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"Pequeños cementerios bajo la luna":
Mauricio Electorat y el padre, ese eterno desconocido

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 25 de junio de 2017




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Todavía existe en Montparnasse el hotel Istria. Junto a su entrada, una placa recuerda que allí vivieron, entre otros, Tzara, Rilke, Maiakovski y su amante Elsa Triolet. En ese mismo hotel trabajó, como portero de noche, Mauricio Electorat, de los 27 a los 29 años. "Yo entré a París por la puerta de servicio", recuerda sentado ahora junto a su escritorio de la calle Estrella Solitaria, en Ñuñoa, una tarde de lluvia, rodeado de sus libros. Llegó de Barcelona en 1987, con la vaga idea de hacer un doctorado en literatura que nunca terminó. Conoció, en cambio, el París de la noche. Las prostitutas, los policías, el tráfico de objetos robados. Se asomó a los bajos fondos.

"Casi todo lo que cuento en la primera parte de la novela Pequeños cementerios bajo la luna es cierto", confirma. Tal como Emilio, su protagonista, Mauricio Electorat vio una madrugada llegar a un sujeto que le mostró su placa y le preguntó por una pasajera del hotel, a la que venía a buscar para cobrarle una deuda. Nunca más supo de ella. "En París, los primeros proxenetas son los policías", comenta. Igual que Emilio Ortiz, el novelista conoció en ese hotel a un hombre bajo, de aspecto provinciano, que empezó a hablarle con interés cuando supo que era chileno. Se llamaba Ryszard Kapuscinski. De un estante, Electorat saca el libro que le regaló: en la primera página de El Emperador están escritos, a mano, el nombre, la dirección y su teléfono en Polonia.

En su quinta novela —cuyo título parafrasea el del libro antifranquista Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos— Electorat relata todo lo que no había contado en la primera: El Paraíso tres veces al día (1995). "Le tenía un respeto tan reverencial a la literatura que me pareció que debía inventar una historia, cuando en realidad, a la vuelta de los años, me di cuenta de que si contaba la historia tal como fue, ese universo de la noche parisina sería mucho más interesante", explica.

¿Imaginó alguna vez que se iba a pasar el resto de su vida trabajando como portero?
—Muchas veces. Toda mi treintena me la pasé precisamente luchando por transformarme en aquello que soy ahora: un escritor chileno. Hoy me digo que a lo mejor no valía tanto la pena (se ríe), pero cuando tienes 29 años y tus amigos de infancia que se han quedado en Chile ya son abogados, ingenieros o heredaron el negocio del papá, te preguntas: ¿me voy a quedar toda la vida detrás del mostrador de un hotel?

El mundo de los desclasados y exiliados, no solo políticos, que habitan en los márgenes de las grandes ciudades europeas ocupando trabajos subalternos es común a muchos latinoamericanos. "No me quiero comparar, pero guardando todas las distancias, es el mismo caso de Roberto Bolaño, que era nochero en un camping y vendedor de bisutería en La Rambla durante el día. Así lo conocí yo. Te puedo citar 25 amigos que se criaron en ese mismo universo, en una especie de errancia absoluta, sin norte, cortados de un pasado remoto, sin familia ni profesión conocida. Todos queriendo ser poetas, novelistas, pintores o cineastas. El 90% se quedó ahí. Yo vengo de ese universo. No me considero en absoluto un escritor académico. Lo que escribo viene de una experiencia directa".

Pero igual sacó un doctorado en literatura hace poco.
—Yo vine a comenzar mi doctorado a los 50 años. Como me dijo Jocelyn-Holt, es un doctorado de la tercera edad. Mi norte en la vida nunca fue ser académico ni mucho menos doctor en literatura. Si ese hubiese sido mi objetivo habría terminado mis estudios de filología hispánica en Barcelona y me habría ido a sacar un doctorado a una universidad norteamericana. Lo podría haber hecho. Gonzalo Rojas, que fue uno de mis grandes mentores y con el cual tuve una relación muy cercana, me lo decía. Incluso, me consiguió contactos para obtener becas en tres o cuatro universidades importantes de Estados Unidos. Desobedeciendo al maestro, me fui a París a vivir la vida. A nada. Pelotudo.


Infidelidad y represiones

Como en sus novelas anteriores, un gran tema de Pequeños cementerios... es la relación padre-hijo, dice el autor. En este caso hay entre ambos personajes una oposición absoluta. "El padre de Emilio es un tipo bienintencionado, no un cabrón, pero tiene una carga extremadamente conservadora y antiintelectual", acota el escritor.

¿Esta novela es un ajuste de cuentas con el padre? "Sin duda", responde Electorat. "¿Quién es mi padre?, es la pregunta que se hace el protagonista". ¿Quién es Antonio Ortiz, hijo de inmigrantes españoles, amigo de Álvaro Corbalán y de Manuel Contreras, que se pasaba las noches en el Confetti's y era socio de una concesionaria de automóviles, un hombre de trabajo, "gente de esfuerzo", como no pierde oportunidad de repetir cada vez que se toma unos whiskies? Como en una novela negra, Emilio busca respuesta a una perturbadora historia que ronda a su padre, y se atreve a preguntárselo directamente, a diferencia de sus hermanos, que sencillamente lo rechazan por otra razón: ha abandonado a la madre para irse con una mujer que tiene casi la edad de ellos.

