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Tú, yo, nosotros...

Por Mauricio Electorat
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 18 de mayo de 2014


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Dice Mijaíl Bajtín que la relación entre el escritor y su personaje es una relación de un Yo a un Tú. El personaje, el personaje convincente, complejo, cargado de mundo, es de alguna manera, perdónese la redundancia, un ser "en el mundo", como cualquier otro. Pensemos solo qué sería de nuestro imaginario, de nuestro "capital simbólico", por ponerlo en términos de Bourdieu, sin los grandes personajes que la literatura nos ha brindado: el Quijote y Sancho, Robinson y Viernes, Madame Bovary, Anna Karenina, Lucien de Rubempré, Julien Sorel, el Popeye de Faulkner, el Clerici de Moravia, el Cónsul de Malcom Lowry, y Humbert Humbert y Lolita (y la madre de Lolita), de Nabokov, entre tantísimos otros... Nuestro mundo sería mucho más pobre sin todos ellos y nuestra experiencia vital, mucho más solitaria, ininteligible y plana.

La grandeza de la literatura es que nos ofrece una especie de red de alteridad, y ese entramado simbólico nos permite, no vivir mejor, sino sencillamente, creo yo, vivir. De allí a pensar que la de crear objetos de lenguaje -historias, poemas como acertijos, como los de los trovadores, o poemas épicos, representaciones teatrales- es una función tan vital para nuestra supervivencia como la de crear tecnología (agricultura, habitaciones, herramientas, navíos), hay sólo un trecho. Ahora, si la relación del autor con el personaje es de Yo a Tú, si podemos pensar que es una suerte de diálogo entre dos seres -uno real y otro de ficción-, la relación del lector con el personaje reviste, por una especie de translación simbólica, las mismas características: Yo lector entro en una relación cargada de expresividad emotiva con un Tú personaje. "La muerte de Lucien de Rubempré es el mayor drama de mi vida", habría afirmado Oscar Wilde, que es el mayor creador de frases célebres en la vida de cualquier lector. Y Mario Vargas Llosa ha escrito que un puñado de personajes de ficción han marcado su vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que ha conocido. No creo que haya un solo lector verdadero -es decir, alguien cuyo mundo ha sido enriquecido -y, de alguna manera, construido por esos mundos que encierran las obras literarias- que no suscriba esta frase. Partiendo por los escritores, claro. Uno puede escribir para que lo quieran -como afirmaron García Márquez y Bryce Echenique-, para que lo olviden -como fingía Borges-, o para confundir las huellas de la propia identidad -el novelista es un travestido, decía Donoso-, pero todos los que han escrito, en nuestro mundo moderno al menos -o sea, desde que existe la figura del autor-, lo han hecho impulsados por la acuciante necesidad de indagar, ahondar y completar la experiencia estética de la lectura. Y esto es así, a mi juicio, porque entre las experiencias estéticas que nos propone el arte, la de la lectura es, no sé si la más completa, pero sin duda la más radical. 

La lectura es epifanía: nos revela otros mundos, que pasan a integrar el nuestro, porque "son" nuestro mundo ("hay otros mundos, pero están en este", escribió Paul Eluard). La lectura es también lo que los griegos llamaban anagnórisis: revelación súbita de elementos cruciales sobre nosotros mismos. Yo puedo decir que, adolescente, después de leer La tierra baldía, de T.S. Eliot; Anábasis, de Saint-John Perse, o Muerte de Narciso, de Lezama Lima, ya no fui el mismo. ¿Qué pasó? No sé. Algunas imágenes, algunas frases, se agregaron al caleidoscopio de la memoria lingüística, y son así, de alguna manera, fragmentos del espejo roto de mi identidad. Están allí, reaparecen en el momento menos esperado. De la misma manera, puedo confesar, sin temor a ruborizarme, que hay muchas novelas de las que no he venido a leer la última página sino diez o quince años más tarde; es una manera de intentar lo imposible: evitar que los mundos de aquellas novelas se acaben y me dejen solo, o "más" solo. Eso es la literatura para mí, no los premios ni la figuración, el éxito o el fracaso, sino la vida en el lenguaje -la oscura vida radiante, como decía Manuel Rojas-, la vida con los otros. Y esa, acaso, sea una modesta forma de eternidad, una eternidad al alcance de cualquiera.



 

 

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Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 18 de mayo de 2014