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El show debe continuar

Por Mauricio Electorat
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 19 de Noviembre de 2017


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En "Robar a Rodin", uno de los mejores documentales que he visto últimamente, un crítico de arte dice que los chilenos somos "amigos de lo ajeno". Esa frase tiene, por lo menos, una doble lectura: es un eufemismo que se usa habitualmente para designar a los ladrones, pero también, si la analizamos en su sentido literal, identifica a aquellos que aprecian lo que no les pertenece. Vistos así, los "amigos de lo ajeno" podrían ser no solo los ladrones, sino también todos aquellos que aman el arte: quien lee un libro se apodera de una historia que no le pertenece stricto sensu; lo mismo ocurre con quienes contemplan una exposición, ven una película o escuchan música. Lectores, espectadores, auditores, los destinatarios de todas las formas del arte son "amigos de lo ajeno" porque justamente hacen suyos los códigos que esas obras les proponen, las recrean sin el consentimiento de ningún código jurídico, pero con el acuerdo -y hasta el aliento- de los autores que escriben, pintan u organizan espacios, hacen cine o música precisamente para que esos "amigos de lo ajeno" a los que está destinado todo arte se apoderen de sus obras.

"Robar a Rodin" es una película extremadamente sutil, porque se mueve en esa indeterminación semántica que va del delito a la apropiación simbólica que en literatura recibe varios nombres: glosa, cita, alusión, imitación y, en general, todos los mecanismos de la parodia. Los más estrictos me dirán que el joven que sustrajo "El torso de Adèle" del Museo de Bellas Artes cometió lo que cualquier código penal tipifica como un delito de robo. Y es cierto. Robo hubo. Y es, en estricto rigor, reprensible y punible, claro. Pero al mismo tiempo no es menos cierto que dicho robo produjo una fisura en esa nueva democracia que, en los años 90, intentaba demostrarse a sí misma y al mundo que podíamos ser un país asimilable y soluble en la modernidad. Durante los años de la dictadura, o gobierno militar o dictadura cívico-militar o como se le llame a eso que había antes, a ningún museo de los países cultural y políticamente centrales -que ya no son tan centrales, dicho sea de paso- se le habría ocurrido enviar una exposición a Chile por la sencilla razón de que, para esos países, Chile pertenecía a esa zona folclórica del planeta en donde hay dictadores, pobreza y todo tipo de crímenes oscurantistas y oscuros bajo el sol. Rodin llegaba al Bellas Artes para reivindicarnos ante nosotros mismos y ante el mundo. Y, patatrás, tenía que ser robado.

Sin saber el alcance de su acto, el joven estudiante de arte que se llevó esa escultura en su mochila nos retrotrajo a nuestros peores fantasmas: ¿éramos civilizados o bárbaros, modernos o anacrónicos, dignos de tener en cuenta o prescindibles? Lo que plantea, en definitiva, "Robar a Rodin" es cómo el acto irracional de un joven, ligera o derechamente delirante, revela el estado cultural de un país: sus miedos, sus aprensiones, sus pretensiones. Algo que, a propósito de los tiempos electorales que corren, no se le ha escuchado a ningún candidato. Detrás de la letanía de eslóganes, las frases "con gancho" y las palabras vacías ("acuerdo", "futuro", "unidad", etcétera), detrás de los catálogos de supermercado, de los "arbolitos de pascua" para contentar a unos u otros, se diría que no hay nadie o, mejor dicho, no hay un "alguien" que imagine un país a veinte, treinta o cincuenta años.

En esta posmodernidad que Guy Debord definió como "la sociedad del espectáculo", la política y, ni qué decir las campañas políticas, se ha vuelto un espectáculo más, un discurso de consumo instantáneo y con fecha de caducidad, como cualquier producto de mercado, un yogur, un automóvil, unas vacaciones de ensueño. Lo que se esperaba de un político, tradicionalmente, era que elaborara un discurso sobre la identidad y el devenir histórico de un país, para poder elegir quiénes y cómo queríamos ser. Eso ya no existe. O, mejor dicho, sí existe, está en manos de los artistas. Y a veces, por negación de los transgresores que nos muestran lo que no queremos ser... y a lo mejor somos. 


 

 

 

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Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 19 de Noviembre de 2017