Ojo con lo "light"
(siempre nos quedará Stendhal)
Por Mauricio Electorat
Revista de Libros de El Mercurio, domingo 23 de marzo de 2008
En 1829, un desconocido llamado Henry Beyle escribe una novela que pasará estrictamente inadvertida. Su título es El rojo y el negro. Su autor, un tal Stendhal. La novela venderá exactamente 600 ejemplares y a la escasez de lectores se agregará la cuasi ausencia de crítica. Prácticamente no hay reseñas y el único artículo de fondo será escrito por un tal Gruffo Papera, nombre ridículo detrás del cual se esconde —una muestra más de la ironía sin cuartel con la que trató siempre al mundo y a sí mismo— el propio Henry Beyle. Como buena historia de Stendhal, el artículo jamás verá la letra impresa.
Poco después, Henry Beyle le escribe a un amigo la siguiente frase que, desde luego, está inscrita desde hace mucho en el "muro de los lamentos" de la literatura: "Tendré lectores en 1943". No se equivocaba. Hoy día hay círculos stendhalianos repartidos por el mundo. Se lo lee en Estados Unidos y en Sudáfrica. Se organizan congresos stendhalianos cada dos o tres años. Se edita una revista de estudios stendhalianos... en Japón. A Stendhal no se lo lee, se lo descubre y se lo sigue leyendo con "previo fervor y misteriosa lealtad", como dice Borges que se lee a los clásicos. Como los fanáticos de Mozart, de Zurbarán, o de Miles Davis, los stendhalianos forman una especie de tribu secreta, una suerte de secta que se reconoce a sí misma por pequeños detalles que no engañan: el gusto por las novelas en las que entra, como una ráfaga, el viento de la Historia, el placer de la velocidad narrativa, la agilidad del diálogo, la simultaneidad del pensamiento y la acción y, además, el gusto por las novelas con "carne", es decir, con pasiones humanas, crudas, terribles, hermosas también... Dicho de otra manera: no hay buen lector de novelas que no sea stendhaliano. Lo que pasa es que, claro, muchos lo ignoran y, a veces, horror, pueden hasta morir ignorándolo.
¿A qué viene todo esto? Momentito. Un dato más. El rojo y el negro, que fue escrita en 1829 y 1830, lleva por subtítulo: "Crónica de 1830". Esto quiere decir que —bajo la invocación de Danton, a quien parte citando con una frase que el interesado, desde luego, jamás pronunció: "La verdad, la áspera verdad"— Stendhal se propone, ante todo, novelar la realidad que lo circunda, su momento histórico, si se prefiere, su "aquí y ahora". Ese momento es el de la devastadora contrarrevolución que significó la Restauración borbónica en Francia. Pero lo importante no es Luis XVIII (ni siquiera Napoleón, a quien el autor admiraba tanto), lo importante es lo que le ocurre a su héroe, Julien Sorel... y a Madame de Renal y a Mademoiselle de la Mole. ¿Y qué les ocurre? Lo que ha ocurrido siempre: el amor, el deseo súbito y su desaparición, el odio, la ambición, el desencanto, el tedio...
En 1831, cuando apareció, es muy probable que El rojo y el negro no se haya leído más por la sencilla razón de que no decía nada "nuevo": describía, con acierto, con gracia si se quiere, la peripecia de unos personajes que estaban allí, en el aire de su época, pero que, por lo mismo, no "impresionaban" a nadie. De hecho, la novela se inspira en un caso real, un crimen pasional igual que el que Sorel intenta contra su amante, que había conmocionado a Francia hacía sólo un par de años, en 1827. Es arriesgado decirlo así, pero qué remedio: tengo la impresión de que en su momento El rojo y el negro fue leída como una novela ligera, un texto que no hablaba de un pasado remoto, ni mostraba héroes míticos, sino personajes que el lector de 1831 se podía cruzar en la calle. No era lo que se acostumbraba, no era lo
que se leía. Conclusión: indiferencia. Sólo después con el paso de los siglos, la novela ha adquirido todo su espesor (y esplendor) histórico. Quizá los lectores de 1830 privilegiaron su aspecto "histriónico" —la peripecia harto plausible, después de todo acababa de ocurrir, de unos personajes que no tenían nada de fantásticos— por sobre la carga "histórica" del texto. Pero la escritura —rápida, mordaz, brillante— sigue siendo la misma. Por eso, de alguna manera, tenían razón esos lectores: El rojo y el negro es (y será siempre) una novela ligera. Sólo que Stendhal se adelantó al gusto de su época o a su capacidad de lectura. Tendrían que venir Balzac y Dickens y Hemingway a enseñarnos que la novela puede ser —y es hasta hoy— un "trasunto" más o menos simultáneo del mundo.
Pienso, ahora, en esa ligereza de las llamadas novelas light. En las de Susanna Tamaro, en las de Anna Gavalda y Lucía Etxeberría: no tienen nada, no contienen nada, se escucha decir, son literatura light, merecen ser tratadas, por parte del lector culto, con la misma actitud con la que el lector de 1830 trató El rojo y el negro, la misma con que los lectores "cultos" de los años 50 acogieron el Bonjour tristesse de la Sagan, o sea, con el áspero látigo de la indiferencia. Pero, cuidado, pienso también en las novelas de Zadie Smith, Hanif Kureishi, Annie Ernaux y tantos otros, y me digo que la ligereza es, como en 1830, como en 1950, la salvación de nosotros, lectores, y hasta de la literatura. Ojo con lo light (y, por favor, nadie ha hablado aquí de Paulo Coelho).