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Mar de Ecos

Por Miguel Ildefonso


 


 


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Definía Robert Graves a la Diosa Blanca como una “gramática histórica del lenguaje poético del mito”. Borges en el poema Historia de la noche decía: “Nunca sabremos quién forjó la palabra/ para el intervalo de sombra/ que divide los dos crepúsculos;/ nunca sabremos en qué siglo fue cifra/ del espacio de estrellas./ Otros engendraron el mito.” Todo poema es la reescritura de un mito. Y Mar de ecos (Amotape Libros, 2014), de Franco Osorio, nos remite a los vestigios de una historia griega, al mito de Eco y Narciso. Por supuesto que esto es una conjetura mía y no un dato extraído literalmente del libro; aunque, ¿qué lectura o interpretación poética es literal?

Pero iba diciendo que todo poema nos señala un mito; todo poema es la recreación de un mito. Y, por eso, hay una cierta épica en todo libro que reúne poemas; en ese atar de hilos (de Ariadna, por ejemplo) hay un recorrido, un tipo de viaje que atisbamos, ciertamente, en Mar de ecos como cuando dice: “Transito perdido en un laberinto/ en busca de una lámpara/ que me guíe fuera de la ruta// Siembro gotas de sangre/ en el centro de la esfera/ donde podré recuperar el habla”.

Decía que hay reminiscencias del mito de Eco, enamorada de Narciso, a quien la diosa Hera le quitó la facultad del habla, pudiendo solo repetir la última palabra que pronunciara su interlocutor. El eco entonces es la voz que viaja en estos poemas, “el eco perdido” es la palabra que en Mar de ecos busca a los cuerpos que alguna vez pronunciaron esa voz, y  que busca restituir a la poesía esa facultad de trascendencia que se ha ido perdiendo desde que los poetas bajaron del Olimpo.

Este mar en constante movimiento, en incesante desplazamiento, va conduciendo a los ecos desasidos de los cuerpos que se reclaman, de una historia que se quiere contar a través de los retazos que quedaron. El viaje consiste en recoger los pedazos de un mundo fragmentado. Los poemas de Mar de ecos son el testimonio de esa misión, la del poeta que ante las ruinas del tiempo reinventa una nueva utopía; y ello nos remite también a Dante Alighieri. En el poema IX dice: “Llego al puerto cercado por manos de hielo// Veo a Dante y al antiguo barquero// Me informo del precio del último viaje/ un óbolo que me libera de navegar por siglos”.

El poeta en ese laberinto oscuro (como en el mito del Laberinto de Dédalo y el Minotauro) va tanteando, buscando, encontrando esos trozos de imágenes de algo que antes fue un todo armónico. De ahí que hay una casi obsesión por nombrar las partes del cuerpo (que es el otro laberinto): el torso ondulado, las manos a destiempo, los muslos, los dedos, las piernas, la espalda, los ojos, los labios. El poeta está tratando de recomponer ese cuadro perfecto donde yace el ser amado, la amante. Este ser amado, sin embargo, es a la vez temido por su voracidad, por su belleza devastadora, arrebatadora. El poeta, así, reclama esa facultad de seducción que antes tenía la poesía. El poema es un artefacto perentorio en este tiempo de la desacralización. 

Entonces el mar del poeta fluctúa entre la palabra y el silencio, entre la memoria de la  posesión del cuerpo amado y la ausencia absoluta de aquel cuerpo. Hay un vaivén en su navegación que trata de no perder esa luz constante que lo acompaña y le permite nombrar lo que ve, porque la mirada es importante ante la ausencia del “habla”. A la poesía le ha quedado el conocimiento, pero nunca ha sido suficiente.
 
No es solo la búsqueda del tiempo perdido, ni la restitución del ideal del amor, ni el anhelo de la fe y el entusiasmo poético, Mar de ecos, es también la historia de la recuperación de la propia imagen, de una identidad en la voz del poeta. En Desierto de agua dice: “De pronto me viste/ como un espejismo bañado en la luna/ dibujado ante tus ojos// ¿Será Franco el que me llama?/ te preguntarás/ sin hallar la respuesta”. Es el eco que se pregunta a sí mismo (¿Quién es? ¿De quién es la voz?...), es el  poema que se pregunta quién habla en el poema; es decir, como diría Martín Adán, es el poema escuchando su propia voz, un eco.

Todo poema, decía al principio, es la continuación de un mito. Tanto al escribir un poema como al leerlo, participamos de un antiguo ritual. Entre la escritura y la lectura, el poema completa la imagen de cada uno de nosotros, nos completa, restituye un origen único, pues se trata de retratar lo que no vemos, lo que atisbamos a ciegas, lo que perdimos y aun sentimos y no tiene explicación. Somos ecos haciendo un recorrido a la inversa, un viaje que se acabará al volver a tocar los labios.

 


Fontana di Trevi

Para María Belén

Orientado por las nubes
hallé una fuente
en una urbe de caliza

Un paisaje de paraguas se explayaba
en un horizonte negro como techo sin luz
dejándole a ella y a la lluvia
un resquicio para escabullirse

Por entonces yo andaba de espaldas al futuro
y conservaba su aliento en un frasco
sin saber que el candado se abriría con el tiempo

Y también estabas tú compañera
sabia en enigmas
la única que pudo descifrar esa voz
refugiada en el silencio

 


Silencio

Transito perdido en un laberinto
en busca de una lámpara
que me guíe fuera de la ruta

Siembro gotas de sangre
en el centro de la esfera
donde podré recuperar el habla

Todavía arde la hoguera
que espera inmovilizar mis pasos
cerca a la salida

¿Será posible rebelarme
contra la opresión de tu silencio?

Pendiente dejo la respuesta
de la rama más alta del árbol
al que nunca volverás a trepar



 



 

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"Mar de ecos" (Amotape Libros, 2014), de Franco Osorio.
Por Miguel Ildefonso