Un momento propicio para el exilio, de Marcelo Guajardo Thomas:
en torno a una posible religiosidad
Carlos Henrickson
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La conciencia de lo primordial, aquello que sólo al artista le puede ser revelado, lo pone de frente a esa sociabilidad que la humanidad ha construido sobre la ceguera. La inaudita violencia del aparecer en el mundo –de la cual el trauma del nacimiento es tan sólo una de las imágenes posibles, esa luz que traspasa los párpados-, la incomprensible necesidad de todo esto que tenemos al frente, inabordable por nuestras lógicas y débiles certezas, ha forzado a la humanidad a sucesivas e impotentes instancias de generar sentido -de religar, aunque sea con falacias, los puentes rotos entre el ser humano y el mundo. Mas el artista sabe que detrás de todo esto se esconde un fondo inefable e ineludible, y este desengaño profundo representa su marca más definitiva.
Ya se está en un exilio, entonces. Este deseo de situarse en un radical más allá, es lo que me parece que revela desde su título Un momento propicio para el exilio, un libro que los que admirábamos la poesía de Marcelo Guajardo Thomas estábamos hacía ya tiempo esperando. Con un poder de generación de imágenes poéticas absolutamente excepcional dentro de nuestra nueva literatura, que puede pasar desde la sencillez más clara hasta complejas construcciones de sentido, Marcelo no ha temido un paso que pocos practican en nuestro país –absolutamente obsesionado con lo contingente-: el plantearse las preguntas esenciales del sentido del ser y la vitalidad, desde un mundo opacado por una racionalidad técnica con pretensión de muerte.
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Antes de la posibilidad humana podría estar su fundamento. Desde el libro se puede hablar de una animalidad que aspira a dar cuenta de ese fundamento, con la plena conciencia de la permanente presencia de este antes. Pero este antes no se puede enfrentar desde un modo cualquiera de arqueología (una ciencia que suponga un observador frío y compuesto), sino desde una forma superior de conocimiento: ese ciego abrazar sin conciencia que surge en la mística y la más alta actividad poética, que es casi una forma excelsa de compasión para con la materia, y que no deja de erosionar cualquier integridad de un sujeto.
Tal animalidad en el libro se aparta entonces decididamente de un sencillo bestiario visto de lejos y teñido de una racionalidad superior y fabuladora, sino de la conciencia de una ética radical y mitopoética. La conciencia desgarrada es la que debe ceder paso a un más allá de la conciencia, y por ello el dolor se hace indispensable; un dolor como el del nacimiento, que sabe no ser una mera sensación nerviosa, sino signo externo de una conmoción trascendente.
antes de dios
la palabra emerge
de la lengua del animal
una esfera de arcilla enquistada
en el abismo de la placenta
(de “Antes del hombre, la ciudad y el animal”)
Civilidad
arde en medio de la caverna
el incontenible sol de la barbarie
arde en la hoguera
el semen de la barbarie
nombrado en las aldeas
en la jauría
Es notoria una conmoción que se acerca al terror en estos textos, pertenecientes a El dolor de los enjambres, la primera sección del libro. La investigación parece detenerse, como crispada, ante la omnipresencia de la muerte, del impulso de muerte. La construcción del verso, incluso, parece a veces tartamudear, como expresando en el silencio las palabras imposibles.
Ante la revelación de la naturaleza, no resulta extraño que el mismo poeta adquiera un carácter monstruoso. Ya puede darse cuenta de la presencia de esa naturaleza ciega en sí mismo, al tiempo que es también consciente de estar un paso más acá del abismo de sentido que no deja de mostrarse ante él. Y lejos de la figura del albatros baudelariano, Marcelo escoge la de Joseph Merrick, el hombre elefante, como imagen del poeta moderno. El dolor de la evidencia de su involución es palpable:
Día 6
imito el aullido de cacería de los lobos
las deformidades me dan el aspecto de la fiera
que rompe a dentelladas el cántaro y su lengua.
Este aislamiento radical que le impone la visión –el terror alienado de quien ha presenciado este trasfondo bestial e inefable- produce naturalmente la aristocracia impostada del poeta moderno. Ante la degradación del mundo construido por la humanidad, resulta natural para esta criatura deformada –emparentada con Nietzsche y Baudelaire- que todo aquello por lo que subsiste tendrá indeleble la marca monstruosa, mientras encierra en sí la absoluta conciencia de su trascendencia. Se podría elegir dejar tal desgarro de lado, sin embargo, Marcelo es capaz de dar cuenta de tal quiebre, asumiendo su labor como una paródica mediación, una religiosidad de segundo orden.
