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Situación de la crítica literaria en Chile
Por Miguel de Loyola
Publicado en revista Occidente, N° 496, julio de 2019
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Para nadie es novedad en estos tiempos hablar de falta de crítica literaria en Chile. Los medios independientes que ayer mantenían tribunas para dicha actividad, se acabaron hace muchos años, dejando nuevamente el imperio de la comunicación masiva a dos colosos monopolios: Copesa y El Mercurio, desde donde todavía se regula en parte el mercado del libro, mediante la mantención de unas pocas tribunas críticas, aunque no así la calidad de las obras que sus críticos difunden, en su mayoría instaladas por los intereses de las grandes editoriales, por la llamada Industria del Libro, una estrategia de orden puramente comercial que busca posicionar sus productos en el mercado, y que responde a la política de globalización que rige hoy el destino del mundo.
Sin embargo, el problema de la crítica literaria es todavía más complejo, va mucho más allá de cualquier intento por abordar por completo el asunto desde una sola arista. Tampoco se trata de un problema nuevo, ya lo advirtió George Orwel hace unos setenta años atrás en un ensayo magistral titulado En defensa de la novela, donde advierte, hablando del crítico, del sujeto que ejecuta el trabajo de crítico literario en los medios de comunicación masivos: “Hay dos razones por las cuales a X le resulta totalmente imposible decir la verdad acerca del libro que recibe. Para empezar, lo más probable es que once de cada doce libros que recibe no consigan prender en él ni la más mínima chispa de interés. No serán más que consabidamente malos, meramente neutros, inertes, sin demasiado sentido. Si no se le pagase para hacerlo, jamás leería ni un solo párrafo de esos libros, y prácticamente en todos los casos la única reseña verdadera y fiel a la realidad que podría escribir sería más bien ésta: “Este libro no me inspira pensamiento de ninguna clase”. ¿Le pagaría alguien por escribir una cosa así? Obviamente, no. De entrada, por lo tanto, X se encuentra en la falsa posición de tener que producir, digamos, trescientas palabras acerca de un libro que para él no ha significado nada. Por lo común, lo hace mediante un breve resumen de la trama (lo cual, a la sazón, ante el autor le delata: pone de manifiesto que no ha leído el libro) y unos cuantos halagos de cortesía, que a pesar de su empalago o exageración tienen el mismo valor que la sonrisa de una prostituta.” Es decir, define abiertamente la situación en que se encuentra el crítico frente al libro que recibe a fin de comentarlo, y las razones que lo llevan a hablar acerca de él. Sencillamente, se trata de una posición incómoda, por cuanto si vive de su trabajo, mal puede enemistarse con quien se lo otorga. He ahí acaso la mayor dificultad para oficiar de crítico literario hoy en día.
Ahora bien. La crítica literaria como actividad intelectual siempre ha estado presente en el ámbito de nuestra cultura literaria. Así lo demuestra fehacientemente John Dyson en su libro La evolución de la crítica literaria en Chile, estudio que abarca desde los albores de nuestra literatura, hasta el final de los años 50. A juicio de este investigador de origen norteamericano, fue Andrés Bello (1781-1865) quien asentó las bases de la critica literaria en Chile. “Entre los críticos buenos y malos, profesionales y aficionados, constantes y ocasionales, hay cerca de quinientos individuos.” “mientras mas se ha escrito [concluye] más se ha afirmado el género.” Es decir, existe una tradición al respecto que bien vale tener en cuenta al momento de abordar el fenómeno, una tradición que bordea cerca de dos siglos, y cuyos principios fundamentales eran ecuanimidad, objetividad y agudeza de juicio.
Con posterioridad a los años sesenta, la critica literaria en Chile siguió aquel desarrollo tradicional del que habla Dyson, alcanzando tal vez un máximo grado de esplendor y pluralismo entre los años 70 y 73, como así da cuenta Bernardo Subercaseaux en su artículo “La crítica literaria en Chile (Entre democracia y autoritarismo)” (1983); Rodrigo Cánovas en su ensayo: “Hacia una histórica relación sentimental de la crítica literaria en estos reinos” (1990); Juan Armando Epple, en su estudio “El estado actual de los estudios literarios en Chile: acercamiento preliminar” (1990), para caer luego en un largo período de oscurantismo durante los primeros años de dictadura militar, momento en que los críticos de la época fueron exiliados o acalladas sus voces y cerradas sus tribunas en diarios y revistas.
