Desde el final del camino Esmeralda
                en cuya mitad los tres monolitos 
                resguardan la entrada del bar La Unión
                sembrados en los alerones de una escasez  inverosímil. 
              Suma de objetos y pérdidas
                mientras alambran la mitad del territorio
                oponiendo a la algarabía de la huida
                el tedio más alevoso de este desierto blanco.
              Desde los vértices de la calle, hacia el pasaje
                camino del bosque ya cortado de pinos jóvenes
                subiendo ligeramente la roca enterrada 
                ennegrecida por el carbón para la parrilla 
              y el humo de la carne. Unos troncos apilados 
                bajo la gruta, el fuego. Frente al pequeño porch 
                y la entrada de madera. Fueron los ancianos 
              los que prepararon esta habitación 
                una de esas noches en que conmovidos 
                libramos una discusión sobre el asombro
              del odio o el amor en cualquiera de sus formas
                emborrachándonos al final de un camino 
                que subía desde la costa por entre pinos 
                crecidos al costado de los humedales
              silenciosos en los meses previos al goce
                de multitudes rojas a favor de la arena
                en palafitos enquistados abiertos al aire, casi  tumbados 
                por carteles de helados, cometas 
                aeroplanos de plumavit.
              Urdidas al mar, obligadas a la cortesía
                estas ciudades sin historia se apiñan en  silencio
                en la zona donde lo único que ocurre 
                es un desesperante apilamiento 
                de objetos sin importancia. 
               
              Los muchachos recostados en la arena 
                movían de izquierda a derecha 
                los triángulos movedizos. Se extinguía 
                la salida del agua dulce encajonada 
                por operativos de hormigón, candados 
                nichos de enfierradura.
              Pero la costa se sobrepone allí, las últimas
                lenguas de agua desembocan con dificultad
                bullendo a un cotado de la piedra, en socavones
                conectados entre sí. Burlando las compuertas
                acumulando grava y morrena en los bordes.
              Era el escenario troquelado que colgaba
                del tendedero erguido a la corriente. Las líneas
                de acero desde las rendijas al plan en cordones
                oscurecidos por aceite y excremento. 
                Vino el fuego un día a interrumpir la siesta
                y el bullicio de las plataformas se extinguió.
              Por un momento de obstinación política
                la desidia de quien abre la compuerta
                de hierro que contiene el manantial. Las  tronaduras
                de un tumultuoso racimo desperdigadas
                al curioso escenario que recoge y recoge
              las vistas triangulares apartadas 
                incorporándose unas a otras en fragmentos
                para todos los fines del mar silencioso que  esculpe
                sólo cada cien años cuando el salvajismo
                atrape y corrija el nudo de los nuevos andamios.
              Como corderitos adornados testigos del peso de  sus jinetes. 
                Pequeños y gruñones en su maleficio
                a metros del suelo. Mascaras en zancos.  Tambores.
              Vinieron en manadas desde la grieta, al lugar
                donde estallaba el agua en forma de ola. Uno  solo
                de los aduladores de un sacrificio mayor.
                Los ejecutantes de la huida.
              Para obtener un beneficio con la gula, esa suma
                de ventajas al portador de criterio, ventura 
                para los alevines. Escenitas incómodas en el  ocaso.
              Su mayor porción en las laderas
                cuando el privilegio tomó las larvas 
                y el agua de las desembocaduras.
              Con agrado y con desidia 
                se multiplicaron banderitas blancas en los  hospicios 
                vertientes, rehenes del período.
