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LIBRO SEGUNDO DE LAS CARTAS DE HORACIO
Traducido por Juan Cristóbal Romero
(Santiago de Chile, Ediciones Tácitas, 2006)
Martín Gubbins
“es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo,
pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
Es clásico lo que persiste como ruido de fondo
incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”.
(Ítalo Calvino, Por qué leer a los clásicos, Tusquets, 1992, p. 15).
Este libro alude a tópicos atractivos para quienes escriben poesía: esboza una poética, una mirada sobre el oficio. Aunque las apreciaciones de Horacio podrían no compartirse del todo, incentivan al lector a reflexionar sobre esos asuntos, que son de importancia permanente(1). Eduardo Milán dice que “abrir un claro en la selva, poder imaginar, son empresas que no tienen más interlocutor que los pares del oficio”, sosteniendo así que “se escribe para los que escriben” (Resistir, FCE, México, 2004, p. 22). No creo que siempre suceda de ese modo, pero al leer el Libro Segundo esa idea se hace muy presente.
Los expertos dicen que Horacio es a la lírica lo que Virgilio a la épica, y ambos los más grandes poetas latinos. No por nada éste lo calificó como “la mitad de su alma”. Hijo de un liberto, Horacio fue educado con excelencia gracias al empeño de su padre, que primero lo llevó a Roma desde la provincia emergente donde vivían, y luego lo envió a Atenas. Así accedió a los grandes maestros de su época, y a través de ellos, a los del pasado griego.
Su vida y su obra muestran a un hombre de contradicciones (quien no las tenga que lance la primera piedra). En ciertos aspectos parece una persona de avanzada, y en otros es muy conservador. Por ejemplo, lucha por la instauración de una república cuando el Imperio hace crisis, pero no deja de cumplir sus deberes de súbdito y escribe poemas al emperador, molesto por no haber recibido antes un trato más deferente del poeta (aunque en verdad la Carta a Augusto habla más de literatura que de las hazañas del ilustre destinatario).
Por otro lado, Horacio manifiesta una predilección nostálgica por la vida en la naturaleza y por la imagen de un poeta aislado del ruido de la ciudad; el poeta lírico en un sentido muy ortodoxo, como en estos versos: “Y sigues suponiendo que hoy en Roma / alguien podría componer poemas / entre tantos trabajos y desvelos?”…“Anda a escribir así buenos versos” (Carta a Floro, p. 44). O en estos otros: “Los escritores han de amar el bosque / y huir de la ciudad, devotos ciervos / de Baco, dado al sueño y a la sombra. / ¿Tú pretendes que en medio de la bulla / que no distingue el día de la noche, / siga la angosta senda de los bardos? (p. 45).
Cuando le pregunté a Juan Cristóbal Romero sobre estas alabanzas a la vida campestre me explicó que Horacio “se refiere a la poesía lírica, a las odas en particular, y no a toda la poesía”; y que “para Horacio en la ciudad ya no se puede escribir más poesía lírica, pero sí otro tipo de poesía, más filosófica o didáctica, del tipo de estas cartas, más acordes con la agitación de la urbe”. Esa explicación es completamente plausible, y recuerda lo dicho por Adorno sobre la barbaridad de escribir poesía lírica después de Auschwitz. Sin embargo, no debe olvidarse la importancia de que haya poetas en la ciudad. Recorriéndola, leyéndola, inscribiéndola, retratándola, desafiándola y denunciándola.
A diferencia de esa faceta lírica, otros textos del libro pregonan positivamente lo nuevo. A partir de éstos y de otros que tratan sobre el arte de escribir me referiré a algunos riesgos y méritos de esta excelente versión.
Una de las primeras secciones de la Carta a Augusto (pp. 16 y ss.) revela la paradoja que supone un libro como este en el presente. Horacio defiende la lectura juiciosa de las obras modernas contra la sacralización a toda costa de los maestros del pasado, en estos términos: “Me indigna que una obra se repudie, / no por su falta de gracia y equilibrio, / sino por ser moderna, / y al mismo tiempo para los antiguos / se pida no sólo indulgencia, / sino también honores y laureles” (Carta a Augusto, p.21). Y luego exige no espantarse con lo nuevo, pues: “si los Griegos se hubieran espantado / al igual que nosotros con lo nuevo, / ¿en estos días, qué sería antiguo?” (Carta a Augusto, p. 22).
Los versos citados muestran como la versión hecha por Romero diluye las fronteras culturales entre lo antiguo y lo nuevo. Primero por la claridad del castellano empleado, que mantiene viva la escritura original sin obstaculizar el entendimiento, mérito que además es propio de traducciones pensadas como reescritura y no como reproducciones literales del original. El lenguaje se actualiza en un sentido muy profundo, presentando obras antiguas no para contemplarlas sino para reflejarse en ellas.
Así, la versión de Romero respeta cabalmente el espíritu horaciano (“en cuestiones de tono –humor, ironía, melancolía, seriedad- y de ritmo”, me precisó al preguntarle cuál fue su plan de trabajo), y no por eso deja de ser un producto de nuestra época. “Házlo nuevo” (make it new) es la consigna modernista de Ezra Pound; una invitación a leer a los antiguos maestros bajo la luz del presente. Este libro parece inspirado en esa idea, que además es ejecutada con destreza.
El uso del lenguaje coloquial chileno es otra muestra de esa destreza, tan preciso como Parra en Lear, Rey & Mendigo o Adán Méndez cuando acude a ese lenguaje. Así se aprecia en estos versos finales de la Carta a Floro, que cierran el libro: “No vaya a ser que de verte chupar / como un enfermo, se burle en tu cara / y te empuje un mocoso / que le siente mejor la incontinencia” (Carta a Floro, p. 56).
Hay mucha habilidad también tras la arquitectura dada a los versos, como en estos dictámenes sobre los deberes de todo poeta al escribir: “contendrá lo pomposo, alisará / con arte lo rugoso, borrará / donde falte virtud. Y aún en mitad / del fárrago, parecerá juzgar” (Carta a Floro, p. 49).
Varios poemas del libro se refieren al rigor en el trabajo, al que Horacio asigna tanta importancia que llama a los poetas a corregir su propia obra “con el ánimo de un frío censor” (Carta a Floro, p. 48). Ese rigor está muy presente en esta versión, que no por ello se hace rígida o añeja. Por el contrario, a la vez preserva y hace nuestra la sustancia de la composición original, tanto en la forma como en el contenido.
(1) Para otra aproximación a estas traducciones, ver la reseña de Ignacio Álvarez, en ONOMÁZEIN 14 (2006/2): 231-233 (ijalvare@uc.cl), Pontificia Universidad Católica de Chile.