Selección de textos.
En este paisaje tan extremadamente limpio no hay palabras.
JOSÉ WATANABE
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En la primera escena, versos y aproximaciones paisajísticas más bien imprecisas; recortes de prensa y fallidos ejercicios de cianotipia que remiten a un tiempo caótico y una experiencia ajena que tu mente apropia cual demencial suplantación. Sólo los animales prontos a la extinción y los ancianos cancerosos dimensionan la extensión del vacío que dejan las estaciones cuando pasan. Registras el día que sea del ochenta y cinco, lo haces más claro de un modo inversamente proporcional a la oscuridad de los días posteriores y desde allí tu peor poema enmudece, se torna ilegible o se limita a describir fenómenos climáticos anómalos y tragedias familiares sin importancia.
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Callar para no decir la torpeza que supone tu prematura autoficción, mensajes de amor y ausencia de algo inanimado pero hermoso que asemejándose a tu infancia reitera visuales bucólicas y simples, efemérides que de vez en cuando te resultan difusamente conocidas: desfiladeros de coníferas en llamas, atmósferas en sepia y restos de animales salvajes avinagrándose lentamente al sol. Nada real hay en el forastero que eres hoy, nada real en la chica que amas dibujando en tu mano una libélula con lápiz bic. El niño que fuiste vuelve a robar ciruelas en la quinta del vecino, vuelve a rajar sus testículos en el alambre de púas chorreando en rosa sanguíneo el pantalón de colegio. En la escena ya no hay paisajes en papel crepé, perros ladrando ni compañeros de curso corriendo aterrados a sus casas. Cuando callas, callan contigo fallidas taxidermias; los despojos —al final— de un relato ya sin cauce ni natural turbación.
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La natural fisura remite a un estado de contemplación total del vacío, como el trance del árbol cuyo tronco a diario se inclina, milimétrico, desafiando la tirantez de sus prensadas raíces. El crujido de ese movimiento es inaudible desde la casa, se apaga a intervalos irregulares como descargas electroacústicas y densas. La imaginación no expande la lengua de quien lo observa ni convierte a imagen la acústica de la palabra bosque cuando se le nombra en Aokigahara, Lemuy o Maryland. Animales y coníferas entretejen los espacios por donde la memoria depura su ancestral continuidad. La forma del árbol ensaya fonéticas indoloras que se asocian a tu propia experiencia, prolongándose o comprimiéndose desde las áreas muertas que dejan las palabras. El tronco se tuerce, se envuelve en sí mismo y se torna estela de un vacío que fisura mustio la precariedad de lo perenne.
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En su discreta aritmética el diseño del bosque se explica a sí mismo hasta donde le es físicamente posible. Su sistema arbóreo coagula heridas que se disuelven en el aire, inflamables raíces que arden para evidenciar su geografía elástica y nerviosa, su clorofila en expansión al alcance primigenio de los hombres y mujeres que hoy por azar le habitan. No es aire el aire que respira, no es líquida la claridad del tiempo deslizándose hacia atrás para suceder al margen de su propia efervescencia. Descansas tu pesado cuerpo sobre el follaje, casi sientes propia su química apatía, como ráfagas de extrañas gaviotas o aeronaves microscópicas asidas a tu bilis y tus encías. La quietud del momento es la quietud de las nubes traduciéndose entre ellas para erosionar su reflejo. Tu brevedad es la brevedad del bosque creciendo en cualquier parte, finito y casual como la transparencia del cielo cuando llueve.
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El cielo se arrulla a sí mismo, el viscoso cascarón que lo sostiene irriga toxinas insípidas sobre el trayecto que transitas. La acústica del paisaje proyecta espejismos que compactan las distancias hasta sellar la entrada de cualquier atisbo lumínico, por eso piensas constelaciones amnióticas como agonías de pájaros recién cazados. Los vectores de lo agreste y lo terrible constituyen montículos que desde lejos parecen cuerpos de terneros y cervatillos emergiendo sanguíneos desde lo indecible, susurrando qué ignoradas grafías mapearán su mente al segundo que tardaron en caer, qué siniestras arboledas arderán desde su núcleo a los bordes para no sentirlo más. Desde el bosque, ficticio es una extraña forma de decir posible, y posible, una proyección de lo irreal múltiple y dúctil a la experiencia del sujeto que le piensa, la carroña final de su fulgurante melancolía.