De esta manera, es posible constatar que la tradición crítica señalada por Dyson en su mencionado ensayo, continuó su natural evolución hasta comienzos de los años 70, cuando fue desarticulada por el régimen militar para transformarse en una actividad de carácter unilateral, tendiente a modelar el gusto de los lectores desde una óptica oficialista, interesada en destacar obras y autores afines a la oficialidad imperante en el país. La restricción del debate crítico, como señala Epple, “explica el peso inusitado que comienza a adquirir el sacerdote José Miguel Ibañez Langlois ( Ignacio Valente) como opinión rectora sobre la literatura que circula en el país.”
Durante la dictadura, será Ignacio Valente la voz cantante de la crítica literaria en Chile, que si bien ejercida a través de una tribuna periodística, diario El Mercurio, abarcó hasta la academia. Tanto en poesía como en novela, destacará a ciertos autores ignorando a otros, alcanzando un poder rector sobre la creación literaria casi absoluto. El mismo confiesa dicho poder cuando en más de algunos de sus artículos críticos compilados en su libro Veinticinco años de Crítica, se refiere al manifiesto interés conferido por los propios autores a sus opiniones críticas, quienes viven a la espera del pronunciamiento de sus artículos semanales en el cuerpo Artes y Letras del diario El Mercurio. Es decir, hay también entonces sumisión tácita por parte de los escritores respecto a la voz del crítico en esa época y también en otras, sencillamente porque se infiere que de su opinión dependerá no sólo el destino de sus libros, sino también de su misma vocación artística. Así, libros y autores destacados por Ignacio Valente en El Mercurio, se impondrán en librerías y por consiguiente en el medio literario de la época durante más veinticinco años.
A mediados de la dictadura militar, surgirán poco a poco muchas revistas de opinión que incluyen en sus páginas alguna tribuna de crítica literaria de cierta importancia. Sin embargo, ninguna de ellas alcanzará un poder de importancia semejante al alcanzado por las tribunas críticas del diario El Mercurio, quien consciente de su poderío al respecto, hacia finales de la dictadura, creará el semanario Revista de Libros, separando de esta manera la crítica literaria del cuerpo de Artes y Letras, para dar todavía mayor realce a la actividad, abriendo, además, nuevas tribunas para crear un clima de cierto pluralismo. Coincide también con dicha estrategia la explosión y expansión mundial de lo que se ha venido a llamar Industria del Libro. Fenómeno comercial y cultural que abarcó, y abarca hoy el mundo entero, pasando a ser el libro, principalmente un producto mercantil. Bajo esta perspectiva la Revista de Libros del diario El Mercurio, se transforma en vitrina para una floreciente industria del libro. Digo floreciente, porque nunca se han publicado en el mundo más libros que en los últimos tiempos, gracias a las facilidades otorgadas también por las nuevas tecnologías que permiten agilizar y reducir el proceso de edición e impresión a una brevedad asombrosa. La impresión digital, por ejemplo, permite producir libros minuto a minuto, aunque sin restricción crítica alguna. He ahí otro asunto a considerar como cuestión medular de la carencia de crítica literaria.
Retomando el mencionado ensayo de George Orwell, cabe citar también lo siguiente en torno a los intereses económicos que hacen posible la existencia de una tribuna crítica en diarios y revistas de consumo masivo: “Ningún periódico que dependa en mayor o menor grado de los anuncios de los editores puede permitirse el lujo de prescindir de las reseñas”. Es decir, constatamos así la relación de dependencia bilateral existente entre dos asuntos de naturaleza muy distinta, pero necesariamente dependiente el uno del otro. Y es lo que comienza a ocurrir cada día con mayor frecuencia hasta transformarse en una constante en nuestros días, donde -como se sabe- escasean las tribunas críticas acaso precisamente por falta de avisadores, en virtud de la caída estruendosa del interés por la prensa escrita. Una prueba contundente al respecto está en los quioscos que ayer vendían diarios y revistas en las esquinas céntricas de la ciudad, hoy se han transformado prácticamente en confiterías.
