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ESCRITO EN LOS AFLUENTES O LAS PALABRAS TRIBUTARIAS DE MIGUEL ILDEFONSO

Por Ramón García Mateos




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En varias ocasiones, aquí y allá, he escrito que la poesía es lenguaje. Con palabras similares a estas que ahora escribo, con la misma o muy próxima intención. La poesía no está en las cosas, sino en las palabras que nombran la realidad con un deje de asombro en cada sílaba. La poesía fragua en el mortero de la lengua viva que crece gambeteando la gramática y en constante desafío a la sintaxis. La poesía es palabra que canta y música que cuenta -confusa la historia y clara la pena-, es el silencio al borde del espanto, es descifrar con un adjetivo lo inefable o desvelar lo ignoto con la certeza absoluta de un verbo en modo indicativo. La poesía es lenguaje. Cuando las palabras asombradas no nombran ya la realidad sino que son la realidad misma. La poesía es lenguaje. Cuando las palabras son el cauce por donde navegan emociones y sentimientos, certezas y creencias, ideas y alucinaciones, agua clara para la singladura de la vida. La poesía es lenguaje. Y los poemas son la encarnación del verbo para que habite entre nosotros, transformado en arcilla o madera o pensamiento.

El poema dibuja la realidad con la paleta de las palabras. Y la realidad se nos presenta, prístina y desnuda, contemplada en nombres y adjetivos, topónimos y gentilicios y, a veces, nombres propios que concatenan la vida y la literatura, lo veraz y lo verosímil -o no, qué más da-, en ese magma esencial donde una y otra se confunden en la misma cosa. Yo soy poeta y tengo el derecho al alfabeto, clamaba tras los barrotes de un calabozo el extraordinario Max Estrella -hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales, ciego como Homero-, el personaje valleinclanesco que hubiera podido ser don Ramón mismo. Yo te bautizo, Saulo. Y así es, sin duda, los poetas tienen derecho al alfabeto. No los impostores que mercadean con la savia del idioma reduciéndola a un néctar concentrado, con sus aditivos artificiales -edulcorantes incluidos-, que halague el paladar de quien nunca ha leído un verso de verdad. Y ahí están las palabras, como dulces muchachas, como amantes furtivas, para que el poeta las acune entre sus brazos o para que las viole sagradamente lamiendo con dulzura sus heridas. Por eso, cuando un poeta nombra lo que existe todo vuelve al origen, a nacer de nuevo, a vivir una inesperada existencia desde el momento mismo en que se escribió su nombre.

Yo miro con palabras, reconozco en sus sílabas ciudades y paisajes, descubro nuevamente lo que siempre he soñado, lo que ya conocía, la herencia que me arroba, mi única riqueza, palabras y palabras, jardín y soledad, iglesia sin campanas. Esto refería yo en un viejo poema que sigo subscribiendo sin objeción alguna. Los poetas miran con palabras y así redescubren para el lector lugares y paisajes que, aunque conocidos, adquieren una nueva dimensión que quedará grabada para siempre en las retinas del alma. Ya nunca se podrá ver ese lugar o ese paisaje con los mismos ojos con que antes se contempló, porque será ya para siempre forzosamente distinto y en él se mezclarán la vida y las palabras sin distinción alguna. Porque los poetas miran con palabras y hacen de la realidad palabras y palabras de la realidad.

Anoto estas reflexiones al amor de la lectura de Escrito en los afluentes, libro ganador del III Premio Iberoamericano de Poesía Juegos Florales de Tegucigalpa y obra del poeta peruano Miguel Ildefonso, un poemario que se nos revela en la magia de las palabras que configuran un paisaje nómada con lugares y gentes que respiran literatura. Se trata de un libro arriesgado, tanto en la forma como en el enfoque. Formalmente, el poeta combina diversas manifestaciones del versolibrismo con poemas en prosa, atrevidas combinaciones tipográficas con textos encriptados, incluyendo la cita de versos propios amalgamados en el seno del poema. El planteamiento, como un viaje poético por espacios conocidos o fácilmente reconocibles, casi siempre en clave literaria, podía caer con facilidad en el tópico, ese lugar común manido hasta la saciedad. De ambos retos sale airoso Miguel Ildefonso, que consigue, a pesar de la heterogeneidad aparente, un equilibrio formal y logra, asimismo, revelarnos otras caras, nuevas aristas, de unas realidades que creíamos conocer y que descubrimos intensas.

