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Nuevas impresiones del litoral

Marcelo Guajardo Thomas

 

 

Desde el final del camino Esmeralda
en cuya mitad los tres monolitos
resguardan la entrada del bar La Unión
sembrados en los alerones de una escasez inverosímil.

Suma de objetos y pérdidas
mientras alambran la mitad del territorio
oponiendo a la algarabía de la huida
el tedio más alevoso de este desierto blanco.

Desde los vértices de la calle, hacia el pasaje
camino del bosque ya cortado de pinos jóvenes
subiendo ligeramente la roca enterrada
ennegrecida por el carbón para la parrilla

y el humo de la carne. Unos troncos apilados
bajo la gruta, el fuego. Frente al pequeño porch
y la entrada de madera. Fueron los ancianos

los que prepararon esta habitación
una de esas noches en que conmovidos
libramos una discusión sobre el asombro

del odio o el amor en cualquiera de sus formas
emborrachándonos al final de un camino
que subía desde la costa por entre pinos
crecidos al costado de los humedales

silenciosos en los meses previos al goce
de multitudes rojas a favor de la arena
en palafitos enquistados abiertos al aire, casi tumbados
por carteles de helados, cometas
aeroplanos de plumavit.

Urdidas al mar, obligadas a la cortesía
estas ciudades sin historia se apiñan en silencio
en la zona donde lo único que ocurre
es un desesperante apilamiento
de objetos sin importancia.

 

Los muchachos recostados en la arena
movían de izquierda a derecha
los triángulos movedizos. Se extinguía
la salida del agua dulce encajonada
por operativos de hormigón, candados
nichos de enfierradura.

Pero la costa se sobrepone allí, las últimas
lenguas de agua desembocan con dificultad
bullendo a un cotado de la piedra, en socavones
conectados entre sí. Burlando las compuertas
acumulando grava y morrena en los bordes.

Era el escenario troquelado que colgaba
del tendedero erguido a la corriente. Las líneas
de acero desde las rendijas al plan en cordones
oscurecidos por aceite y excremento.
Vino el fuego un día a interrumpir la siesta
y el bullicio de las plataformas se extinguió.

Por un momento de obstinación política
la desidia de quien abre la compuerta
de hierro que contiene el manantial. Las tronaduras
de un tumultuoso racimo desperdigadas
al curioso escenario que recoge y recoge

las vistas triangulares apartadas
incorporándose unas a otras en fragmentos
para todos los fines del mar silencioso que esculpe
sólo cada cien años cuando el salvajismo
atrape y corrija el nudo de los nuevos andamios.

Como corderitos adornados testigos del peso de sus jinetes.
Pequeños y gruñones en su maleficio
a metros del suelo. Mascaras en zancos. Tambores.

Vinieron en manadas desde la grieta, al lugar
donde estallaba el agua en forma de ola. Uno solo
de los aduladores de un sacrificio mayor.
Los ejecutantes de la huida.

Para obtener un beneficio con la gula, esa suma
de ventajas al portador de criterio, ventura
para los alevines. Escenitas incómodas en el ocaso.

Su mayor porción en las laderas
cuando el privilegio tomó las larvas
y el agua de las desembocaduras.

Con agrado y con desidia
se multiplicaron banderitas blancas en los hospicios
vertientes, rehenes del período.

Como martillos alineados a la corriente
cuyo buche encogido ha dispuesto espacio
para moluscos y peces. Con el plumaje entrecano
los pelícanos

de acuerdo al sentido de los yates, sobre piedras
aguzadas por el hombre al servicio del bien mayor
la protección del acantilado. El agua está en calma

en las pocitas y flotan los rastrillos a la deriva
al socavón que succiona hasta al fondo, a la rastra
la arena sobre las mantarayas, vestigios

de la corriente arremolinada. Descubre
el sol la grieta, preparados para el oleaje
los niños por la tarde en sus botecitos manchados
encumbrados por la espuma hacia la orilla

a los globos encerrados en casitas
dobles al costado de la costanera. Esto
hay en las junturas de los artefactos
ideados como si apareciera el día
sus colores estrellándose. El griterio

que adormece con ferocidad, dentro
del aire que rebota hacia el brillo, su cuerpo
permanece inmóvil en el contorno del globo.
Reconoce esa antigua lesión en la espalda.

Hay chucherías de goma expuestas 
junto a los botones y los cordeles
para resguardar los huesos del gasto
su estiramiento repentino.

Están los pliegues de las coloridas telas
de las sillas de playa, la nevera semienterrada
en su discreto culto a la vida, la más orgullosa
aparición del hombre.

A veces motivado por el desencanto
toma una pancarta y marcha. Cuando Arcadia
se instala en la realidad, brota un sudor siniestro
una amenaza.                Su sillita pierde comodidad.

A un ritmo desconcertante la lengua
para un fruto brillante y para otro
oscuro como un abismo.

De su reserva y frialdad de lo que posee
la vanidad equilibrada por la culpa.
Resplandece. De los vestigios

las formas una vez acostumbradas
a la frontera del agua salobre
en minúsculas esferas cristalinas

suyo por fuerza el imperio del oxido.
Hechos trizas al mar se acercan
residuos de acero y huesos velados

por la espuma. Acaban los vidrios
redondos como conchuelas, en ellos
la transparencia se vuelve borrosa, el agua

adquiere la forma de los cuchillos y se multiplica
en el filo de la roca. Vienen las olas a la orilla
revelan el único artefacto al hombre de la playa

la reverencia al tedio              la sangre
bajo la piel bellamente tostada. El deterioro
encuentra una rendija entre las palabras.

