un libro arrancado a la sangre y la muerte” (20-21). Su singularidad y rareza radica en que presenta el crimen y las pruebas del asesinato sin explicar la responsabilidad ni la razón, enfrentándonos a la “muerte sin motivo” (20). Como advierte Gonzalo Rojas, la literatura a veces adquiere “una figura de espiral: vuelve sobre lo dicho con la inevitable certeza de que ya todo está dicho” (“Presidio”) para referirse a la extraña escritura de Geel y lo que genera en sus lectores.

Cárcel de mujeres se construye con base en diversos relatos y géneros que se superponen y convergen en torno del crimen y la transformación de la autora del homicidio en víctima propiciatoria de un destino fatal e ineludible. La narración devela una conciencia que se mueve en dos niveles discursivos: uno que reconstruye el delito por efecto de la ley y que inscribe las pruebas del crimen. El segundo nivel, de carácter testimonial, muestra el deseo irrefrenable del yo de matar, con lo que convierte la muerte (del amado) en una consecuencia del amor enceguecedor, de acuerdo con la protagonista.

La novela se divide en 27 meditaciones sobre el mundo del penal (Mora 266) que establecen un doble juego: de carácter religioso, donde la narradora aparece requiriendo la absolución divina; y otro filosófico, para encontrar sentido y conseguir el perdón de los hombres, es decir, el indulto del estado. De este modo, la mujer que se defiende muestra su cordura frente a la ley tanto civil como religiosa en relación con la tipificación del delito, prefigurando la figura legal de la locura temporal como atenuante.[1] La crisis de autoridad propia del sujeto de esta narración configura un "modelo ambiguo" que expresa la vacilación figurada de un yo que habla desde diversos lugares en una textualización que "fomenta el lugar fluctuante del sujeto" (Molloy 14-20). Leemos un relato opaco, contradictorio y ambivalente que intenta tácticamente probar la probidad del sujeto autobiográfico (Díaz 20). La autobiografía, como afirma Sylvia Molloy, es un "volver a contar"; una "suerte de construcción narrativa" (16). Las tácticas de la autovalidación moldean el discurso de la autorrepresentación en Hispanoamérica, donde "el yo solicita ser comprendido y aún perdonado". La sospecha de que se ha hecho algo mal, aparece en los textos autobiográficos, según Molloy, por la condición incierta del género y la vulnerabilidad que implica poner la vida en tela de juicio. La mujer escritora en Cárcel de mujeres tiene una sola mancha que esgrime como atenuante del amor entendido como locura temporal, estableciendo amplias conexiones con la tradición literaria amorosa. La ausencia de un móvil, de este modo, muestra la falta de voluntad del sujeto delictual en este contexto y hace de la locura transitoria la verdadera causa del homicidio. Dada la vinculación entre crimen y escritura en el relato de Geel, la incertidumbre genérica se ahonda al realizar múltiples pactos de lectura con distintos objetivos. El relato se dirige al crítico Alone y la institución literaria que él representa junto a otros críticos y escritores. También pacta con la burguesía y su sentido de decencia y moral como norma social superior. Por último, la novela interpela a quienes delinquen textualizando el delito y sus límites.

La autocensura es parte del texto de Geel tal como en las autobiografías donde "el relato de vida introduce silencios que apuntan a lo que no puede contarse", en este caso, los móviles del crimen (Molloy (8-21). El poder de verdad del discurso jurídico, como ha señalado Foucault (20-21), frente al crimen y el criminal, se fragmenta y diluye en la novela de Geel a través de la reflexión íntima de la mujer, quien se asume como un ser para la muerte erótica y existencialmente.

Esta postura testimonial y caída marca el sentido de anomalía y crisis del yo que se desdobla en múltiples posiciones y descubre la multiplicidad del sujeto. El yo criminal representa la otredad absoluta, como ha señalado Sartre. En Cárcel de mujeres, la asesina se autodescribe como un "animal que acosan", quien aterrorizado huye y se esconde de la mirada y el juicio condenatorio. En el existencialismo sartreano, la negatividad constituye el mundo y la subjetividad criminal, evidenciando la dualidad como estructura permanente de la conciencia y la radical perversión social de la libertad. El delito femenino en Geel aparece signado doblemente como ofensa legal y perversión moral; de ahí que el crimen y el lesbianismo se enlacen en el relato como máximas transgresiones del orden social hechas por mujeres. El mundo, desde esta posición, aparece perfecto en su inevitabilidad y organización formal donde un "instante fatal" determina el curso de la historia (Sartre 19-20 y 55-102). De este modo, el destino se transforma en "la gracia" y condena del criminal (Sartre 98), en una paradoja sin fin. La transformación en objeto tabú propia del criminal también es parte de la convicción de la narradora de Cárcel de mujeres, quien permanece aislada en una celda fuera del contacto y el alcance de las miradas de las demás presas. Su autofiguración señala el "rostro yerto" frente a las "agudas voraces", todos jueces que la condenan a. la muerte (39), incluso antes de ser convicta.

