Trenes de Roxana Crisólogo
Por Miguel Ildefonso
Trenes (El Billar de Lucrecia, 2010) es la reconstrucción de un éxtasis, de una historia milenaria, que nos revela una larga mirada hacia las huellas personales, hacia el origen, hacia una serie de encuentros, fugas, traslaciones, paradas: “me ha tomado más/ de lo que hubiera imaginado/ el camino de regreso/ reunir las enseñanzas del paisaje”, nos dice la poeta. El viaje se inicia con la construcción de los rieles, a cargo del abuelo. Un viaje consciente de una voz poética que se traslada por diferentes lenguas, por territorios ajenos, en donde la propia lengua es la memoria que se confronta con esos paisajes humanos y de la naturaleza, imponentes y contradictorios. Pero “no sólo es el idioma/ el que a duras penas/ reconstruye/ el entendimiento perdido”. Efectivamente no solo es el viaje de la lengua, de un sentimiento o crítica ante un mundo globalizado y alienante. Es el retorno a la particularidad de una identidad inamovible, el reencuentro ausente, el recuperado lazo con la madre, madre de todas las culturas que viajan en aquel tren imparable, en incesante flujo de la lengua poética que dialoga con Tralk, con Federico García Lorca, con Carlos Oquendo de Amat (a nivel literario, es una relectura de la tradición poética). Estamos en el viaje de una peruana en un tren a Moscú, por ejemplo. La familia quiebra su unidad, no se sabe si el tren nos conduce a la muerte, o nos quiere arrojar a alguna estación de algún pueblo perdido fuera del mapa, o si, más bien, nos trae de vuelta a casa. Es el viaje de los inmigrantes, legales o ilegales, ante un paisaje que reclama ser natural, que reclama su naturaleza humana bajo las botas de la dictadura de las leyes y normas de la civilización y la posmodernidad. El tren sortea, evita, a esa naturaleza que se resiste a convertirse en mercancía. El tren nos aleja, con su velocidad, del contacto (y contrato) con los campos de la libertad; atestado de ansiedades, nos ata a ciudades, a puestos policiales, controles aduaneros. Pero, a su vez, fuera de las represiones, el tren también es el espacio o el vehículo para que se articulen la memoria y la solidaridad. Trenes no solo es la crónica de la entrada a una modernidad o posmodernidad, o a modernidades periféricas. También es la épica de viajantes subalternos, sin visa, para los que el tren es ruta de transformación e intercambio, la ruta transcultural de la supervivencia, que los conducirá al trabajo ilegal en aquellos mundos desarrollados, o, en todo caso, al recuerdo de la explotación en los países periféricos. La voz poética se representa en los otros, y los otros se representan en la voz poética. Es importante señalarlo, porque esa conjunción se vuelve una mirada, y la mirada se inmersa en las ciudades, en la naturaleza urbana, en paisajes duros y también amables. La mirada es la carne que se come a la propia carne; el hambre y el alimento somos nosotros al ser parte de esta vida que nos devora con su burocracia, entre choques interculturales, en donde se manifiesta la jerarquía de un poder invisible, omnipresente, que el sistema que la Modernidad ha creado para volvernos mercancías, o seres sin identidad, seres como fichas o pasajeros anónimos. El viaje, finalmente, nos retorna a aquellos países pobres donde no pasan trenes, sino triciclos y viejos camiones. Es el reclamo ante la fotografía del álbum familiar, reclamo de una identidad que ahora se hace visible a través de la memoria recuperada, que ha sabido dar unidad a los fragmentos de los paisajes prohibidos, y que se torna en la esencia de esta poesía. El reclamo de una identidad humana ante la deshumanizada vida posmoderna. El reclamo de estas “identidades perdidas” en base a relatos, crónicas, testimonios líricos, fragmentos de diálogos, que conforma (y confronta a) la totalidad de un mundo contemporáneo, que pareciera que ha perdido los rieles; un mundo descarrilado, diseñado con residuos, ancestrales y de últimas tecnologías, en donde solo la memoria o la lengua es lo que queda de nuestra individualidad: “nací en Lima la arena empaña mis ojos/ no los enajena/ lo que observo/ nada tiene nada que ver/ con el pubis de esta extraña floración”, nos dice la poeta o, mejor dicho, la propia poesía. Aquí, dos poemas:
el lila de los campos de bayas
el paisaje que se estrella en la ventana del tren
como la paloma que un niño quisiera
seguir
pero apedrea
entonces como Tatiana
me apuraba a borrarme las ojeras
el sol
de los campos de bayas
y como Tatiana me preguntaba
y como a Tatiana le preguntaban
qué hacer
para evitar el control
cómo hacer con la visa
cómo deshacerme de esta sonrisa
el vino tinto
de estas sombras
el paisaje
que se estrella en la ventana del tren
la piel jabonosa del río
que desciende
y se pregunta
¿qué diablos hace esta muchacha
hablando desde las manos
explicándose desde los pies?
expulsada al tiempo perverso de los árboles
apretaba con compulsión
el hocico de cocodrilo de su acolchonada valija
una lengüeta oscura asoma desde el fondo
rectangular de sus zapatos
botones que abrochar
zebras en el camino
diagonal de su corbata
que distraídamente
enrosca
y yo sigo
algo así
como hipnotizada
y me encuentro
de pronto
preguntándole
qué guardarás ahí ezra
frascos de prozac
vacunas contra la gripe
cebo de culebra ¿progestina?
contar las estrellas
no es más el hábito
de muchachas que como yo
persisten
en descifrar su dirección
y es sólo entonces
que una voz asciende
de la boca del estómago
como desde el mismísimo
infierno
una voz que mis dedos
se rehúsan a dibujar
en la ventana del micro
que nunca para
que nunca
se cansa de parar
y cuando para es
la voz que dice
al fondo hay sitio
y el fondo
es un sitio
por el que pugnan todos
los distinguidos
traseros de Lima
hombres como él
siempre se dirigirán a alguna dirección
Pound le dije y lo dejé en el aire
Pound por qué una dirección tiene que ser
un banco mercantil
fondos privados de pensiones
y no el punto rojo del mapa
de esta suerte de museo
a donde me enrumbo yo
dirección incierta
de sobra conozco el camino
y su intoxicación de cables
Pound le dije
y quién fue ese Pound insistió
y yo me reí