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El Pequeño Arquitecto, novela, por María Carolina Geel
(Babel, 1956?).

Por Alone
Publicado en Zig-Zag, Santiago, N°2686, 15 de noviembre de 1956



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Las novelas de María Carolina Geel, su construcción, su estilo, la serie de impresiones confusas que van produciendo, gradualmente, parecen calculadas, escritas para confundir a los críticos y desconcertar al lector.

Uno y otros ven pasar méritos evidentes, cierta misteriosa superioridad, una atmósfera original creada con recursos sencillos, casi ingenuos, pero eficacísimos, todo un mundo extraño en el cual penetra desde el primer momento y que lo envuelve, al mismo tiempo que resaltan vacíos tan graves, defectos de tal modo elementales que se pregunta si no serán voluntarios, si la autora, hábil y refinada allá, ha podido acá tropezar en tan burdos tropiezos.

Los autores modernos tienen esas malicias. Disimulan su arte, fingen candideces infantiles y, cuando alguien se atreve a enrostrárselo, le dan una mirada de supremo desdén y le vuelven la espalda.

Es preciso tener cuidado.

Leamos un poco. Las primeras líneas: "El arquitecto Joseh, hombre esbelto, aún joven, de cabellera siempre un tanto en desorden, hallábase tendido en el enorme sofá del estudio de su pertenencia y empezaba a entreabrir los párpados, emergiendo de lo profundo del sueño de la siesta".

Diríase que la arquitectura, tan presentada en la segunda palabra y adherida al personaje principal, desempeña en el libro un papel muy importante. Pues, no. El terremoto que conmueve la obra entera y forma su argumento, preocupa, naturalmente, a Joseh y le obliga a ciertas reflexiones; pero habría sucedido igual con otro, por ejemplo, con un abogado o un médico; la trabazón tan ostentada entre el héroe y su título parece llevar otro objeto que no se percibe sino a medias. Con la obra misma siempre sucede así: hay continuamente una mitad sumergida en la sombra, que se entrevé.

Joseh, casado con Amina, espera la llegada de su suegra, Marga. La suegra, ¿hay algo más odioso que la suegra, algo más antipático y aguafiestas, algo que estorbe y perturbe tanto? El nombre de ésta anuncia, aparentemente, una super-suegra: Marga, amarga. Así parece. Pero aguardemos. La suegra se presenta y el yerno, inmediatamente, sin transición, de un modo irresistible, pero tranquilo, como fatal e irresistible, la ama. Bien. Se han visto casos. De todo hay en la viña del Señor y la casa de mi padre tiene muchas habitaciones.

Pero ocurre que aquí falta del todo el proceso amoroso, el paso acelerado o paulatino, pero visible, comprensible, de la indiferencia inicial a la pasión siguiente. Y esto choca como si en un organismo faltara un hueso importante, digamos una vértebra del espinazo. Hay un eslabón de menos, un hiato, un calderón. En vez de mirar y detenerse, la autora cerró los ojos y saltó. Ya está Joseh enamorado de Marga.

El hecho lo precipita el terremoto, que no sólo derriba murallas materiales.

Donde no cabe dudar de que la autora ha buscado la indecisión es en la actitud de Amina. Y en la de cada uno de los otros dos.

Herida, pero no muerta, como un instante, lo esperó el marido, advierte Amina que entre Joseh y Marga sucedió algo. Ignoramos con exactitud sus reacciones íntimas. Y no sabemos en absoluto las de su madre, aunque podemos presumirlas por su terminante resolución de irse inmediatamente a Europa. ¿Y el pequeño, ¿por qué pequeño? arquitecto? Otro secreto.

La verdad es que estos tres seres forman tres mundos desconocidos, tres astros incógnitos que gravitan dentro de un orbe también arcano o esotérico.

Y, sin embargo, real.

Porque en esa atmósfera rara, María Carolina Geel consigue, mediante pequeños detalles extremadamente agudos y acertados, producir de cuando en cuando una chispa que ilumina el contorno y da la sensación de la verdad, sentando pie en tierra firme, aunque no sin fantasía. Véase. Ha llegado Marga a la casa de Amina y Joseh. El yerno se ha sorprendido ante la juventud, la belleza, el encanto de su suegra y sobre los tres opera el sortilegio que llevará al drama amoroso. Había unos visitantes que permitían moverse libremente. Se van, "...cuando el último visitante se despidió, quedaron los tres de pie en la sala, atacados por un súbito silencio, sin que hallaran qué decirse. Fue un instante raro, vacío y a la vez suspendido por una leve corriente nerviosa; todo lo cual lo hizo por algunos segundos sentirse ridículo, como un personaje de teatro. La madre reaccionó primero..." Es una notita breve, al pasar, una impresión fina, fugaz; pero, ¡qué certera, qué exacta! Y original. Ese súbito silencio que ataca a los tres y los paraliza, todos lo han sentido en algún momento, esa corriente nerviosa que los suspende tampoco es desconocida; pero pocos lo han captado tan bien y ninguno lo ha dicho de esa manera. Son rasgos felices de ese tipo los que sostienen realmente la narración. Durante una conversación difícil entre Joseh y Marga, un episodio en que él quiere insinuarse y no se atreve, las palabras se le embrollan en los labios y no halla como desenredarse. "Para disimularlo —pág. 38—, se alisó los cabellos y luego encendió el eterno cigarrillo defensivo." El cigarrillo defensivo, el pequeño acto inútil y salvador, la impalpable barrera de humo entre los seres confusos y desalentados... Más lejos, cuando ya la pasión desatada posee a Joseh, en un momento —pág. 86—, "empezó a imaginarse que tenía de cierto los labios hinchados con el nombre de Marga". Se podrían anotar muchos pequeños detalles así, gráficos, decisivos.

Pero lo que mejor caracteriza a María Carolina Geel, lo que sintetiza sus cualidades y defectos, virtudes y vacíos, es, como siempre, el estilo. Extraño, muy extraño estilo. Un estilo único. No correcto. La corrección gramatical la inventaron los profesores para atormentar a los alumnos; pero los alumnos pueden tranquilizarse: fuera del examen, nadie les toma cuenta de sus pecados contra la lengua. Ni aún cuando sean de la gravedad de éste: "Se separaron y supo bien uno y otro que la amistad no sería entre ellos", frase enteramente "gringa", casi jocosa o humorística. No importa. En forma aguda, caricaturesca, ofrece un ejemplo del idioma que la autora emplea, no se sabe si consciente o inconscientemente, un idioma que se diría parece traducción de originales hermosísimos, poéticos, lejanos, con cierta poesía germánica o nórdica, y que no anda, naturalmente, con agilidad. La soltura le haría perder toda su gracia, disiparía probablemente la atmósfera seductora que lo envuelve y rompería la irisada cutícula. Porque, aunque se haya dicho tantas veces, nunca está de más repetir que el idioma artístico no es un idioma lógico sino... artístico; que los escritores máximos, los genios, las autoridades supremas e inapelables, cuando un pedante se pone a examinarlos invariablemente les descubre una cantidad increíble de errores y faltas de toda especie; lo cual no obsta para que continúen siendo venerados y célebres, como tampoco se opone a que los susodichos pedantes continúan sepultados en la sombra. A todos ellos les contestó Baroja cuando, habiéndole alguien preguntado por qué cometía tantos delitos contra la Gramática, repuso:

Porque puedo.

También María Carolina puede, aunque no convendría, sin embargo, que se dejara llevar demasiado y abusara. Todo extremo es vicio. Y si existe el de la corrección, el otro también constituye una amenaza.

 

 



 

 

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