              Como martillos alineados a la corriente
                cuyo buche encogido ha dispuesto espacio
                para moluscos y peces. Con el plumaje entrecano
                los pelícanos
              de acuerdo al sentido de los yates, sobre  piedras
                aguzadas por el hombre al servicio del bien  mayor
                la protección del acantilado. El agua está en  calma
              en las pocitas y flotan los rastrillos a la  deriva
                al socavón que succiona hasta al fondo, a la  rastra
                la arena sobre las mantarayas, vestigios 
              de la corriente arremolinada. Descubre 
                el sol la grieta, preparados para el oleaje
                los niños por la tarde en sus botecitos  manchados
                encumbrados por la espuma hacia la orilla
              a los globos encerrados en casitas 
                dobles al costado de la costanera. Esto
                hay en las junturas de los artefactos
                ideados como si apareciera el día 
                sus colores estrellándose. El griterio 
              que adormece con ferocidad, dentro
                del aire que rebota hacia el brillo, su cuerpo
                permanece inmóvil en el contorno del globo.
                Reconoce esa antigua lesión en la espalda.
              Hay chucherías de goma expuestas  
                junto a los botones y los cordeles
                para resguardar los huesos del gasto 
                su estiramiento repentino.
              Están los pliegues de las coloridas telas
                de las sillas de playa, la nevera semienterrada
                en su discreto culto a la vida, la más orgullosa 
                aparición del hombre.
              A veces motivado por el desencanto
                toma una pancarta y marcha. Cuando Arcadia 
                    se  instala en la realidad, brota un sudor siniestro
                    una  amenaza.                Su  sillita pierde comodidad.
              A un ritmo desconcertante la lengua
                para un fruto brillante y para otro
                oscuro como un abismo.
              De su reserva y frialdad de lo que posee
                la vanidad equilibrada por la culpa.
                Resplandece. De los vestigios
              las formas una vez acostumbradas 
                a la frontera del agua salobre
                en minúsculas esferas cristalinas
              suyo por fuerza el imperio del oxido. 
                Hechos trizas al mar se acercan
                residuos de acero y huesos velados
              por la espuma. Acaban los vidrios
                redondos como conchuelas, en ellos
                la transparencia se vuelve borrosa, el agua
              adquiere la forma de los cuchillos y se  multiplica 
                en el filo de la roca. Vienen las olas a la  orilla
                revelan el único artefacto al hombre de la playa
              la reverencia al tedio              la sangre 
                bajo la piel bellamente tostada. El deterioro
                encuentra una rendija entre las palabras. 
              Cuando se amontona el signo a expensas 
                de un sonido mayor, el espejismo de las  carreteras 
                difumina el paso de los chungungos
              bajo la empalizada que domina desde el aire
                las mesitas y los quitasoles. Tras un agujero
                celeste y artificial los carros de golosinas. El  licor
              en las plataformas. Cercando el perímetro a los  elementos
                posibles intrusos, el bullicio de los  carromatos. 
              Como se han dispuesto los anclajes en la tierra  polvorienta
                en los sitios eriazos junto a la playa. Se  levantan por sí mismos
                catapultados por la inercia los cubículos.  Dragones cóncavos
              alimañas camufladas. Campos de tiro. Ermitas. 
                La luz trasparenta sobre la diminuta guerra, el  día
                se quiebra a la novedad. La letra iluminada  desde abajo
              en su momento oscuro que destella al fondo.  Emergen
                las sardinas en golpes programados por la huida.                  
                El sol gobierna desde arriba la superficie de  agua, caen
              las lienzas de los pescadores al rompimiento, su  peso
                enrosca la arena buscando lenguados, con los  ojos vueltos al sol
                es la presa la que se oculta con el vientre  blanco
              allá lejos, en la turbulencia de la quilla de  los veleros.
              Con su desfile en la calle mal iluminada, las  gaviotas 
                silenciosas en la noche se arremolinan en los  desechos
                en pilas transparentes la tubería asoma a la  arena 
              surtiendo a la boca de espinas, tubérculos,  ramificaciones lacustres. 
                Un lingo sucedáneo                 la chuchería que  se habla. 
                En la tranquilidad del paquebote en las afueras  de la bahía
              un día soleado y perfecto o bien en la  arena  malhayada 
                de entuertos y calambres. Las boyas atadas al  roquerío 
                mientras se soporta la concentración tomada del  hierro
              que sostiene la cuerda a la roca. Esa cuerda se  interna en el mar. 
