Sólo he leído
el obituario de mi
muerte.
RITA COSTAGLIOLA
.....
Lo escucho
caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala
desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras
ese violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo
volver a dormirme. Me atormenta pensar que algún intruso abrirá la
reja silenciosamente y hurtará el periódico matinal; que algún
vendedor de la feria podría interesarse en llevar los cuerpos de papel
para envolver pescado, mariscos, para secar la sangre derramada de la
carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas manzanas
amarillas, y puerros, cebollas, papas. Y huevos. Pienso en todo eso,
pero pronto dejo escurrir toda inquietud. Estiro mis piernas bajo la
sábana; las puntas de mis pies están frías. Mis manos se han combado
en la temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi negra
cabellera. Algunas canas se enredan en la trama de la peineta, pelos
gruesos, ásperos, que crecen esquivando mis meticulosos dedos de
pinza. Pero atrapo una, desteñida, y la arranco desde la raíz. La
anudo junto a otras canas y extiendo el mechón sobre mi catre
esperando la claridad de la mañana.
Hace
horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta
se desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras
indeseables; terminada la labor me precipito escaleras abajo. Abro la
puerta, mi vista recorre el suelo. El periódico está ahí, con sus
nefastos titulares, con sus obituarios de tinta impresos dentro de las
sábanas de papel. Lo levanto, aliviada; lo enrollo bajo el brazo y
siento el aire apenas tibio entre mis piernas; me lo llevo a la
cocina, lo desdoblo y apilo sobre los demás. Hoy es jueves. Dentro del
canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus
suplementos ocasionales. Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es
temprano; faltan tantas horas para la medianoche, pienso, y me meto en
la cama a esperar. Y mientras espero, busco canas entre mi cabello; y
mientras tiro de ellas, el tiempo se entorpece en los dientes de la
peineta.
Ahora,
en silencio, puedo escuchar las ruedas del viejo carretón
arrastrándose por encima del pavimento. Detienen el avance y mi pulso
se acelera. Bajo la escala, de dos en dos. Me quedo tras la puerta,
anticipándome al sonido de la reja que se abre. Antes de que él se
empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos de sueño
ligero, descorro el picaporte.
.....
-Buenas noches.
..... Mi trato es
formal. El suyo también lo es: no contesta. Repite la venia de cada
jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del
ombligo. Y espera a que le indique el camino que conoce.
..... -Después de usted -le digo, solemne otra
vez.
..... Sube hasta la cocina, espera
que entre yo y cierra la puerta. Como de costumbre, alcanzo el
interruptor con la mano, enciendo la ampolleta y veo cómo se le
iluminan sus pequeños ojos turbios de ratón. Se agacha a contar los
diarios. Me arrimo a su lado y siento su olor agrio, a vino y a sudor.
Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas sobre la pila
de papeles. Respira hondo, intentando retener su aroma. Yo acaricio el
borde de su cuello transpirado; me río, tontamente, y retiro mis
dedos. Él no parece darle importancia, su nariz permanece inmutable
sobre el cúmulo de papel. Le tomo la mano Es áspera y pequeña. Acerco
su palma a mi mejilla, pero él tiene la vista fija en un título, en
alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi camisón y su caricia
me raspa. Me raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los ojos, y los
abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila
desviada; se tuerce entero y sonríe tímidamente. Su boca tiene varios
dientes de menos, sus labios son delgados y secos como pellejo de
animal muerto. Comienza a reír estrepitosamente cuando sirvo dos vasos
plásticos de tinto. Me sigue hasta mi pieza.
Renato
tiene las mejillas estragadas y ligeramente violeta en el borde de las
patillas. Lo miro en el espejo, su frente está cruzada de arrugas
profundas. Renato está de pie detrás de mí. Sus manos, engrifadas por
los años al mando del carretón, son torpes con la peineta. Toca mi
pelo, luego toca el suyo -cano, grueso, raleando sobre su cráneo- y
vuelve al mío. Al concluir, veo que se inclina a recoger las hebras
que se han desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han
quedado adheridas entre los dientes del peine. Entonces me levanto,
abro las sábanas y busco, como una ciega, el mechón de canas que le he
guardado. Él suma todas las hebras y las mete en el bolsillo de su
chaquetón. Toma el nudo de la pita con la que ha amarrado los diarios
y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta de
golpe.
Despierto. La orquesta invernal toca sobre el techo. Me
levanto, me enredo en las sábanas y tropiezo. Las rodillas se me
enfrían sobre el suelo, las palmas me duelen. Me arrastro como una
borracha hasta la cama. Me cubro. Tiemblo. Tomo la peineta y mientras
desenredo mi pelo, escucho el diario caer sobre el cemento, envuelto
en plástico. Imagino cómo salpica agua en el impacto, cómo resbala
suavemente en la lluvia hasta golpear la puerta. No espero el amanecer
para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse. Cuido
de no resbalar en el piso húmedo. La tranca, el pisaporte. El aguacero
por todas artes. La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y
escurre cuando la levanto. Abro el nudo para sacar los cuerpos,
todavía tibios, oliendo a tinta. Pienso en la boca abierta, desdentada
de Renato. Es lunes, la fecha exacta se lee encima del titular,
centrada sobre la foto con una pareja de siameses recién separados. Es
lunes hoy; ésa es toda la información que me interesa.
