Análisis de la antología de poesía y cuentos ParqueMapocho
Por Chiara Bolognese
La investigadora italiana, Chiara Bolognese, hizo una cuidadosa reseña de la última antología de cuento y poesía que publicó MAGO Editores. Ella misma, en persona, leyó este texto frente al público que acudió a la presentación de este libro, el último enero en la Feria del Libro del Parque Forestal.
Es un gran placer para mí estar aquí presentando este interesantísimo libro titulado “ParqueMapocho” y editado por MAGO, y le agradezco a Máximo G. Sáez la oportunidad que me dio. Este texto sigue la línea editorial a la que MAGO nos ha acostumbrado, es decir la de animar y ayudar a los nuevos escritores en sus proyectos de creación. De hecho, muchos de los autores aquí antologados ya tienen otros textos publicados en esta misma editorial (Brandan, Sandoval, Moreno Rodríguez, Fierro Fernández, Miranda Contreras).
En ParqueMapocho están reunidos nueve poetas y tres cuentistas, de distintas edades, los más jóvenes siendo Javier Méndez del 89 y Amapola del 90. Esta diferencia de edad repercute muy favorablemente en la variedad de la antología, en cuanto las experiencias, los intereses y las sensibilidades son, evidentemente, muy diferentes. Todo eso se proyecta en una gran riqueza de temas. Los autores son casi todos chilenos menos una argentina (Brandan), un canadiense de padres chilenos (Sandoval) y una francesa enamorada de Chile (Sara). Y Chile, Santiago en particular, tiene cierto protagonismo en sus creaciones.
Los autores coinciden todos en el hecho de haberse dedicado a escribir desde su primera juventud o incluso desde la niñez, y muchos de ellos frecuentan varios géneros de escritura y de arte: los “poetas” han escrito cuentos, los “cuentistas” han producido versos –entre todos destaca Alejandro Miranda Contreras cuyos cuentos son como poemas largos–, otros se dedican al teatro, al baile, a la música. La creación literaria forma parte de su vida diaria y bebe de todos los episodios de la existencia, desde los más cotidianos –la merienda de la hija en “Membrillo y guayaba” de Sandoval–, hasta los más dramáticos –la pérdida de un hijo en el caso de Lilia Hernández.
Como decía, los temas tratados son muy variados y prefiero dejar a los autores la tarea de evidenciarnos los que más les interesan, sin embargo me parece importante antes de dejarles la palabra, destacar algunos elementos comunes que constituyen en cierta medida el hilo que une todos los textos.
El fuerte interés por el asunto de la función de la escritura es uno de los aspectos que más me ha llamado la atención. En los textos antologados más de una vez se pone en duda su utilidad. En “Sra. Justicia” de Blanco las palabras son “balas de versos, y cuchillos de letras” para intentar conquistar el corazón de la amada. Las palabras parecen tener vida propia y autonomía, luego son “Palabras rotas” o “Versos que se pierden”, hasta culminar en “Perdónese el silencio”, donde, dice el poeta, “ya ni la pluma me sirve de bastón para seguir caminando”. Una situación análoga se da en “Latido”, de Hernández, en donde, en el dialogo con el hijo fallecido reconoce que “los poemas no colmaron el vacío que dejaste”. El mismo tema de la “eficacia” de la escritura lo trata, quizás con algo más de esperanza, Sara en “Confeti”, donde el yo juega con las palabras, sabe que éstas se olvidan pero confía en que alguna llegue al corazón de alguien que la pueda recibir y entender. Medina Sepúlveda, en “Poema”, dialoga con el poema mismo, celebra su fuerza rompedora y finalmente lo llama “amigo mío”. Aquí, el poema es “emoción, pensamiento y locura”. En el texto sucesivo, “Se ha disfrazado un poema”, el mismo autor nos cuenta las aventuras de un poema travieso: de nuevo, éste es como un ser vivo y libre. Méndez, por su parte, mientras se “segrega como ermitaño en sus palabras”, se plantea el problema de ser leído. Miranda Contreras desmitifica la imagen del poeta en “Elegía”, habla de los poetas como de muertos-en-vida y dice: “nuestra única arma es la palabra y nosotros siempre los heridos”.