En el texto, matar se torna parte integral de un sino al que su autora no puede escapar, impelida por una fuerza superior cuyas leyes "desconocidas" obedece (Díaz 18). Los elementos propios del crimen pasional, sin embargo, no aparecen en esta escritura, la cual está exenta de los sentimientos y emociones de la homicida, salvo la enajenación que sufre después del asesinato. Se textualiza el hecho objetivo del crimen, pero no sus motivaciones ni implicaciones subjetivas. El ejercicio de escribir el delito se impone y configura una suerte de caja china que descubre en la cárcel una transgresión tras otra (Eltit 9). Los delitos de las otras convictas ocupan la atención del yo que escribe, quien difiere y desplaza el propio asesinato hasta la segunda mitad de la novela. La estética rigurosa de Geel muestra el perfil de un sujeto femenino descentrado, contradictorio y cavilante dominado por fuerzas superiores e incontrolables. La ofensa y la censura conforman una subjetividad vigilante y culposa en un mundo hostil donde el "ojo femenino", como afirma Eltit, aparece privilegiado al transformar la mirada en escritura (Eltit 11-12).

El ideal de "aticismo" estético al que adscribe la narradora muestra en la nostalgia romántica del mundo un ideal perdido e irrecuperable. Su atención a la delicadeza del gusto y la elegancia configuran un modelo social que se opone al desorden y vulgaridad de las convictas, identificadas con la bestialidad con la que se pinta el pueblo en el naturalismo. Esta simbolización se contrasta con la escritora/ narradora, recluida en el silencio de una celda penitenciaria que se vuelve celda conventual, lugar privilegiado para "verter el yo" en "la representación textual" (Molloy 22).

La Congregación de religiosas que dirige el penal aparece formada por mujeres de "aspiraciones humildes" y de "pureza de alma". En abierto contraste, las reclusas siguen la ley de "la violencia y el deseo" irrestricto (63) de acuerdo con la narradora. Monjas y presas encarnan dos modelos femeninos antagónicos: uno ideal y religioso, y otro negativo, condenado por su sexualidad y perversión. Si las religiosas son finas y generosas, ángeles en medio del infierno carcelario, las reclusas son agresivas y deformes en la perspectiva de quien escribe y señala sus defectos. Desde su posición en la celda individual del pensionado, la narradora se escuda en la escritura, y critica el comportamiento de sus compañeras, a quienes ve y escucha sin ser vista (Eltit 11). El discurso de clase se advierte en la postura moral que sostiene al describirlas como dominadas por el exceso, la obscenidad y el instinto. La aversión que la narradora manifiesta hacia las presas cobra su máxima expresión en las lesbianas, a quienes condena haciendo propio el rechazo burgués y heteronormado.

La degradación de las convictas se nutre de la visión naturalista de Geel frente a los sectores populares. De acuerdo con este modelo determinista, la perversión y la violencia rigen sus vidas como un destino. De ahí que las presas se reduzcan a "gritos, improperios, reyertas y riñas" (34) entre prostitutas, ladronas, asesinas y lesbianas (78). La primera mitad de Cárcel de mujeres nos adentra en lo que la narradora llama "el drama diabólico" (35) del presidio femenino. En este espacio de reclusión y castigo, la naturaleza paradojal de la violencia y la sexualidad es fuente de caos como sostiene René Girard al discutir la íntima conexión entre ambas en toda comunidad (Girard 35). La fascinación y repulsión que la violencia y la sexualidad ejercen sobre la narradora, se marcan con insistencia en la homosexualidad femenina y los pactos que sostiene en la interdicción.

El lesbianismo como opción y práctica sexual femenina aparece como una transgresión doblemente criminalizada. La historia de Adelaida (35) ejemplifica el doble crimen de ser lesbiana y asesina. Adelaida mata por amor, por volver a la cárcel, después de haber sido liberada para poder reunirse con su amante reclusa. Su vida funciona como inverso temido y deseado por la narradora, quien rehúsa casarse con el hombre que quiere e “intuye que no habrá un porvenir juntos”, resolviendo “que las nupcias no se consumarán” (81). Como mujer sabe que si entra al contrato matrimonial está destinada a perder su ciudadanía y la independencia que le da ser escritora. La imposibilidad del amor heterosexual se observa en su desinterés por los hombres y, en particular, en el terror y rechazo al matrimonio. La ausencia de “amor maternal” terminan por condenarla, alejándola irremediablemente del contrato amoroso mucho antes de ser convicta.

La confusión e igualación entre la criminal y la lesbiana vuelve a reaparecer en la figura de la presa María López, quien es doblemente criminalizada por su opción sexual. La narradora reflexiona y compara la heterosexualidad y la homosexualidad; con ello, destaca sus manifestaciones negativas en término del objeto elegido. Desde su perspectiva existencial, el otro es siempre hostil porque limita la afirmación y libertad del yo. Como consecuencia de esta postura, el pacto amoroso heteronormado se rompe mediante la aniquilación del otro masculino entrampado en los impulsos de la erótica de la agresión femenina.