Día 9
he construido y reconstruido
una réplica del templo
por asco y compasión.
Tal compasión es un ingrediente fundamental en el libro. Pero no es exactamente la voluntad emocional, en que no es poco común una evidente mala conciencia, de la compasión cristiana de misa de domingo, sino algo muchísimo más fundamental, que toca hasta la condición del ser. Se trata de una religiosidad en el sentido más profundo, pero traspasada por la crisis del sujeto creador.
En vez de la sencilla piedad hacia el débil, esta compasión se revela como una empatía con el todo, en que el dolor y la muerte son asumidos como necesarios. Así, puede aparecer sin problemas devenida en su opuesto, en el “Prólogo con respecto a la religión”, de la sección La jauría revelada.
Lo que adoramos y lo que no de un señor colgado en la madera
Si encontramos en nuestra casa a un señor desnudo que agoniza colgado en la madera, seguramente no seríamos tan benevolentes ni piadosos. Es muy probable que en medio de nuestra perplejidad, mezclada con asco, adelantemos su muerte colgándonos de sus rodillas presionando sus pulmones hasta reventarlos, causando un certero y profundo instante de dolor
¿cómo librarnos de esta peste multitudinaria?
el gemido de un quirquincho que pasea por la casa a la hora de la comida, los gritos de dolor de un hombre que agoniza colgado en la madera.
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En La jauría revelada, Marcelo presenta la figura de Hernán Olguín. Esta figura, síntesis de observador científico y pedagogo, se presenta como uno de los “héroes” que, desde uno de los prólogos de la sección, se suponen necesarios para la modernidad de un país como Chile –preparado para cenar mientras Calibán, latinoamericano raquítico, debe alimentarse de sí mismo. Es imposible no recordar el sello generacional que supone esta figura: la divulgación –vulgarización- del conocimiento, que implicaba una permanente loa a la modernidad científica, se daba dentro de un contexto de un sistema político degradado y una falta de respeto institucional por la vida humana –y no me refiero sólo a que fuese quitada la vida, sino a todo lo que implica la expresión, desde el sentido más profundo hasta el más cotidiano, desde la economía hasta la sociabilidad.
No es extraño, entonces, que se presente la proliferación de la imagen de televisores –que se conforman como alimento, como mediaciones absolutas de los sujetos, como posibilidades paródicas de religiosidad, etc..
Olguín flota en el limbo el limbo es un televisor a color el cielo y el infierno son televisores a color. Hernán Olguín introduce un micrófono de metal en la boca de Dios.
El contexto de los poemas es el espacio sideral, y la indeterminación de situación que esto supone produce naturalmente la visión de una mística grotesca. Pero esta mística resulta un reflejo paródico y degradado: lo que la mueve es la proliferación incontrolada de la racionalidad técnica, cuantificadora.
Hernán Olguín se reproduce sin necesidad de otro Olguín sexuado. Hernán Olguín es hermafrodita, es la madre de todos los Olguines.
En la siguiente sección, 37 mujeres calvas, esta proliferación se plantea desde la misma construcción del texto. Aplicando un objetivismo a ultranza, bajo el procedimiento de reordenamiento de elementos, esta racionalidad es llevada a su límite. Las mujeres devienen objetos en juego, signos vacíos. En este mundo degradado, el dolor y el desgarro en la visión del creador se hacen evidentes, sacando al texto de una experimentación puramente lúdica hacia una conciencia abismal. Esto es notorio en el poema “Las repulsivas visiones barrocas de su dolor pegado a las cuencas de los ojos”.
Tal desgarro se hace más pleno de sentido desde la situación de marginalidad que supone estar más acá de la Gran Historia del mundo. El ser latinoamericano y, lo que es más, ser chileno, se pone en una crisis dramática.
iv
El descrédito de los papiones proviene
de su pequeño y absurdo lenguaje latinoamericano
de señas indescifrables y gritos
Apenas se comunican estas criaturas
rudimentarias y subnormales
Apenas gritan en medio de las bibliotecas
colgados del cielo raso y las lámparas de carey
en mitad de la noche de Chile.