Días,
noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces
despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de
la mesa de noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y
negro. La claridad del día demora en llegar, y a tientas voy buscando
el extremo de cada hebra que anudo junto a las demás y que guardo
entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de colonia. Es medianoche
ya. Los minutos se pisan los talones, me tiendo sobre la cama con la
mano entre las piernas e imagino qué puede haberle sucedido. Cierro
los ojos y lo veo en la barra con una caña. Lo veo tendido en la
esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo veo
resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas
sueltas de tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de
esta casa. Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis
pesados, mis oscuros pezones. La noche no tiene luna, no brillan las
estrellas. No hay siluetas dibujadas sobre el pavimento. Irrumpo en la
cocina: entre el refrigerador y el cajón de la basura reposan los
periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda a la hora y
aprovecho de mirar las siniestras manecillas detenidas en mi muñeca.
Tomo el diario para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro
y me pregunto si faltará Renato precisamente hoy, que es
jueves.
Una
hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos,
ahorcándolos, pero él no ha aparecido. Entonces aguzo mi oído y
escucho las ruedas avanzando sobre la calle. Descorcho la botella,
tomo un sorbo que calienta mi estómago, apuro el trago y me levanto.
Abro la puerta, una sonrisa se tambalea en mi rostro. Le muestro el
vaso pero Renato no alza su cabeza. Se va acercando, lentamente. Se
detiene, suspira como burro carguero. Me parece aún más pequeño que de
costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me
siento en el escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo.
Cuando Renato al fin se acerca y cruza la reja, separo mis piernas
dobladas, cubiertas de vello, y me levanto el camisón. No me mira. La
mano le tiembla. No decimos nada, no nos tocamos siquiera. Sube,
deteniéndose a cada paso. Yo le ofrezco uno de tinto. Me muestra la
oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar
los papeles con una cuerda. Tomo la botella del gollete y entro a mi
cuarto. Renato me sigue. Esta vez no me siento en la silla ni espero
que me escobille el pelo, que huela el perfume de mi escote. Tomo los
mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo
delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón. Suavemente
deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y siento
su cuerpo escuálido debajo de la camisa. Renato mira el suelo, y la
botella que he dejado sobre la alfombra. Cierro los ojos y abro los
botones de mi blusa mientras su dedo tembloroso persigue el comienzo
de una cana perdida en las sábanas revueltas.
Después
de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso de
vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con
los diarios, los cartones y mi camisa de dormir; también un par de
aretes plásticos. Y macizos mechones de mi cabello encanecido. Sigo
escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor sólo
para tomar otro sorbo, o para untar en el vino un trozo de pan viejo.
Hace tanto que no entra aire de la calle por la ventana. Los días
pasan imperceptiblemente, marcados por el diario que el repartidor
arroja, por inexplicables motivos, en mi patio delantero. ¿Lunes?
¿Domingo? ¿Sábado? La cama aún huele a él, a su vómito. ¿Martes,
miercoles? Han llegado algunas cartas, cuentas que no pagaré. El agua
apenas escurre por la boca abierta del grifo. Me he acostumbrado a la
luz que se cuela entre los listones de las persianas bajas.
Renato
tarda, hace semanas que se atrasa. Imagino que hoy llegará de mañana,
cuando mi reloj se haya detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a
alcohol. Lo acostaré en mi cama y le serviré algo para tomar. Amarraré
los diarios para él y, antes de que balbucee sobre la imperiosa
necesidad de llevárselos en su viejo carretón para cambiarlos por
dinero, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de costillas y de pelos, e
insistiré con mis labios alrededor de su pene blando mientras me
masturbo. Cierro los ojos y escucho el timbre antes que las ruedas del
carretón. Me sorprende, es exactamente medianoche. Renato vuelve a a
ser puntual. Tomo la peineta y veo que mis manos tienen una suave
tonalidad amarillenta. Odeno las escasas hebras de cabello negro sobre
mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el cuero cabelludo en el
apuro; sangra la piel. Bajo lentamente, descalza, con el vaso ya vacío
en la mano. Retiro la lengua del picaporte. Tiemblo. Sólo veo su
cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva sombrero, no trae
encima su chaquetón.
..... -Renato -le
digo-, lo esperaba. Pase.
..... Abrazo
su cuerpo, pero algo en él ha cambiado. Su altura, lo robusto que
está, su postura vigorosa. A su lado me siento repentinamente,
demasiado frágil, pronta a desmoronarme como una estatua de arena
humedecida, alcoholizada. Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre
su pelo, sobre su curiosamente larga pelambrera.
.....-¿Renato, es...? -susurro emborrachada de
extrañeza. Intento reconocer sus labios en la romántica oscuridad. Su
boca se resiste, como siempre, hasta que cede-. Renato...
..... Y contesta, algo dice. Hace tanto que no lo
escuchaba hablar, me digo sin emitir una palabra. No recuerdo la
última vez, si acaso la hubo. ¿Hubo acaso alguna conversación?, me
pregunto súbitamente exhausta. Pero no lo sé, no lo recuerdo. Y me
peino con los dedos, y me mojo los labios mientras veo su boca
gesticulando, y veo dientes, y su cabeza subre y baja agitando una
frondosa cabellera entrecana, arrojándome el mensaje, que hace siete
días, que lo encontraron muerto, que ella es, que ella... La voz de la
mujer irrumpe hecha pánico en la torpeza de mis oídos.
... ..- He venido por los diarios de la semana
-me parece que dice-, por los cuerpos de papel. ¿Los tiene, se los
guardó para mí? -Sus palabras se astillan contra el pavimento. Alza
entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira
suavemente, como Renato.
..... -Y tendrá
un vaso también -dice, dejándose llevar por mi mano-, un tintito que
me convide.
Las Infantas
Novela
Planeta Biblioteca Sur
1998.
(También incluido en la antología Relatos & Resacas
Planeta 1997)