La noción de delito en el texto articula una transgresión que borra los límites entre ficción y realidad. Cárcel de mujeres cruza y (con)funde la realidad fáctica del crimen realizado con la ficcionalización del yo y las fuerzas misteriosas que lo conducen a matar. La pasión femenina se liga al crimen amoroso, y signa uno de los delitos femeninos que condensa todos los demás en el campo simbólico. Como muestra Josefina Ludmer en El cuerpo del delito. Un manual la mujer que mata es representada como “delincuente” de la verdad y la legitimidad que fundamentan al Estado moderno y su ley. La simulación, la duplicidad, en suma, la ilegitimidad que los delitos pasionales femeninos encarnan y convierten a sus agentes en criminales contra el poder del estado y su modernización (371-372).

El proyecto autobiográfico está gobernado por la imagen de sí, “la que desea proyectar el sujeto en el presente”. Los modelos sociales de representación y los de lectura guían, como advierte Molloy, la recuperación del pasado (19). En el relato de Geel, el yo se vuelve al pasado, selecciona datos y hechos que configuran coincidencias que progresivamente anudan a los amantes en una relación cruzada por la fatalidad.

La visión de Rosa Faría tajeándose el cuerpo por efecto incontrolable de la ira, gatilla en la memoria de la narradora la imagen del amante muerto después del disparo: "la visión de esa sangre se fue al encuentro del recuerdo de otra sangre que yo vi correr desde la comisura derecha de la boca de él. ¿Cómo escribir sobre esto? Fue la noción de su muerte de que él moría, y es en el lapso de esa noción donde creo que su brutal realidad me enajenó" (91). Este fragmento muestra la conciencia que tiene la narradora de perder la razón cuando ve morir al amante y su propio destino de ser para la muerte. Se vuelve loca porque muere el otro, y usurpa su lugar. Lo que no entiende entonces es cómo él le quita el último acto puro de matarse (su intención inicial) y la transforma en criminal (matándolo a él) (106). La obsesión con el suicidio y la muerte se reiteran junto a otros elementos "fatídicos" del pasado que permiten armar el relato del crimen, sus escenarios y posibles móviles: la rivalidad y los celos (80), el viaje a Viña con él y el anuncio de muerte (81), su presentimiento de que no tendrán un futuro juntos (81), el parecido entre él y el hermano fallecido (89), la compra del revólver. Estas circunstancias apuntan a que ella estaba del lado de la muerte y que ésta fatalmente se encarna en el hombre. La participación y complicidad del amante aparece en el deseo (oscuro y silencioso) de querer morir a manos de ella (Eltit 11-12). El amante se toma así instrumento elegido por el azar entre 400 compañeros de trabajo (81), sin la intervención voluntaria de la narradora.

El arrebato "irracional" "producto de una severa depresión" (Mora 259), que más tarde Geel describiría como la razón del crimen, queda textualizado en la novela como su defensa y la posibilidad de ser rehabilitada socialmente.

 

 


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Nota

[1] En el código penal chileno, tanto el demente como quien actúa por "arrebato y obcecación" bajo "una fuerza irresistible" aparecen como atenuantes (artículo 10 n° 1 y artículo 11 n° I) desde 1874 que rebajan la pena o eximen de responsabilidad criminal.


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Obras citadas

-Mora, Gladys E. "María Carolina Geel (1911-1996)." Escritoras Chilenas. Ed. Patricia Rubio. Vol. III. Santiago: Cuarto Propio, 1999.
-Rojas, Gonzalo. "Presidio y escritura." http://critica.uchile.clinarrativaigeel.htm
-Molloy, Sylvia. Acto de Presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Trad. José Esteban Calderón. México: Tierra Firme, 1996.
-Foucault, Michel. Los anormales: curso en el Collége de France, 1974-1975. Eds. Francois Ewald, Alessandra Fontana, Valeria Marchetti y Antonella Salomón. Trad. Horacio Pons. México: Fondo de Cultura Económica, 2000. Sartre, Jean Paul. Saint Genet. Actor and Martyr. Trad. Bernard Frechtman. New York: George Braziller, 1963. Díaz Arrieta, Hernán. "Prólogo." María Carolina Geel. Cárcel de mujeres. Santiago: Cuarto Propio, 2000.
-Eltit, Diamela. "Mujeres que matan." Cárcel de mujeres. Santiago: Cuarto Propio, 2000.
-Girard, Rene. Violente and the Sacred. Trad. Patrick Gregory. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1977.
-Ludmer, Josefina. El cuerpo del delito. Un manual. Buenos Aires: Libros Perfil, 1999.

 

 

 

 



 

 

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