Escrito en los afluentes se organiza en seis partes, cada una con su título correspondiente, que recogen conjuntos dispares de poemas con algún nexo en común, un hilo conductor que enlaza motivos compartidos y confiere armonía interna a los distintos apartados. El primero es Pasajes, cuatro poemas que funcionan, prácticamente, a manera de atrio donde se hallan las puertas de acceso al conjunto general de la obra, porque en ellos encontramos los dos elementos básicos en torno a los cuales gira todo el libro: paisajes -fundamentalmente urbanos- y homenajes y referencias literarias. Tres escritores norteamericanos dan nombre a los tres poemas iniciales: Whitman, Poe y William Carlos Williams; y a ellos van dedicados. El cuarto es un recorrido alucinado por el bosque de Durham -el topónimo titula el texto- que finaliza con referencias a Eliot y, de nuevo, al autor de Hojas de hierba. A Blas de Otero le gustaba la poesía con nombres, igual que a otros les agradan las fotografías con gente, decía, y da la impresión de que a Miguel Ildefonso también, porque sus versos se motean continuamente de nombres propios, de personas y sitios, que sirven como contrapunto a la mirada lírica, y por lo tanto evanescente, del poeta. Lo que aquí se muestra va a ser una constante a lo largo de todo el poemario y, quizá, de las más destacadas. Por ello, insistimos, podemos considerar este primer apartado como un prólogo que desvela las claves necesarias para recorrer con solvencia poética los versos que vendrán.

El siguiente grupo de poemas se unen bajo el epígrafe Estancias y la ciudad, la música y la poesía son los motivos recurrentes. En Baltimore, en Nueva York o en Los Ángeles, el telón de fondo de la música: los Beatles y aquella canción de terrible soledad titulada “Eleanor Rigby”, de quien nunca sabremos si fue ficción o realidad; los malditos Janis Joplin y Jim Morrison, al que se homenajea en “Jim M.”, donde vislumbramos también la presencia del beat Jack Kerouac; o las voces populares de Alicia, Rihanna y Beyoncé, cuyos nombres se unen para crear el apócrifo Alicia Rihanna Beyoncé que bautiza al personaje del poema “Empire State of Mind”, título asimismo -y no se trata de una casualidad- de una canción del rapero estadounidense Jay-Z. Mientras tanto, por Manhattan se escuchan los versos de Saint-John Perse. El tercer tramo del libro, bajo el rótulo Sueños verticales, se centra en referencias y paisajes españoles, con dos poemas -el primero y el último- que enlazan con los apartados anterior y posterior, respectivamente. Los prados invernales neoyorquinos, que hubiera podido pintar Jean-Michel Basquiat, nos despiden temporalmente de la América del Norte y contrastan con el recorrido que el poeta va a realizar por las tierras de España, contempladas desde la sugerencia de la palabra y la evocación de referencias culturales de distinto carácter, especialmente literarias. Madrid y Barcelona. Un Madrid donde escribir nuevas Soledades, poblado de propios y extraños, con Machado, don Quijote, Sancho, Hemingway, Kafka. La noble ciudad de los Austrias pero también la popular de Lavapiés. Un Madrid que pudiera ser otro Madrid o cualquier ciudad observada por un poeta. Barcelona es Las Ramblas y Las Ramblas son el universo, resplandeciente y acero, por donde pasea entre dos mundos el Mayor Tom o donde Gaudí diseña bancos imposibles. Barcelona y Madrid. Pero También Logroño y Burriana. Y Granada, con Federico García Lorca como aliento último. La querencia del poeta peruano por el granadino es indudable y varias son las referencias que lo atestiguan; como indudable es, desde mi punto de vista, la huella de Poeta en Nueva York en Miguel Ildefonso a la hora de contemplar desde la desolación el horizonte de las grandes ciudades.

Rara vez la mirada del poeta es complaciente, con seguridad porque traspasa la apariencia de lo contemplado y ve más allá del disfraz y la envoltura, por eso sus palabras dan forma al desamparo. Esa intemperie a la que nos sentimos expulsados tantas veces, a pesar de sabernos protegidos bajo techado. En el último de los poemas de esta sección y en un volatín geográfico, las calles de Berlín, entre los versos de Hölderlin y el redoblar incansable de un tambor de hojalata, nos invitan a pasar al cuarto apartado, Restos de puentes amarillos, cuyos poemas se dividen entre los siete ubicados en Berlín y Colonia y los ocho que giran en torno a las fronteras míticas de París.