En que no se refiere tan sólo a un juicio histórico sobre un mundo degradado, sino además a la violencia del desgarro entre la utopía iluminista (la biblioteca) y la humanidad degradada de la era de la técnica. El artista ve en esa sociabilidad degradada la muestra del fracaso de los proyectos iluministas (cfr. Cochrane).
En la sección Persa, esta humanidad degradada se expresa a través de la descripción del mundo de las mercancías, en que los mismos seres humanos –desde su misma figuración en la construcción del texto- terminan formando parte de procesos fríos de circulación que se ven reflejados en el mismo tono frío de tal descripción. En el poema “Compra y venta de máquinas Singer”, por ejemplo, las mismas singeristas se hacen parte carnal del proceso al unir su piel con sus máquinas.
La sección Víctor Sarmiento comprende el tedio vuelve los ojos hacia el sujeto con una agudeza fundamental. El tedio, acá, se levanta como un estado metafísico, bien comentado por el epígrafe del poeta norteamericano Forrest Gander:
To say: I have lost the consolation of faith
though not the ambition to worship,
to stand where the crossing happens
Esta religiosidad, lejos de dar vida, da al sujeto la real conciencia de su desgarro interior –la muerte, el dolor, el abandono, la podredumbre están ya presentes en él antes de la sensación o el hecho. El desgarro se muestra como la constitución misma de este sujeto. Como contrapartida, la aparición de la “vida real” es tan lejana y está tan mediada como los cambios en la política gubernamental descritos en el diario del día o la edición en inglés de Latin American Trade. Ya que como rezan los versos finales,
Luego del habla
el grito vencido de la carroña.
En Cinco comarcas y Máfil, el ejercicio de autoconciencia se hace aun más profundo –la escisión se hace total y se traduce en una intensa vivencia estética, en el pleno sentido griego del término. Por ello, el objetivismo puede maridarse con el más intenso vitalismo a un nivel que roza la mística: en este caso, una mística de la percepción, en que la tartamudez de lo inefable no queda afuera. En este sentido, la cercanía a los modos clásicos de la poesía japonesa responde a una íntima certeza en la unidad del mundo, un religar.
Todo cuanto ha hecho la fuga. El acopio. El brote de la mandíbula. El abismo que marcha. El follaje hambriento. El río.
Todo cuanto ha hecho la fuga. Abandonarnos en la caverna de Tiresias. Sin habla. Palpando.
En Pucara, se realiza la entrada de la memoria personal, en forma de retazos que intensifican la poderosa tensión expresiva. El signo de la tragedia no deja de presentarse, entregando a la sección el carácter primordial, de formación de mitos, que el camino ya recorrido impone al autor. Hay sombras de una ritualidad primitiva, apelativa al Origen, que sabe enhebrarse con una religiosidad campesina, temerosa y oscura –la amenaza de muerte del Tue Tue no deja en ningún momento la densa escritura de esta sección.
Desde ese Origen, como una posible reconciliación, es el arte poético el llamado a reconciliar el mundo. Si bien se reconoce la alteridad, se puede revivir un vínculo posible con ese otro radical en el seno de la obra poética, parcialmente al menos. Muestras de absoluta madurez en este sentido son las últimas secciones del libro, Los delicados valles de la modernidad (con una amplia variedad de formas, procedimientos y poéticas, incluyendo la ironía lúdica), la prosa poética concentrada y dotada de un equilibrio preciso de Cocaví y el despliegue concentrado de Nuevas impresiones del litoral.
Un momento preciso para el exilio resulta sin duda uno de los libros de poesía más contundentes y significativos de nuestro momento actual. No me resulta exagerado hablar de una maestría en el oficio de Marcelo, absolutamente sobresaliente en la configuración de un mundo poético complejo, que desde la elaboración de la imagen poética sabe no excluir una permanente reflexión ética que llega hasta a problematizar la religiosidad o nuestra posibilidad de ser nación –como chilenos o como latinoamericanos. Resulta asimismo una plena resituación de una actitud generacional –ya que me disgusta hablar de una generación de los ‘90-: una voluntad literaria que supo plantearse la problemática de la propia situación del creador antes de entregarse ciegamente a la experimentación o a abordar la contingencia social y política.
Sin duda la editorial gana también un reconocimiento: éste era un libro esperado desde hacía tiempo, tal como Materias de libre competencia y regulación de Andrés Florit. Es de esperar que no sólo en el plano nacional, sino más allá de nuestras fronteras, estos libros sean una buena noticia.