Cuando se amontona el signo a expensas
de un sonido mayor, el espejismo de las carreteras
difumina el paso de los chungungos

bajo la empalizada que domina desde el aire
las mesitas y los quitasoles. Tras un agujero
celeste y artificial los carros de golosinas. El licor

en las plataformas. Cercando el perímetro a los elementos
posibles intrusos, el bullicio de los carromatos.

Como se han dispuesto los anclajes en la tierra polvorienta
en los sitios eriazos junto a la playa. Se levantan por sí mismos
catapultados por la inercia los cubículos. Dragones cóncavos

alimañas camufladas. Campos de tiro. Ermitas.
La luz trasparenta sobre la diminuta guerra, el día
se quiebra a la novedad. La letra iluminada desde abajo

en su momento oscuro que destella al fondo. Emergen
las sardinas en golpes programados por la huida.                 
El sol gobierna desde arriba la superficie de agua, caen

las lienzas de los pescadores al rompimiento, su peso
enrosca la arena buscando lenguados, con los ojos vueltos al sol
es la presa la que se oculta con el vientre blanco

allá lejos, en la turbulencia de la quilla de los veleros.

Con su desfile en la calle mal iluminada, las gaviotas
silenciosas en la noche se arremolinan en los desechos
en pilas transparentes la tubería asoma a la arena

surtiendo a la boca de espinas, tubérculos, ramificaciones lacustres.
Un lingo sucedáneo                 la chuchería que se habla.
En la tranquilidad del paquebote en las afueras de la bahía

un día soleado y perfecto o bien en la arena  malhayada
de entuertos y calambres. Las boyas atadas al roquerío
mientras se soporta la concentración tomada del hierro

que sostiene la cuerda a la roca. Esa cuerda se interna en el mar.
Como ese día que fuimos a esa pequeña playa rocosa
usaste un biquini blanco con flores tenuemente anaranjadas.

Sobre el acantilado cubierto con docas
altos pinos torcidos y eucaliptos. Nos fotografiamos
tendidos en la arena, al borde del agua tranquila.

Levantando la vista vimos los resplandecientes veleros
inmóviles en el contorno. Verticales sus velas a los cúmulos
silenciosos al estambre de una lluvia repentina. Los pelícanos

cayendo al mar con las alas encendidas. Las rocas juntas
en su mansedumbre para el revestimiento de los castillos.
La rompiente. La tempestad del agua dulce en el agua salada.

Arrojados a una fuerza transformadora, los altares cimbrados
por el viento del sur oeste. El fuego que avanza tras las dunas
lejos de tu casa a las quebradas. El lugar de los juncos

la arboladura mimética, la hojarasca. Te sonrojabas
con tu nueva desnudez. En el precario altillo con vista
a las grúas y los contenedores. La orilla te pareció conmovedora.

Conociste como menguaba la desembocadura, el agua
internándose en el hígado del único recodo, el devorador
tras el relieve de las dunas a las rocas y el bunker

asoma su cabeza al sol por la rendija. Los adobes quedan
tras estos años de entusiasmo. Encuclillados bajo los puentes
subimos la duna a los deslizadores. Con los baldes llenos

de pequeñas jaibas rojas, los muros de los criaderos
ya derrumbados bajo la empalizada. Esta alegría vino
de muchos lugares a la vez. Cuando concluimos la peregrinación

hacia ese lugar placentero de nuevas proporciones, los cardúmenes
de pejerreyes brillaban en los charcos. Reluciendo a la deriva
en un trozo de mar que aguarda la noche para devorarlo.

Como urdía el descontrol hacía las carreteras, los puertos
aerostáticos, patinadores en las nuevas canteras, gastronomía
para todos los felices cautivos. Sin embargo, amarillaba

el tramado de los conjuntos. El viento escurría al vacío
los filamentos quebrados de la totora. Esos palafitos sacudidos
por vestigios de labranza, ceniza, abrojos.

El malabar de las lechuzas tras la carroña de los bordes.

Son círculos apareciendo en el cielo rojo. Presenciabas con tranquilidad
esa desaparición. El asedio de todo cuanto fue olvidado. Los chungungos
vuelven a su cama de algas.               En el paraíso del fondo los lenguados

inmóviles en el agua sólida. La trampa viene y va
en el murmullo del señuelo. Una lienza, una chispa ganchuda, el destello.
Bien pudo el peñasco de lobos marinos enseñarnos la utilidad

de un bien gregario. Rodeados de agua, los espinazos. La vasija
se hace más dura en el fuego. Creados en la contienda del agua y la tierra
ingeniosamente nuestra nueva forma templada

escoge su habitación. De la ciudad entre las dunas la luz
baja a la orilla del periodo ondulado que escarba en la roca
y se revela allí en la fisura una imagen de paz, el cruce

de los brazos que me ofrece. Fugazmente una vasija tibia
apareciendo en la velocidad, suyo el anticipo que reconcilia.
Protección para los derrumbes.                      Material

suelto allí al acantilado. Cuando escogía los anzuelos como ojivas
alentadas en la profundidad por mi hermano. Internándome
en las olas de la pequeña playa cercada por coligues.

Quemó mi panza la arena del osario. El sol sobre los helechos.


 

 

 

 

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Nuevas impresiones del litoral.
Marcelo Guajardo Thomas.