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"Las islas que van quedando" de Mauricio Electorat
Presunciones hundidas
Por Juan Manuel Vial
La Tercera Cultura. 3 de Octubre de 2009
Sumándose a la tendencia de construir novelas que contienen dentro de sí a otras novelas, Mauricio Electorat ha escrito un libro que, lejos de ser un desafío, es una amalgama de historias poco llamativas, con cruces forzados e irrupciones de escaso valor, como, por ejemplo, las constantes interpelaciones que el o los narradores dedican al lector, muchas de las cuales son del orden de "como ya le iba contando" o, peor aún, "no se olvide el ocioso lector que (…)".
El protagonista de Las islas que van quedando es Boris Sandoval, chileno, dueño de una vocación semioculta de poeta, empleado en una agencia de viajes, que vive en la Barcelona de principios de los 80. Entre su círculo de amistades figura el novelista argentino Óscar Julián Soler, quien muere prematuramente. En poder de Sandoval queda un cúmulo de papeles póstumos del fallecido, entre los que se encuentra el bosquejo de una novela que se entrecruza con el relato central, el que, a su vez, es articulado casi todo el tiempo por el mismo Sandoval.
Además de la carpeta azul, Soler ha dejado a disposición de Sandoval un legado involuntario: Milagro, la hermosa mulata cubana que fue amante del argentino hasta el último de sus días, acabará en los brazos del chileno, pese a la timidez que distingue a nuestro compatriota. Milagro es hija de Fidel Castro y oriunda de una isla. Y las ínsulas fueron desde siempre una obsesión para Soler. Así, dentro del profuso y enredoso mapa de esta novela, entra a escena la isla de Juan Fernández, también conocida como Robinson Crusoe.
Novela dispuesta en varios escenarios (Barcelona, Juan Fernández, Alejandro Selkirk, Kapsali, Tokio, París, Santiago, San Pedro de Atacama), Las islas que van quedando permite, debido a su longitud y falta de contención, aislar con facilidad la superabundancia de recursos que la componen: como si no bastase el exceso de palabras, la novela es, además, dada a la falsa dubitación, a la autointerrupción y al chiste fácil. Para peor, los personajes responden al cliché más básico que se puede llegar a tener de ellos: peruano de clase alta (finísimo); holandés (marihuanero y errante); francesa (buena para cocinar y ardiente)... y así sucesivamente.
Por otro lado está el tema de la estructura, que en este tipo de novelas ha de ser siempre granítica, pero que aquí tiembla ante el más mínimo resoplido del lector, pues no hay estructura que resista el peso de tanta historia paralela, de tanto personaje aparecido (incluso hay un duende pululando por ahí), ni de tanta información de poca monta que pretende ser de primera, en especial la que se entrega en referencia a la isla de Juan Fernández.
Lo más molesto del libro es el tono humorístico, de veta ciento por ciento chilena, que cubre la novela con un manto de desgracia de principio a fin. Y es que nadie puede con aseveraciones del tipo "tú no eres más huevón porque no te levantas más temprano". Sinceramente, nadie.