                Como ese día que fuimos a esa pequeña playa  rocosa
                usaste un biquini blanco con flores tenuemente  anaranjadas. 
              Sobre el acantilado cubierto con docas 
                altos pinos torcidos y eucaliptos. Nos  fotografiamos 
                tendidos en la arena, al borde del agua  tranquila. 
              Levantando la vista vimos los resplandecientes  veleros 
                inmóviles en el contorno. Verticales sus velas a  los cúmulos
                silenciosos al estambre de una lluvia repentina.  Los pelícanos
              cayendo al mar con las alas encendidas. Las  rocas juntas
                en su mansedumbre para el revestimiento de los  castillos.
                La rompiente. La tempestad del agua dulce en el  agua salada.
              Arrojados a una fuerza transformadora, los  altares cimbrados
                por el viento del sur oeste. El fuego que avanza  tras las dunas
                lejos de tu casa a las quebradas. El lugar de  los juncos 
              la arboladura mimética, la hojarasca. Te  sonrojabas 
                con tu nueva desnudez. En el precario altillo  con vista 
                a las grúas y los contenedores. La orilla te  pareció conmovedora.
              Conociste como menguaba la desembocadura, el  agua 
                internándose en el hígado del único recodo, el  devorador
                tras el relieve de las dunas a las rocas y el  bunker
              asoma su cabeza al sol por la rendija. Los  adobes quedan
                tras estos años de entusiasmo. Encuclillados  bajo los puentes
                subimos la duna a los deslizadores. Con los  baldes llenos
              de pequeñas jaibas rojas, los muros de los  criaderos
                ya derrumbados bajo la empalizada. Esta alegría  vino
                de muchos lugares a la vez. Cuando concluimos la  peregrinación 
              hacia ese lugar placentero de nuevas  proporciones, los cardúmenes 
                de pejerreyes brillaban en los charcos.  Reluciendo a la deriva
                en un trozo de mar que aguarda la noche para  devorarlo. 
              Como urdía el descontrol hacía las carreteras,  los puertos 
                aerostáticos, patinadores en las nuevas  canteras, gastronomía
                para todos los felices cautivos. Sin embargo,  amarillaba
              el tramado de los conjuntos. El viento escurría  al vacío
                los filamentos quebrados de la totora. Esos  palafitos sacudidos
                por vestigios de labranza, ceniza, abrojos.
              El malabar de las lechuzas tras la carroña de  los bordes.
              Son círculos apareciendo en el cielo rojo.  Presenciabas con tranquilidad
                esa desaparición. El asedio de todo cuanto fue  olvidado. Los chungungos
                vuelven a su cama de algas.               En el paraíso del fondo los  lenguados
              inmóviles en el agua sólida. La trampa viene y  va 
                en el murmullo del señuelo. Una lienza, una  chispa ganchuda, el destello. 
                Bien pudo el peñasco de lobos marinos enseñarnos  la utilidad
              de un bien gregario. Rodeados de agua, los  espinazos. La vasija 
                se hace más dura en el fuego. Creados en la  contienda del agua y la tierra 
                ingeniosamente nuestra nueva forma templada
              escoge su habitación. De la ciudad entre las  dunas la luz
                baja a la orilla del periodo ondulado que  escarba en la roca 
                y se revela allí en la fisura una imagen de paz,  el cruce 
              de los brazos que me ofrece. Fugazmente una  vasija tibia
                apareciendo en la velocidad, suyo el anticipo  que reconcilia. 
                Protección para los derrumbes.                      Material 
              suelto allí al acantilado. Cuando escogía los  anzuelos como ojivas
                alentadas en la profundidad por mi hermano.  Internándome 
                en las olas de la pequeña playa cercada por  coligues. 
              Quemó mi panza la arena del osario. El sol sobre  los helechos.