"Ahora pienso que, en realidad, nada puede terminar bien con nuestros padres: no los conocemos. Y cuando creemos comenzar a conocerlos es demasiado tarde", reflexiona Emilio en la novela, a partir de un recuerdo de los 8 años: el día en que su padre lo llevó al centro y le dio dinero, por primera vez, para que se fuera a comprar un helado, mientras él se quedaba a solas con una mujer que trabajaba en una peletería. "Es una escena de infidelidad tomada de mi propia experiencia personal", reconoce Electorat. "El padre que aparece en esta novela tiene mucho que ver con el mío. Sin llegar a ser un pinochetista acérrimo, era un poco ese sujeto. Para uno, los padres no tienen sexo, entonces cuando sorprendes a tu padre en una escena sexual, tu mundo se fisura y aparece otra realidad que te causa espanto".

No hay que mirar a los muertos (2015), marcada por la agonía del padre, fue la ficción más "lúgubre" de Electorat hasta la fecha, según Camilo Marks. A pesar de su título, Pequeños cementerios... recupera el sentido del humor de sus primeros libros. Las peripecias abundan y el narrador dirige una mirada irónica, incluso picaresca, tanto a la sociedad francesa como a la chilena, satisfecha con sus camionetas descomunales y sus casonas construidas junto a lagos y playas que considera su patio privado. La novela se inicia con un diálogo entre Emilio y una joven que trabaja en una bencinera de Aculeo. Yákelin quiere saber cómo es la vida que lleva en París, lo que da origen a un racconto que constituye buena parte de los capítulos siguientes: su historia con la enigmática Chloé. El afuera (Francia) que más adelante se alterna con el adentro (Chile), en un ir y venir ya conocido en los anteriores libros de Electorat.

¿Diría que lleva 20 años escribiendo la misma novela?
—Podría ser. Me parece que con esta novela cierro el ciclo de la violencia familiar y de la violencia política, que para mí van juntas. Estamos estructurados por ambas. He visitado esos ámbitos en las cinco novelas que he escrito. Un escritor responde —y esta es una frase cliché, pero no menos cierta— a sus propias obsesiones. Los temas se dan solos. Nadie dice: "Voy a escribir una novela sobre la desestructuración familiar". Simplemente, persigue historias y las cuenta. Después, releyéndose, nota que está girando en torno a los mismos temas.

¿Y piensa dar un giro en su narrativa?
—No me voy a transformar en un novelista de ciencia ficción, por supuesto; no está en mis coordenadas, pero sí me gustaría abordar otros temas. Un novelista como Patrick Modiano viene desde los años 60 abordando la misma temática: el sujeto perdido, sin familia, con unos padres difusos, sin norte en la vida y que evoluciona según encuentros absolutamente fortuitos. Trabaja con un sujeto desarticulado, que está en el suelo y se cuenta una historia para reconstituirse. Yo creo que todo narrador, en el fondo, hace lo mismo. Es un juego, porque la literatura no es historia, no es psicoanálisis, no es ciencia, pero sí es un discurso sobre el mundo. Ese discurso te permite averiguar quién eres tú mediante el hecho, justamente, de esconderse. José Donoso decía que el novelista es un travesti, porque se enmascara, pero creo que en ese enmascaramiento hay un discurso cargado de verdad para el propio novelista: te inventas a ti mismo.

Como broche de un ciclo, Pequeños cementerios bajo la luna será publicada en Francia, por Editions Métailié. "Aquí se inicia otra aventura", adelanta Electorat. "Lo más probable es que la traduzca yo mismo. Mi editora estuvo de acuerdo. Voy a retomar el proyecto apenas termine una traducción de Drieu La Rochelle para Tajamar".

Sabe lo difícil que es autotraducirse. ¿Lo ha hecho antes?
—No, pero yo empecé a escribir narrativa justamente en París, cuando me encontré por completo cortado de mi lengua materna. Ahí me atreví a dar ese paso, primero, con algunos cuentos que nunca publiqué. Lo hice trabajando como portero, porque nadie me veía y tenía la sensación de estar escondido. Hace 10 años que vivo en Chile y ahora siento la tentación de escribir narrativa en francés, porque nadie se va a enterar. Sé que paso en muchos ambientes por cursi o afrancesado, pero es una tontería no comprender que hay sujetos que tienen un doble lenguaje, una doble experiencia del mundo, un doble país. Para mí, el francés es una segunda lengua desde los cinco años. Me formé leyendo literatura francesa. Ahora me da vueltas la idea de escribir mis novelas en español y traducirlas yo mismo. Me gustaría mucho hacerlo, porque tiene que ver conmigo: yo soy ese sujeto dividido que dice Lacan (se ríe), y la narrativa es, precisamente, el gran arte del sujeto fragmentario, escindido, perplejo.



 

 

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