Aparte de esta indagación en la escritura, hay otros aspectos que merece la pena subrayar, entre ellos, sin duda, la profunda meditación acerca de la condición del ser humano en la metrópoli actual. Los autores invitan a reflexionar sobre los problemas de las grandes urbes, con sus conflictos y dudas. En este caso, la mirada de Sandoval es irónica y precisa: en “Especialista” habla de la excesiva especialización del día de hoy, y en “Solicitud de empleo” bromea acerca de las cartas que todos escribimos cuando mandamos nuestros currículos. También muy actual y más crítica y dolorida es la interpretación de Cassaretto en el poema “Obreros”, en el que analiza la condición de explotación y agotamiento en la que éstos trabajan.
En general, numerosas voces en estas páginas quieren gritar su miedo a la inconsistencia, la invisibilidad, la vaguedad. “Voluble” se titula un texto de Méndez, quien derrama “su inconsistencia” y considera que la realidad –barrios y veredas, en sus palabras– tiene “fecha de vencimiento”. En esta misma línea habla Medina, quien, en “Garantía”, busca la boleta de la vida para ver si ésta tiene garantía y puede reclamar.
Y, de la invisibilidad y la disolución se llega hasta el tema de la muerte. Frecuentemente los hablantes se describen como fantasmas, como muertos que hablan desde su propio ataúd –Miranda Contreras en “Noche de sonrisas”. Hay por lo menos dos sutiles referencias al suicidio: Fierro Fernández en “Domingo y ciudad” habla de una píldora “para volver a hundirse en algo parecido al sueño” y Amapola dice “tráiganme sólo una amapola para dormir, pues eso ahora sirve”. Las voces líricas se auto-definen como “El atormentado”, “El abandonado” (Blanco), mientras Amapola escribe el “Manifiesto del adolorido”. La mayoría son textos de profundo ensimismamiento, como queda plasmado claramente en los poemas de Cassaretto, quien dice “esta pena que tengo, la traigo conmigo desde siempre” (“Esta triste tristeza mía”) o “yo habito en un cielo de infiernos y en el infierno mismo que me pude inventar” (“Ni cielo ni infierno”). En la misma línea de la autorreflexión escriben Hernández, que cada vez que mira sus manos quiere arropar y ceñir al hijo que se fue (“Hijo”), y Miranda Contreras, que en “Noche de melancolía” se describe como un vagabundo coleccionista de lágrimas, solo con su pena.
Y los autores también bucean en el drama de la soledad actual, y de las soledades de cada uno de nosotros: leemos, por ejemplo, el poema “El puente”, donde Brandan vive su amor soñado e imposible en soledad, o “Esas que conozco” de Blanco que retrata algunos aspectos del universo de la soledad femenina. En cambio, la soledad en la muchedumbre es la que se describe en el metro de “Transantiago begin’s” (Fierro Fernández).
Frecuente es, además, la reflexión sobre los encuentros entre desconocidos, y sobre los encuentros inesperados. El relato “Sammy Erlenmeyer” de Moreno Rodríguez, entre otros, narra un encuentro entre dos hombres que son, supuestamente, viejos amigos, pero, en realidad el narrador y protagonista no consigue ubicar a su interlocutor y se queda con la duda sobre su verdadera identidad, dejando al lector con el deseo de saber más acerca de la nube de misterio que envuelve a los protagonistas.
Lo que se retrata en estos textos es la locura de nuestras vidas, las prisas y los afanes que nos atrapan en un vórtice sin salida, al que sólo el perro vagabundo de “Tarde libre” (Fierro Fernández) parece haberse escapado.
Y sin embargo, en este mundo un poco sombrío que queda retratado en estos textos, también tiene un papel importante el tema del amor. Los autores, a veces, recuerdan amores fracasados, pero también aparece el amor positivo y esperanzador. Son varios los poemas que hablan de relaciones felices, desde “El extraño” (Brandan), en el que un amor se vuelve a despertar de la apatía de la rutina, pasando quizás, por “Dueña de mis suspiros” (Medina), y “Sempiterna despedida” de Amapola, hasta llegar a “No te odiaré” (Sara) dedicado a un amor que se fue, cuyo recuerdo la autora va a guardar cierta de que éste le dará fuerza.
El amor positivo se unen también algunos textos que celebran el renacer del yo lírico, entre otros “Sin llamar”, de Brandan en el que se percibe la desgarradora tristeza, pero también la voluntad de “arrojarse a la vida para vivirla de nuevo”, o “En la mirada rocío” de Sara, donde la voz poética “confía en la sonrisa ajena y en la luz del día” y entiende que “vivir es arriesgarse a crecer”.
Éstos son, delineados algo esquemáticamente quizás, algunos de los aspectos sobre los cuales quería llamar la atención de los futuros lectores.