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Literatura sin literatura
Por Mauricio Electorat
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 12 de Febrero de 2017
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Una de las cosas que más me ha llamado la atención desde que empecé a impartir talleres de escritura literaria (hace unos 10 años, al regresar a Chile) es que muchas de las personas que se acercan a un taller con la intención de aprender a escribir no consideran necesario tener una cultura literaria. Es como si no conectaran el deseo de escribir con la necesidad de leer. No soy de los que creen que para ser un buen escritor sea imprescindible ser, al mismo tiempo, un erudito. En algunos casos, la especulación teórica y la erudición filológica pueden representar cierta limitación al fenómeno estrictamente creativo. Pero no es menos cierto que todo escritor se hace con otros escritores. Toda escritura es un juego de parodias, glosas, respuestas a otras escrituras. Así, un escritor es, ante todo, alguien que se fabrica su propio sistema de referencias, su propio "lego", diríamos, con el que arma unas piezas únicas que forman su obra. En Vargas Llosa, por ejemplo, hay evidentemente una lectura de Flaubert y de Faulkner -al menos, en sus primeras grandes novelas-, como en Donoso hay una lectura de Henry James, por citar solo algunas de las referencias más visibles de estos autores. Sin que sea necesario llegar a la erudición de un Borges o de un Leonardo Sciascia, es un hecho que un escritor se hace en la medida que construye su propio andamiaje referencial: el solitario oficio de la escritura es al mismo tiempo un oficio "con otros". No entender que la escritura literaria no es un acto espontáneo, solitario y primero, sino una intervención en un vasto sistema de relaciones textuales múltiples e interconectadas desde la antigüedad más remota, es no entender la especificidad misma del arte literario. Por eso resulta asombroso que en el siglo XXI, cuando la literatura es más que nunca metaliteratura, existan personas que confiesan con toda candidez que nunca han leído a Whitman o a Quevedo, si escriben poesía, o que jamás abrieron un libro de Balzac o de Dos Passos, si escriben prosa. Esto se da en Chile como se da la propensión de muchísima gente a acudir a talleres de escritura literaria. Ni en Francia ni en España he visto jamás la cantidad de talleres literarios que existe en Chile. Mucha gente quiere escribir porque piensa que escribir literatura consiste en sentarse y escribir, punto, y que un escritor te puede enseñar a escribir como una abuelita te puede enseñar a tejer un bonito chaleco. Esta mezcla de ingenuidad y arrogancia -yo soy capaz de escribir una novela, un cuento, un poema, desdeñando todo lo que ha sido escrito antes, es decir, hago literatura prescindiendo de la literatura- sería solo risible -como son risibles Bouvard y Pécuchet- si no apuntara a una realidad más dramática: la carencia absoluta de cultura literaria y humanística que caracteriza a nuestra sociedad actual. A alguien -no sé a quién y no sé cuándo- se le ocurrió acabar con la formación literaria que se impartía, a través de la asignatura conocida como "Castellano", en todos los colegios de este país. Esa asignatura no solo enseñaba a escribir correctamente, sino que proveía de una "visión del mundo" que solo las humanidades pueden dar. Opuesta a la verdad directa de la formación matemática, al menos a nivel escolar, la literatura -junto con la historia y la filosofía- ofrece verdades más complejas, especulativas y, en su caso, más contradictorias: solo la literatura encierra unos mundos hechos de "verdades no verdades", que son al mismo tiempo, unos mundos identificables, pues forman parte del nuestro. Pero todo esto es prescindible en el mundo hipertecnológico: cuando la llamada "realidad virtual" es la contrapartida de la "realidad real" y forma parte, por eso mismo, de esa convención que llamamos "lo real", ¿qué necesidad tenemos del "mentir verdadero" de la ficción, como calificaba André Malraux a la novela? En esto, nuevamente, como a fines de la década de los sesenta, en la era de las utopías socialistas y a mediados de los setenta, en la de las utopías ultraliberales, Chile se encuentra nuevamente a la cabeza de la modernidad. Pero si pensamos, con Ricoeur, que solo el relato nos permite dotar de sentido al mundo, comprenderemos la pobreza y el espejismo de esta modernidad. La hipertecnología entraña infinitas posibilidades, pero también puede condenarnos a la más remota de las soledades.