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Alicia, esto es el capitalismo de Carlos Villacorta
Editorial Intermezzo Tropical, 2014
Por Miguel ildefonso
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A Carlos Villacorta lo conocí en la época que integraba el grupo poético Inmanencia, en la Universidad Católica, en la segunda mitad de la década del 90, justamente la época en que se ubica la historia de Alicia, esto es el capitalismo, su primera novela. Hay muchas razones para que un poeta incursione en la narrativa, sobre todo hoy en día, pero entre ellas, la que pienso que tiene, quizás, mayor peso, es la de querer romper con los convencionalismos de la prosa y la ficción que muchas veces nos llegan a saturar por el abuso. El ejercicio poético, en el mejor de los casos, otorga al escritor una mayor conciencia en el lenguaje, un acercamiento a la vez visceral y espiritual con la realidad, y una mirada más lúdica capaz de conjugar el macro y el microcosmos de los protagonistas. Esto es lo que sucede en esta novela que presentamos esta noche.
Se nos presenta a dos protagonistas, en una primera parte al Tigrillo, y en una segunda a Alicia. Sus historias son narradas por ellos mismos, con su propia dicción de limeños que ya no pertenecen a ninguna clase social, en un contexto en que la crisis, la violencia política, la dictadura y la implantación del neoliberalismo han destruido a sus familias y los han colocado, a Alicia y el Tigrillo, al margen de todo, que en la novela está simbolizada, entre otros referentes icónicos, por los desolados arenales de Ventanilla. Ellos, con sus precarios empleos, con sus evasiones, solo buscan sobrevivir en esta monstruosa ciudad llamada Lima. El tema, entonces, es el de una modernidad peruana devenida de la guerra, en donde estos jóvenes, víctimas o productos del enfrentamiento de dos fuegos, que fueron ajenos a ellos, están ahora negados a participar de aquel desarrollo sino es como mano de obra barata y desechable.
Pero, si bien lo que vemos es esta cruda realidad social e interna tratando de devastarlos y devorarlos, y a ellos tratando de matar el hambre, negando el amor o sacrificándolo, lo que finalmente queda, lo que vemos triunfar en esta batalla personal, individual, es la supervivencia de la integridad moral de ambos protagonistas. El capitalismo no ha podido convertirlos en piezas fáciles de su terrible maquinaria, o, si usamos las imágenes constantes de la novela, en pizzas y sardinas enlatadas. Y he ahí la rebelión que sin proponérsela ellos, con su aparente ingenuidad, con su desencanto generacional, finalmente habían encausado.
Esta nueva guerra interna por ese tipo de supervivencia, o por la supervivencia espiritual, y aquí estoy usando un eufemismo seguramente, empezó en esos años de la década del noventa y prosigue hoy en día. Poco se ha tratado esto en nuestra entusiasta narrativa actual, y lo dice la misma Alicia cuando resuelve el Test de Proust. Ante la pregunta “¿Cuál es tu escritor favorito?”, ella responde (cito un fragmento): “Nunca he leído más que poesía, porque es lo que uno tiene siempre más a la mano. Supongo que debe ser un poeta y no un narrador. No creo que ningún narrador, sobre todo peruano, pueda contar las cosas que vivimos, sencillamente porque a los narradores peruanos no les interesa hablar de estas cosas.”
Estamos entonces en una novela que nos desafía a responder muchas interrogantes que, sutilmente y, a veces, irónicamente, se nos plantean. No se trata de resolver el misterio de cuándo se jodió el Perú, sino de saber hasta cuándo dejará de joderse. Hago aquí una cita un poco extensa que sintetiza lo que intento de decir, es la parte inicial de la novela en que el protagonista recuerda a sus padres: “enrumbaste hacia la casa antes de que empezaran a sonar las explosiones por la ciudad, y otra vez era una guerra que nunca te dijeron cuándo empezó ni mucho menos cuándo se iba a acabar, pero no fue cuando agarraron a Guzmán, ahí empezaría otra guerra, la del verdadero desempleo, la de nuestros padres, que sobrevivieron como pudieron en los ochenta y que luego, con el mismo incentivo que tomó mi mamá, se fueron muchos a la calle a patear latas, a buscar a sus cuarenta y tantos años cómo comenzar de nuevo, y los niños ya tendrían que ponerse a trabajar también, porque a esta casa no la sostiene nadie, sino el dinero, y ahora ser taxista no era como ser taxista hace veinte años, mucha competencia, pues, compadrito, pelearse con otros taxis, y, entre tanto, que mamá trabajara en lo que pudiera, de secretaria si era posible, de algo que aún fuera digno, mientras todavía se pudiera ser digno en el país”.
Felicito a Carlos por esta incursión en la narrativa, y con una novela que, como todo buen libro, involucra una aventura arriesgada con el fin de, como decíamos al inicio, escapar de los facilismos que convierten a una obra en un cúmulo de lugares comunes, en un recipiente pasivo de las influencias literarias o, en el mejor de los casos, en un mero ejercicio de redacción y estilo.
El Perú, como bien saben las Alicias y los Tigrillos que día a día se sacan la mugre por su subsistencia, no es el país de las maravillas tal como propugna el capitalismo festivo (o neoliberalismo) que se ha implantado aquí a costa de tantos muertos, traiciones y engaños. Pero, bueno, este tema va para más, y solo me queda decir, por ahora, que esperamos que Carlos nos siga entregando nuevos y buenos frutos de su trabajo literario.