Asimismo, dadas las circunstancias, se ha perdido también -por parte del público-, la credibilidad del crítico debido al develamiento de las redes de interés que sostienen su trabajo. Orwell explica esto de manera gráfica y contundente, además de señalar una de las funciones principales de la crítica: “Pero hay un mal mucho peor que este. De X se espera no sólo que diga de qué trata un libro, sino también que pronuncie su opinión y dictamine si es bueno o malo. Dado que X puede sostener una pluma con la mano, probablemente no es tonto, o no tanto para imaginar que la La ninfa constante sea la tragedia más sensacional que jamás se haya escrito. Muy probablemente, su novelista preferido, si es que las novelas le importan, sea Stendhal, o Dickens, o Jane Austen, o D.H. Lawrence, o Dostoievski, o, en cualquier caso, alguien inconmensurablemente mejor que cualquiera de los novelistas contemporáneos del montón. Tiene que empezar, de entrada, por rebajar de modo abismal sus propios criterios. Como ya he señalado en otra parte, aplicar un criterio decente a las novelas ordinarias, del montón, es como ponerse a pesar una mosca en una báscula de muelles preparada para pesar elefantes. En semejante báscula, sencillamente no se registra el peso de las moscas; hay que empezar por construir otra báscula que sirva para poner de relieve que existen moscas grandes y moscas chicas. Y esto es aproximadamente lo que hace X. De nada sirve decir monótonamente, un libro tras otro, “este libro es una paparrucha”, porque, una vez más, nadie pagará nada por una cosa así. X tiene que descubrir algo que no sea una paparrucha, y tiene que descubrirlo con una frecuencia alta, o arriesgarse al despido.”
Ignacio Valente advierte también la falta de tribunas críticas en su libro Introducción a la literatura, tratando de enfatizar la importancia de la crítica literaria en el país, allí sostiene: “¿De dónde deriva la falta de críticos cualificados? Por cierto que la universidad debería ser su origen natural. Pero no basta el nivel académico de ésta para producirlos. Los propios órganos de prensa deberían darles cabida y la remuneración necesaria para su existencia y multiplicación. Y mientras éstos órganos no tengan otro imperativo que “vender”, como el de las propias editoriales y librerías, seguiremos moviéndonos en el orden del best-seller y de la subcultura masiva.” Es decir, en ese sentido, apunta en la misma dirección de Orwell, otorgándole relevancia a la figura del crítico, en constante peligro de ceder a los intereses del mercado.
Cabe preguntarse entonces si la posición del crítico literario en nuestros días conlleva a convertirlo en un mecenas para los escritores. Pierre Bourdieu, sostiene en un artículo titulado Campo intelectual y proyecto creador, una tesis que confirma la importancia que adquiere la figura del crítico en este sentido en una comunidad, y advierte que su apoyo a uno u otro autor se constituye en parte, en una protección mesiánica respecto de su obra artística, ya que tiende a reafirmar una obra en el seno del llamado campo intelectual. En consecuencia, así la autonomía de la obra, resulta altamente cuestionable, por cuanto una vez reconocida como tal, el escritor tiende a escribir teniendo en mente al crítico. He ahí otra arista importante a considerar al momento de analizar la situación de la crítica literaria. Paul Valery hablaba de “obras creadas por su público”, aquellas obras que nacen como resultado de la crítica, y “obras que crean público”, aquellas que surgen solas creando su propio universo lector. En tal sentido, podemos preguntarnos cuál de ambas situaciones se imponen hoy en día, cuando la función del crítico se encuentra claramente supeditada a los intereses comerciales. Es decir, a la inmediatez, y bien sabemos que el arte no responde a esos principios. Muy por el contrario, requiere del tiempo para establecer la correspondiente distancia estética que permite una mayor libertad de juicio.