La ciudad de Berlín se contempla desde cuatro atalayas en las que el poeta fija su observatorio lírico: Alexander Platz, el epicentro neurálgico de la urbe; el barrio de Prenzlauer, históricamente barriada obrera que, tras el proceso de reunificación, se convirtió en los años noventa en foco de atracción para una juventud ávida de bohemia y ha acabado viviendo ese proceso que los sociólogos denominan, en singular barbarismo, gentrificación o, en castellano, aburguesamiento; el popular Ángel de Berlín: la diosa Niké sobre la Columna de la Victoria en el parque Tiergarten; y la oquedad de lo desaparecido en donde hubo un Muro y aún se escuchan las notas psicodélicas de Pink Floyd. Desde ahí, desde estos cuatro miradores, Miguel Ildefonso dibuja la ciudad en sus versos. Con múltiples matices. Y música y literatura -una vez más- como banda sonora que ilumina la geografía urbana. Hölderlin subyace siempre tras todas las miradas. Muchas veces en compañía de Diótima, transformada en ensoñación y deseo para quien escribe en los afluentes. Y ahí están Goethe, Kafka, Bernhard. Y su compatriota Martín Adán. Y la música: Beethoven y Liszt suenan para la Berolina de carne y hueso que escribe versos en la estación de Alexander Platz. Pero donde la música adquiere categoría de protagonista es en el último poema de esta serie germánica, el titulado “Colonia”; Schumann, Pachelbel, Mozart, Bach, sus nombres y su arte acompañan al poeta en un recorrido onírico, casi dantesco, por el paisaje ciudadano. La capital francesa comparte con la alemana la función de conector estructural de esta cuarta parte del libro. También las referencias parisinas, como las berlinesas, son iconos emblemáticos - desde la Torre Eiffel hasta las orillas del Sena, de Notre Dame al Pont Neuf-, pero ahora el viaje poético se convierte en recorrido literario en el que acompañan nuestro caminar la sombra de Sartre -París también puede ser la Gran Vía madrileña-, la sensualidad de Cavafis, la amargura metafísica de Ciorán, la inmensidad de Cortázar, convertidos en nuestros aliados para descubrir, inmaculada antes de la desfloración, una ciudad inmortal. Todo lo demás, aunque magro y esencial, es añadidura. Escalas olvidadas tal vez sea el tramo más heterogéneo de Escrito en los afluentes; quizá de ahí el mismo título, vivencias arrumbadas en cualquier rincón de la memoria. El primer poema se nombra con las iniciales NN, utilizadas comúnmente como reflejo del anonimato -provienen de la expresión latina nomen nescio: desconozco el nombre-, y constituye una ensoñación desabrida del nihilismo que desova en uno mismo; finaliza con la evocación del poeta y premio Nobel Joseph Brodsky, a quien se dedicará asimismo el siguiente poema: “Agua de Brodsky”. Un homenaje también, ahora al autor de La Divina Comedia, es “Dante en la Galería Uffizi” que acaba mutando, entre infierno y paraíso, en un texto metapoético -en buena medida lo son casi todos los del libro-. Completan este penúltimo apartado los crípticos “Lengua cocida a la romana” y “No hay paradero para los descarrilados” y la “Vieja canción provenzal” que sigue escuchándose inevitablemente en medio de todas las tribulaciones y pesares del vivir. Material diverso que, sin embargo, cumple a la perfección la función de incidir, punzante, en nuestra sensación de desasosiego como lectores. Una vez más, las cosas no son lo que parecen y la realidad se reconstruye inédita en las palabras del poeta.

La última sección del libro consta de un único y extenso poema, estructurado en trece secuencias. La sección se titula Último desierto y el poema se extiende bajo el nombre de “El Paso”. Ambos son elocuentemente significativos: el último desierto, que abre ante nosotros un abismo de connotaciones, físicas y simbólicas, de las que no nos podremos liberar mientras resigamos los versos de “El Paso”; la ciudad fronteriza, principio y final, llave y cerrojo, vida y muerte, la ciudad donde caben todas las esperanzas y muchas más pesadumbres. El poeta alude a la ciudad tejana, por supuesto, pero simultáneamente está hablando de sí mismo, de su soledad, de esa desolación tan cara para muchos de quienes tenemos la costumbre de pergeñar endecasílabos -o versículos, da igual- sobre el papel. El Paso se hace así símbolo, sinestesia de la emoción, antonomasia del desamparo, en uno de los poemas más altos, desde mi punto de vista, de Escrito en los afluentes.

Ciudades y paisajes, personas con nombre propio y, a veces, aliento mítico, todos juntos son los afluentes -cauces múltiples de aguas diversas- en los que escribe Miguel Ildefonso, con ecos verbales del superrealismo y el pálpito poético de la llamada generación beat norteamericana, de donde nace una voz muy personal y expresiva, cimentada en la absoluta libertad lingüística con la que el poeta se maneja, liberándose de los corsés normativos y a veces, incluso, de los preceptos gramaticales y sintácticos. Escrito en los afluentes -podríamos rastrear el repetido uso de la palabra afluente que, con intenciones distintas, se hace en el poemario y confirmaría lo escrito hace unas líneas- es el libro de un poeta peruano que se proyecta hacia lo universal apoyándose en referencias geográficas y culturalistas con valor de símbolo común. El sustrato patrio está ahí, en voces y giros verbales, en alusiones tanto veladas como expresas a la historia y sus personajes, en la mirada y en la pluma del mismo Miguel Ildefonso; sin embargo, el mundo se abre en una explosión vivificadora y viajamos erráticos, con ambición cosmopolita, por las calles y parques, por bares y museos, de Roma o Nueva York, de Berlín y Madrid, de Colonia o Los Ángeles. Envueltos en música. Empapados de literatura. Escrito en los afluentes es un gran libro de poemas. Un digno ganador de los Juegos Florales de Tegucigalpa en la tercera edición de su edad moderna. Me congratula que sean mis palabras las que sirvan de agua jordana en su bautizo literario, porque así me convierto por consiguiente en padrino de esta espléndida criatura poética. Un libro del que ningún lector podrá salir indemne.

En España, a la orilla del Mediterráneo
y en las postrimerías del invierno de 2013



 



 

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