Naturalmente, cabe preguntarse qué sucede hoy en nuestra realidad al respecto. Si la crítica literaria impone obras a los lectores o si las obras se imponen por si mismas. Desde luego, el camino para lo segundo resulta sin duda en nuestros días inviable. Los tiempos han cambiado, sin duda, ya no existen tampoco críticos de la potestad de un Ignacio Valente, quien dio el primer paso entre muchas otras apuestas personales, junto a la explosión editorial de los años 80, a la llamada Nueva narrativa chilena, consagrando a sus autores en las páginas de la mencionada Revista de Letras. Un fenómeno cultural que se impuso como lo más importante del momento, pero de vida efímera, por cuanto la mayoría de sus representantes junto a sus obras se han desdibujado en el tiempo, sin echar raíces profundas como las alcanzadas por las generaciones precedentes, del 38, del 50, y aquella de los llamados Novísimos.
La discusión crítica en los medios de comunicación masivos hoy día se ha reducido, como señalaba al comienzo, a las dos empresas de comunicación masiva más grandes del país, que cuentan todavía con alguna tribuna crítica, pero sin la fuerza y la solvencia alcanzada en décadas anteriores, debido también a la falta de interés que despierta la literatura para la nuevas generaciones, cuyos principales intereses y centros de atención pasan preferentemente por los medios audiovisuales, muy por encima de los escritos. Ese proceso de cambio de costumbres y perspectivas debido al desarrollo de las tecnologías ha reducido el espacio para la lectura, a pesar de las políticas culturales implementadas en el país por los gobiernos de turno. Hay que reconocer en ese sentido, también el trabajo realizado por los municipios, cuyas bibliotecas siguen creciendo en las comunas, convirtiéndose en fuentes principales de divulgación de la literatura. Pero falta el organismo rector oficiado por una tribuna crítica libre de compromisos editoriales, ideológicos, y salariales. Asunto que, como se ha visto, resulta imposible de resolver cuando el arte y literatura se transforma en un producto mediatizado por el mercado y sujeto a los intereses monetarios del mismo.
El diario La Tercera, Las Ultimas Noticias, El Mercurio, confieren todavía en sus páginas algunas tribunas críticas, pero de muy escaso interés público, porque invariablemente traslucen el interés mediático que las sostiene, y porque además la prensa escrita -debido a una cuestión mundial- se aleja cada vez más del interés de la gente. La crítica académica, en tanto, queda también al margen porque vive circunscrita al mundo universitario, sin alcanzar la voz pública. Ya porque no existen los medios para hacerlo, ni tampoco interés por parte del lector general por descifrar sus intrincados discursos a la hora de explicar y hablar de una obra literaria. Hay que agregar a este asunto la no menor influencia de las llamadas minorías identitarias, de orden sexual, racial, ecológica, que siguen ganando terreno, insertándose en todos los ámbitos culturales, incluida por cierto la literatura y la crítica, constituyéndose poco a poco en una voz determinante en tales asuntos, al punto de inferir en el quehacer del crítico literario que, por cierto, se ve también influenciado por la voz cada vez más potente de tales minorías.
La creación de un ministerio de la cultura en el país, debiera necesariamente llevarnos a la reinserción de la crítica no sólo literaria, sino en todas las artes, en virtud de las razones hasta aquí expuestas, pero sólo dan pie a una mera sobrevivencia. Si bien se han otorgado becas y subsidios hasta ahora nunca antes alcanzadas por el ámbito de la cultura y las artes en nuestro país, se advierte cierta falta de congruencia de sus políticas, por cuanto no canalizan en proyectos de largo plazo, y caen en ese mediatismo inherente al gobierno de turno, lo mismo que el mercantilismo. La falta de medios escritos destinados al ejercicio de la crítica no puede ser más evidente y necesaria a la hora de pretender resguardar y potenciar la cultura de un país.
– Santiago de Chile – Abril del 2019